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- 03/08/2024 00:00
- 02/08/2024 19:06
Podría iniciar este artículo contando muchas historias que por casualidad fui recogiendo de primera mano en los últimos años, pero me voy a limitar a resumir tres.
Marleny es copropietaria de un foodtruck en un predio frente a un hotel en la Punta Pacífica de esta Ciudad de Panamá. La noche que la conocí tuvo que fiarme los $6.50 que le debía por la cena que yo acababa de consumir: a ella no le funcionaba el POS inalámbrico y yo no tenía cash. Por si hubiera querido pasarme de listo para no pagarle, me la volví a encontrar la noche después en un restaurante a la vuelta del hotel. Esta vez ella vestía uniforme y no estaba detrás de la caja registradora, sino atendiendo las mesas. Le pregunté si había cambiado de trabajo de un día para otro y me dijo que no, que sólo estaba haciendo un dinero extra para mandar a traer a su hijo desde un pueblo llamado Agua Linda, en el oeste de Venezuela. Marleny no miraba a su hijo desde que él cumplió 3 años. Ahora en 2024 va a cumplir 17.
La segunda historia es la de Evan y de su mamá Edsaidy. En la Navidad de 2019 llegaron a la misma hora que yo a la terminal del aeropuerto Juan Santamaría en Costa Rica. Allí Evan se reencontró con Uixilt, su papá y esposo de Edsaidy. Cuando Uixilt había dejado a su familia en Puerto Ordaz, Evan era apenas un bebé. No sé qué edad tendrá ahora, pero en las fotos Evan ya se ve grande. Ahora la familia está reunida en Miami, pero como residentes y ya no como turistas, como la primera vez que Uixilt y Edsaidy fueron a Estados Unidos siendo novios. Antes de llegar a la Florida desde Costa Rica la familia creció con el nacimiento de Ilan.
La tercera historia es la de Juan. Lo vi algunos días a las seis de la mañana en el semáforo de una de las esquinas más transitadas de la Ciudad de Guatemala. Con un balón de futbol hacía malabares que al menos yo nunca había visto a nadie hacer ni en persona ni en televisión: dominaba el balón con los pies, con los hombros y con la cabeza; pero luego, y como si nada, se paraba de manos y seguía dominándolo con las plantas de los pies: todo esto sin agarrarlo con las manos y sin que el balón cayera al suelo. Ese primer día bajé la ventanilla del vehículo para preguntarle dónde había aprendido a hacer eso. Él me dijo que de dónde él venía había varios mejores que él.
Durante los siguientes días y a la misma hora volví a hablar con Juan. En los pocos segundos antes de que el semáforo cambiara de rojo a verde me contó que en Guatemala sólo estaba de paso y que se iba de mojado para Nueva York. Un día después me contó que su hermana y su cuñado salieron con él en una caravana junto a otros venezolanos del barrio Petare en Caracas. Y no sé cuántos días más tuvieron que pasar durante el semáforo en rojo para que me terminara de contar la historia que les estoy narrando. Que en Colombia se encontraron con muchos otros inmigrantes que no hablaban español y provenientes de países que ellos ni siquiera sabían que existían. En la frontera con Panamá cruzaron a pie el tapón del Darién y una semana después de llegar a suelo panameño Juan ya se encontraba haciendo acrobacias en el semáforo donde lo vi en Guatemala. Su hermana y su cuñado ya estaban en la frontera con México esperando a un coyote. Y un día no vi más a Juan en el semáforo.
La primera similitud y la más obvia entre Marleny, Evan, Edsaidy, Uixilt y Juan es que son venezolanos. La segunda similitud igualmente obvia es que los conocí fuera de su país. La tercera similitud —y ojalá esta no tuviera que ser tan obvia— es que algunos de ellos me contaron cosas que no hace falta narrar aquí, pero que se pueden resumir en que tuvieron que salir de Venezuela dejando todo atrás: estudios, vivienda, negocios, profesiones, hijos, esposas, madres, padres y hermanos.
En este punto cualquiera podría decirme con una ceja levantada que ellos no tienen nada de especial si comparamos sus historias con las de otros migrantes latinoamericanos, sobre todo centroamericanos. La gran diferencia, sin embargo, es que sólo en Venezuela la dignidad y la esperanza de un país entero ha llegado a ser pisoteada y mancillada durante tanto tiempo por un mismo régimen, muy a pesar de la vigente y constante oposición de sus ciudadanos.
Y quiero hacer énfasis en este punto porque en ello radica la gran diferencia entre Venezuela y otras realidades latinoamericanas aparentemente similares. Es cierto que en Cuba y en Nicaragua hay regímenes socialistas dictatoriales; los venezolanos, sin embargo, se diferencian y se destacan por su incansable e imbatible activismo político, tanto el de sus ciudadanos como el de una oposición que se hace cada vez más fuerte con cada humillación recibida. Esto es distinto a la situación cubana o nicaragüense, donde la fuerza opositora es inexistente o, en caso contrario, se disuelve, se desvanece o simplemente se rinde silenciosamente, yéndose al exilio y prometiendo hacer activismo desde afuera. En Venezuela, en cambio, la pregunta realmente obligada no es cómo es que sus ciudadanos han aguantado tanto, sino cómo es que el régimen ha tardado tanto en caer teniendo a esa fiera e incansable oposición política y ciudadana.
Hoy ya casi nadie recuerda, ni siquiera la llamada y acomodada disidencia cubana de la Florida, que apenas en 2021 algunos cubanos salieron a las calles de La Habana a manifestarse pacífica y valientemente, por primera vez en décadas, contra el régimen castrista. Asimismo, cada vez son menos los nicaragüenses que pensamos en las manifestaciones de 2019 en Managua, en las que fueron asesinadas más de trescientas personas a manos del gobierno. Lo que hoy nadie dice sobre aquellos días —aunque no sea un secreto para nadie— es que al final el régimen de Daniel Ortega se impuso y se salió con la suya, y todas aquellas muertes aún hoy siguen en vano. La dictadura orteguista no sólo reprimió las protestas con fuego, sino que además se dio el lujo de tener presos políticos y expulsarlos del país como apátridas cuando se le dio la gana.
Hoy muchas de estas personas son residentes o incluso ciudadanos en Europa o en Estados Unidos, y supuestamente continúan haciendo «activismo político e intelectual» desde afuera. Pero claro, qué diferente es pronunciarse desde la comodidad de un exilio en Washington, en Madrid, en San José, en Ciudad de México o en Miami, mientras que los que se quedaron en Nicaragua se ven obligados a callar y a volverse cómplices silenciosos del régimen en un país donde es prohibido sacar la bandera nacional y, en cambio, es prácticamente obligatorio exponer la bandera rojinegra del partido oficialista en sus diferentes formas; todo sea con tal de evitar las represalias del régimen.
Lamentablemente los episodios de La Habana en 2021 y los de Managua en 2019 no fueron más que eso: simples sucesos aislados en la historia, sublevaciones dominadas, amenazas de incendios controlados y, tristemente, episodios cada vez más olvidados a medida que pasan los años. Esto es muy diferente a lo ocurrido en Venezuela, donde en verdad no hay olvido ni perdón y donde el oficialismo no suele enfrentar episodios aislados o uno que otro año difícil, pues la verdad es que todos los años que han durado en el poder han sido críticos para ellos. No ha pasado ni un solo año de la era chavista en que la oposición haya dejado de manifestar su disconformidad en las calles. Hoy los famosos cacerolazos son tan venezolanos e internacionalmente conocidos como las arepas.
Esa constante oposición venezolana sigue activa pese a las amenazas, las crisis económicas a niveles insostenibles, los fraudes electorales cada vez más descarados y el destierro forzado. De hecho, a esta hora, cuando escribo estas líneas, María Corina Machado no sabe que afuera de la embajada argentina en Caracas, mientras está dando un discurso con las cifras reales de las elecciones del 28 de julio, la están esperando hombres armados de la policía chavista para apresarla o al menos para amedrentarla. Al mismo tiempo, muchos venezolanos y venezolanas cuyos nombres no aparecerán en los diarios están derribando estatuas de Chávez en diferentes ciudades a lo largo de Venezuela; y muchos otros, en Caracas, están yendo al palacio de Miraflores a pesar de los convoyes antimotines que van a su encuentro. Sí: todo esto está pasando ahora mismo mientras escribía este párrafo.
En veinticinco años han sido incontables las veces en que el pueblo venezolano ha sido ultrajado de tantas, pero de tantas maneras, que no me alcanzarían todas las páginas de este periódico para exponerlas: expropiaciones, persecución política, fraudes electorales, nepotismo burocrático, corrupción desmedida, nexos con el narcotráfico, malversación de fondos de PDVSA que ascienden a los US $70 mil millones de dólares (más lo que aún no ha salido a la luz), hiperinflación, desabastecimiento y un enorme etcétera.
Pero más allá de las aberraciones y de las cifras inauditas que cualquier periódico o noticiero pueda revelar, e incluso más allá de la indignación que sin ser venezolanos podamos sentir ante los anuncios fraudulentos y tercermundistas del pasado 28 de julio en Venezuela que daban por presidente electo a Nicolás Maduro a pesar de las pruebas de demuestran una derrota aplastante, al final sólo quedan las historias de los mismos venezolanos: esos con cédula de identidad y con pasaporte injustamente limitado en muchas naciones. Esos hombres y mujeres que, desde adentro o desde afuera, son las únicas víctimas y también los únicos héroes de la cuestión venezolana.
Hablo de personas como Marleny, Evan, Edsaidy, Uixilt, Juan y tantos otros que también tuvieron que irse. Pero también hablo de los que a pesar de todo se quedaron y siguen en Venezuela: esos millones con el corazón desbaratado, pero con una esperanza indestructible contra toda lógica.