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- 30/05/2024 00:00
- 29/05/2024 16:44
Cuando enseño sobre derechos humanos, siempre busco que mis estudiantes se queden con un concepto fundamental: si bien la comprensión actual que tenemos de los derechos humanos es el resultado una historia de grandes conquistas, también refleja la gran historia de los despojos y la deshumanización. Cada momento crucial ha exigido que no solo defendamos nuestra humanidad, sino también nuestro derecho a ser reconocidos como seres humanos de pleno derecho.
Las mujeres no hemos escapado a esta realidad. A pesar de los avances legales que han intentado cerrar las brechas de género, enfrentamos diariamente estructuras y estereotipos que socavan nuestras capacidades, liderazgo y humanidad. Un ejemplo en Panamá es el eterno debate sobre el acceso de las mujeres a la esterilización voluntaria en igualdad de condiciones que los hombres en el sistema público de salud. Mientras que a los hombres se les permite acceder al procedimiento al alcanzar la mayoría de edad, a nosotras se nos exige tener al menos 21 años y dos hijos, además de una recomendación médica.
Este ejemplo específico ilustra no solo la desigualdad de género ante la ley, sino también cómo la autonomía de las mujeres sobre su propio cuerpo se convierte en un tema político y religioso. La Iglesia Católica, en particular, ha influenciado en este debate, argumentando que no es moralmente aceptable promover estas políticas, convirtiendo el vientre de las mujeres en un reflejo de lo que protege el “buen cristiano”. Esto ha llevado al Estado a crear mayores restricciones para las mujeres, y por tanto empuja a la sociedad a aceptar y perpetuar normas sociales que refuerzan roles de género y deberes reproductivos, imponiendo a las mujeres no solo responsabilidades morales, sino también las de la “buena madre”.
Además, las restricciones en los derechos sexuales y derechos reproductivos de las mujeres abarcan más aspectos. Incluyen la falta de acceso público a métodos anticonceptivos, las dificultades para obtener la píldora del día después, la escasez de opciones de protección barrera lo cual olvida opciones como los condones femeninos, los obstáculos burocráticos y religiosos para acceder a la interrupción del embarazo incluso cuando se cumplen los requisitos legales, la deficiente implementación de protocolos de protección para víctimas de violencia sexual y la insuficiente educación sexual, que carece de una perspectiva integral y humanística.
Estas limitaciones no solo afectan la autonomía y el bienestar de las mujeres, sino que también reflejan una ciudadanía incompleta, la cual se agrava en el caso de la población femenina empobrecida y la que atraviesa otras condiciones de vulnerabilidad. La realidad es que las mujeres ricas, que han tenido acceso a educación privada, que poseen capital social, viven en áreas urbanas con acceso completo a servicios y no tienen una discapacidad, sí acceden a anticonceptivos, sí pueden pagar una clínica privada y acceder a una esterilización voluntaria, y sí reciben educación integral en sexualidad.
Estas diferencias atravesadas por el género, la raza y las violencias sistémicas se contradicen con los principios fundamentales de igualdad y dignidad humana que deberíamos poseer inalienablemente. La realidad nos enfrenta con una pregunta incómoda y urgente: ¿somos realmente consideradas humanas en toda su extensión, o solo ciudadanas a medias?
Es hora de cuestionar la legitimidad de las normas legales, políticas y sociales que nos rodean, porque todo aquello que no es justo, que no dignifica y que no nos concibe como iguales no puede ser la base legítima de nuestra existencia. Nos corresponde entonces desde nuestro privilegio desafiar las estructuras vigentes ya que la verdadera igualdad no es un favor. Es nuestro derecho innegociable.