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- 23/06/2015 02:00
- 23/06/2015 02:00
Existe en el país un número plural de factores que han creado un nuevo centro de poder: los escándalos por corrupción, la descomposición institucional, el estilo pausado de liderazgo del mandatario, el surgimiento de una justicia cautelar, el deterioro de indicadores macro y microeconómicos, la continua pérdida de confianza en la clase política, entre otros, ayudan a desplazar lo que históricamente es dado por descontado cuando se ostenta la silla presidencial. Esta cadena desestabilizadora de la voluntad política no es recibida por la opinión pública con alivio, al contrario, muestra cautela y expectativa porque presiente que este giro acarrea nuevas amenazas.
Los apremios de esta grave crisis nacional que han llegado a los puntos más recónditos de la sociedad y del propio Estado, no deben oscurecer el hecho que efectivamente la constitución de un nuevo centro de poder producirá una alteración considerable en el régimen político. La delegación del mandato constitucional implica una desviación anormal y una concentración de poder inusual cuya magnitud y tolerabilidad institucional dependerán no sólo del alcance de ese mismo poder sino del tiempo que su influencia suscite. La legítima preocupación ciudadana sobre la posibilidad de un exceso de decisionismo y ejercicio de autoridad ilegitima se ve alimentada por la ausencia de una agenda estratégica de Estado y de ideas innovadoras para la propia conducción del país.
Un nuevo centro del poder puede ser una incitación a paliar las carencias recientes de la vida política. Por cierto, la incapacidad legislativa de los diputados y la inexperiencia de muchos ministros dificultan la concretización de metas gubernamentales e inhabilitan la solución de problemas. Para que los tres poderes tradicionales del Estado intervengan coordinadamente en el rumbo político hace falta que los problemas cruciales que reflejan la actual crisis sean debatidos y que se formen mayorías capaces de impulsar o rectificar orientaciones según el caso. Debe tenerse en cuenta que la lentitud en la toma de decisiones no es una buena práctica de administración pública, y que al haberse contagiado este mal a los otros dos órganos del Estado ha producido que el país sufra de inacción y zozobra.
En estas condiciones el peligro de un nuevo centro de poder no es tanto el desvío de la institucionalidad democrática sino la constitución de un patrón ilegítimo rodeado por un círculo de conveniencia e instalado en el centro de un fraccionamiento de las fuerzas políticas. Al presidente Varela le corresponde de inmediato tomar nota que, independientemente de que cada día goza de menos popularidad por las recurrentes crisis y por la incapacidad de imprimir velocidad a su administración, el surgimiento de este nuevo poder podría incidir en el orden público y percibirse como un abandono de sus funciones constitucionales y políticas.
La constitución del nuevo centro de poder en torno a allegados, donantes de campaña y empresarios altamente influyentes en el país, se produce junto a la urgente necesidad de reorganizar el gabinete que excluye de su seno, al menos momentáneamente, personas con experiencia en la toma de decisiones públicas. Este desequilibrio disminuye sensiblemente la posibilidad de que el entorno del Ejecutivo sea un ámbito de deliberación y acuerdos compatibles con aquella idea inicial que teníamos que este Gobierno iba a reconstruir un mejor país.
Pero los problemas más significativos desde el punto de vista del nuevo poder provienen de la pérdida de credibilidad de haber estado involucrado por 26 meses en un gobierno cuya gestión estuvo extremadamente comprometida a los poderes fácticos e inoperante en la lucha contra la corrupción. Como consecuencia, el nuevo centro de poder le ‘roba' al Ejecutivo el libreto de protagonista, y ahora se corre el riesgo de actuar entre una cartelera de relleno y un reinado de viajero solapado y carente de identidad propia. Reconstituir el rumbo político para el mandatario le será arduo y difícil, pero la historia demuestra que es posible si se actúa con determinación y coraje. Por ejemplo, en el gobierno de Endara, las decisiones del contralor Chinchorro Carles de implementar un control férreo de las finanzas públicas condujeron a la fractura del gobierno y al anuncio de una reacción política que provocó un abandono precipitado de los planes de reconstrucción del país y de sus gestores. Hoy, afortunadamente, nadie se acuerda de los cobardes y débiles que saltaron del barco sino de los que heroicamente hicieron lo que había que hacer: trabajar por un mejor Panamá.
La supervivencia de la democracia electoral y del futuro desarrollo económico y social del país, sostenido y sustentable, corre grave peligro al depender muchas de las actuaciones del Gobierno de las presiones de los poderes fácticos que hoy están representados por cuantiosas fortunas, muchas de ellas mal habidas, y de las cuales dependen miles de trabajadores. Esta situación también ha sido consecuencia del deterioro de los partidos políticos, hoy día integrados no por adherentes sino por clientes. Sin embargo, es de justicia reconocer que la culpa de esta situación la tenemos todos, ya que al momento de elegir nuestros gobernantes, en vez de exigirle que nos presenten su hoja de vida preferimos que nos regalen una hoja de zinc.
Todo indica que la legitimación popular de un gobierno no puede ser ignorada ni desfasada por ningún círculo de poder. En esta realidad y en esta potencialidad residen las oportunidades de quienes procuren reconstruir un proyecto de transformación institucional y recomposición política. Varela es el legítimo presidente de la República y merece su espacio para que ejerza su gestión con poder.
Pero igualmente el país necesita de un presidente beligerante que tome decisiones y haga lucir su banda con autoridad y valentía. Y eso es lo mínimo que esperamos de él.
EMPRESARIO
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