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- 28/06/2014 02:00
- 28/06/2014 02:00
Hemos creado una nueva aristocracia económica en Estados Unidos: los directores ejecutivos (CEOs). Es una interpretación justa de recientes estudios sobre remuneraciones corporativas. Un estudio realizado por la consultoría de compensaciones Equilar, para el New York Times, encuentra que Charif Souki, de Cheniere Energy, fue el ejecutivo que recibió la remuneración más alta en 2013, 141.9 millones de dólares.
Larry Ellison, de Oracle, recibió 78.4 millones de dólares. Pero más interesante que estas sumas individuales son las cantidades habituales. En 2013, la remuneración para los ejecutivos de las 200 empresas tope promedió 20.7 millones de dólares, de los cuales 6.8 millones fueron en efectivo y el resto en acciones y opciones.
Está prácticamente garantizado que todo ejecutivo se convertirá en multimillonario. En el estudio Equilar, las tenencias medias en acciones de la empresa eran de 83 millones de dólares. La compensación de los ejecutivos ha sobrepasado infinitamente las mejoras salariales promedio. En 1980, la compensación de los ejecutivos de las 350 empresas tope representaba aproximadamente 30 veces la paga típica de un trabajador, calcula el Economic Policy Institute, un centro de investigaciones de tendencia izquierdista. Ahora, esa ratio es casi de 300 a 1. (EL pico fue de casi 400-a-1 en 2000).
¿Qué obtiene la sociedad de esta abundante paga? No está claro en que medida ha mejorado el crecimiento económico, si es que lo ha mejorado. La dependencia de los ejecutivos de las acciones hasta podría haber perjudicado la recuperación, si las firmas redujeron la contratación y las inversiones para maximizar las ganancias a corto plazo y los precios de las acciones. La ascendente compensación de los ejecutivos ha alimentado una creciente desigualdad económica. Los ejecutivos y los gerentes más altos representan casi un tercio del 1 % más rico de los norteamericanos por ingresos, informa un estudio realizado por los economistas Jon Bakija, Adam Cole y Bardley Heim.
Que quede claro: No estoy en contra de los ejecutivos. En el curso de los años, conocí a muchos de ellos. Generalmente me parecieron inteligentes, bien informados y con los pies en la tierra. Pocos parecieron ser los almidonados personajes de los estereotipos. Por supuesto, promueven el interés de su corporación. Les pagan para hacer eso.
También es cierto que algunos ejecutivos son transformativos. Dan forma —o salvan— decisivamente a una empresa. En esta categoría, colocaría a Lee Iacocca de Chrysler, en los años 80; a Lou Gerstner de IBM, en los 90; y más recientemente a Steve Jacobs, de Apple, y Alan Mulally de Ford. Hay otros, entre ellos muchos ejecutivos que son fundadores de empresas. A menudo merecen altas remuneraciones.
Aún así, la mayoría de los ejecutivos no son tan heroicos ni influyentes. Muchos perecen estar compensados excesivamente a juzgar por dos pruebas de sentido común: Se les podría pagar menos y la mayoría aceptaría el trabajo de todas maneras; y muchos —si se los despidiera mañana— no podrían obtener un trabajo con una paga cercana a la actual.
La historia de este exceso en la remuneración es instructiva. Hasta los años 80, la mayoría de los ejecutivos eran escogidos dentro de la empresa. Eran ‘hombres de la organización’ que pasaban la mayor parte de sus carreras en una empresa y se identificaban con ella. ‘Se creaba la remuneración para el director ejecutivo teniendo como referencia el resto de la organización’, dice el profesor de Finanzas, Charles Elson, de la Universidad de Delaware. La remuneración de los ejecutivos no podía subir tanto sin antagonizar a otros miembros de la empresa.
Ese sistema suponía la superioridad de la administración norteamericana. Para fines de los años 70, esa premisa no podía sostenerse. La competencia japonesa amenazó muchas firmas norteamericanas. Las ganancias sufrieron. Las acciones quedaron a la zaga. A menudo se echó la culpa a los ejecutivos ‘afianzados’. Surgieron nuevas ideas administrativas. Las empresas no debían confinar la búsqueda de ejecutivos dentro de la firma. Los de afuera a menudo estaban más calificados. La compensación de los ejecutivos debía alinearse con los ‘intereses de los accionistas’ —debía pagarse más en acciones para que los ejecutivos persiguieran precios más altos.
Hasta cierto punto, fue una respuesta constructiva. Muchas empresas dormían en sus laureles y no eran competitivas. Necesitaban cambiar, incluso a costa de ocasionar trastornos. De lo contrario, no sobrevivirían.
Pero las nuevas teorías también produjeron excesos accidentales. Entre 1980 y 2000, los precios de las acciones aumentaron por un factor de 12. Poca parte de ese aumento fue debido a una mejor administración. Las causas más importantes fueron la caída de la inflación (y de las tasas de interés) y las largas expansiones económicas. Pero con más remuneración de los ejecutivos conectada a las acciones, muchos ejecutivos gozaron de enormes ganancias. Todo eso afectó las normas y las expectativas. La paga de los ejecutivos fue catapultada a un nivel mucho más alto.
Hemos quedado con un sistema que sigue su propia lógica peculiar. Como señala Elson, tiene un sesgo ascendente. Al evaluar a los ejecutivos, los directores de las empresas —a menudo también ejecutivos— confían en consultores de compensación que comparan niveles de remuneración con los de empresas ‘pares’.
Pero si la mayoría de los ejecutivos esperan que les paguen por lo menos el promedio de sus pares, entonces el promedio tenderá a subir. Otra justificación para los lucrativos paquetes salariales es que hay una ‘competencia de talentos’.
Las empresas deben pagar para conservar a sus estrellas. Eso es una simplificación. Los ejecutivos que tienen éxito en una empresa no pueden duplicar automáticamente su éxito en otra parte, porque las diferencias entre empresas son demasiado grandes. En realidad, a la mayoría de los ejecutivos se les paga tan bien que pueden irse en cualquier momento que lo deseen.
A los norteamericanos les desagradan las aristocracias. Si las empresas no pueden encontrar un sistema de remuneración más moderado, arriesgan una reacción negativa anticapitalista de la población. Ése es el peligro primordial. A pesar de todos los defectos del sistema actual, una regulación gubernamental de la remuneración —respondiendo a necesidades políticas y alimentando prejuicios populares— sería mucho peor.