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- 22/04/2021 00:00
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Lo que parecía una guerra de mucho más largo alcance en el fútbol europeo, comienza a mostrar sus primeros signos agónicos apenas un par de días después de haberse iniciado. La retirada en primer lugar de los seis equipos ingleses que la conformaban (Manchester City, Chelsea, Liverpool, Manchester United, Arsenal y Tottenham) seguida del Atlético de Madrid, Inter, Milán y finalmente Juventus, significa el golpe mortal. Este temprano abandono reduce el número de clubes fundadores a solo dos (Real Madrid y Barcelona; aunque el comunicado de la Juve es tan ambiguo que difícilmente podría saberse a qué alude).
Es decir, que apenas dos días después de haberse anunciado su nacimiento, la Superliga ha dejado de existir. Lo que se esperaba como un conflicto económico, deportivo y judicial de dimensiones incalculables, se ha convertido muy rápidamente en un poco de polvo y humo. La respuesta feroz en Inglaterra estremeció los cimientos de la propuesta. Me refiero a la respuesta por parte de hinchas, jugadores, viejas leyendas y políticos, que agredieron de diversos modos el proyecto de los ultramillonarios europeos del fútbol. Este martes, los hinchas del Chelsea que tenían un partido pendiente de la Premier League se hicieron sentir con cánticos obscenos en contra de Florentino Pérez, uno de los principales responsables y defensores del proyecto.
Pero desde antes de las intensas reacciones de los hinchas, ya el proyecto asomaba sus cojeras y debilidades. Las negativas de incorporarse a la Superliga por parte de clubes enormes como el Bayern Munich, debilitaba sus estructuras originales. Lo mismo puede decirse de un todopoderoso francés, como el PSG, que tampoco quiso entrar en el juego.
Tanto Nasser Al Khelaifi, como Karl Heinz Rummenigge, representantes de ambos clubes, rechazaron ser parte del proyecto, debilitándolo desde su propia raíz. Los dos finalistas más recientes de la Champions expresaron, así, sus dudas sobre la nueva competición y de paso dejaron clara su lealtad a la UEFA.
Pero no fueron los únicos. Pep Guardiola, entrenador del City, había criticado abiertamente el nuevo engendro, diciendo: “No es deporte cuando no hay relación entre esfuerzo y éxito. No es deporte si no importa si pierdes. He dicho muchas veces que quiero la mejor competición posible”. Guardiola se refería a que la Superliga pretendía (o todavía pretende en las incendiadas mentes de sus promotores supervivientes) erigirse en un torneo por invitación, en el que los 15 clubes principales no perderían jamás su posición privilegiada, abriendo un mínimo espacio anual a cinco equipos que se clasificarían, aunque nadie se tomó el trabajo de explicar cómo lo harían.
Y es que de manera evidente, el proyecto de la Superliga se presenta a sí mismo como un plan con todos los énfasis puestos en lo económico y no en lo deportivo. Pero no hace falta ser un genio matemático para darse cuenta de que se trataba de un proyecto que nacía con la expectativa de repartir una elevada cantidad de dinero a un número muchísimo más reducido de clubes. No es lo mismo repartir un millón entre 40, observando los méritos deportivos de cada cual, que repartir el mismo millón entre 12 sin tomar en consideración sus cualidades o éxitos en el campo.
Por ello, si algo es evidente, es que una Superliga, como la propuesta llevaría a niveles intolerables la desigualdad económica entre los clubes que participen y aquellos que no.
El espectáculo más grotesco del nacimiento fallido de la Superliga fue, sin duda, enfrentar las declaraciones de Florentino Pérez, presidente del Real Madrid y uno de los responsables del plan maestro.
El modo en que presentó a los 12 presidentes de los miembros de la Superliga como “salvadores del fútbol mundial” debería ser suficientemente vergonzoso para cualquiera. Ahora resulta que la codicia de los más ricos equivale a “evolución colectiva del deporte”. Que los más ricos ingresen más dinero no salva a nadie, más allá de sus propios, mezquinos, inmediatos intereses. Desde un discurso tan evidentemente codicioso se presentaron de manera descarada como la solución a un problema que en realidad no existe o está sobredimensionado.
La excusa perfecta de estos “benefactores del fútbol mundial” ha sido la covid-19. Pero no debemos olvidar que las primeras conversaciones respecto a una Superliga vienen desde bastante antes de la irrupción de la pandemia. Desde entonces, Florentino, junto a Gianni Agnelli, presidente de la Juve, argumentaban en favor de un torneo cerrado y exclusivista, que serviría como garantía de que los más ricos continuaran siéndolo sin necesidad de exponer méritos deportivos. Pérez y Agnelli lideraron un proyecto que se aceleró de manera combustible ante los números rojos derivados de la pandemia. Desafortunadamente para ellos, y afortunadamente para el fútbol, la hostilidad ante la nueva Superliga ha sido gigantesca.
Ya sabemos que la UEFA y la FIFA se oponen a los planes y que se ha advertido a todos los clubes implicados que corren el riesgo de ser expulsados de sus ligas nacionales, con sus jugadores excluidos del fútbol internacional. Para algunos, la punición es innecesaria y es muy posible que tengan razón.
El presidente de la UEFA, Aleksander Ceferin, había definido la Superliga de esta elocuente manera: “Nuestra competición [Liga de Campeones] es abierta. La Superliga es una competición cerrada (...) es una propuesta vergonzosa y egoísta. Es un escupitajo en la cara de todos los amantes del fútbol”.
El proyecto, según la UEFA, “se fundamenta en el interés propio de unos pocos clubes en un momento en el que la sociedad necesita más que nunca la solidaridad”.
Según algunas informaciones no comprobadas, el castigo para los clubes que intentaron la ruptura podría haber alcanzado entre 30 millones a 50 millones de euros procedentes de los derechos de televisión de la Champions, además de la prohibición de participar en competiciones nacionales o internacionales sancionadas por el organismo.
Por su parte, la FIFA expresó que “se mantiene firme a favor de la solidaridad en el fútbol y de un modelo de redistribución equitativa que pueda contribuir al desarrollo del fútbol como deporte, especialmente a nivel mundial, ya que el desarrollo del fútbol mundial es la misión principal” del organismo.
“Cualquier competición de fútbol, ya sea nacional, regional o mundial, debería reflejar siempre los principios fundamentales de solidaridad, inclusión, integridad y redistribución financiera equitativa”, indicó el organismo.
Y para terminar esta locura, nada mejor que las lúcidas palabras de Marcelo Bielsa, entrenador argentino del Leeds United, quien se expresó de este modo respecto a la Superliga: “Lo que le da salud a la competencia deportiva es el desarrollo de los débiles, no el exceso de crecimiento de los fuertes. La lógica que impera en el mundo, y el fútbol no está fuera de eso, es que los poderosos sean más ricos a costa de que el resto sea más pobre”. Y eso, claro está, no funciona.