Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 14/09/2019 02:00
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Jericó se encontraba frente a aquella marea de rostros que bramaba sin compasión.
—¡Pégale, Rafa! ¡Dale duro! ¡Pártele la cara al rarito! ¡Basura alienígena!
‘Otra vez', pensó Jericó, oprimido por el retumbar ansioso atrapado en su pecho. Confundido, buscó entre la multitud alguna mirada amiga mientras que la esperanza de salir bien librado de aquel embrollo, en que algunos de sus compañeros de clases lo habían metido por pura maldad, se escurría junto con el sudor de sus sienes.
Frente a Jericó estaba Rafa, amenazador, tres años mayor, corpulento y macizo. Resoplando con fuerza, se daba golpes en el pecho como un gorila marcando su dominio. Su objetivo era asustar a su oponente. Y, sin lugar a duda, lo había conseguido.
Rafa odiaba a Jericó, detestaba su apariencia y su forma de hablar. Sentía repudio por la piel escamosa y sin pigmentación, por sus delgados labios azules, y sus ojos de un gris tan claro que parecían de gato. Por su físico larguirucho y algo encorvado y su andar frágil y desanimado Jericó era diferente y eso a Rafa no le gustaba, no lograba comprender cómo habían permitido que una criatura alienígena viviera entre ellos como si fuera normal, como si fuera humano.
—¡Te voy a matar, basura! —gritó Rafa, listo para arrancarle la cabeza a su víctima.
El rugir de sus compañeros le animaba.
—¡Destrózalo! —gritaban—. ¡Pégale!
Intimidado, Jericó tragó en seco, y aunque estaba a punto de orinarse en los pantalones hizo su mayor esfuerzo para aparentar coraje. Armándose de valor, cerró ambos puños pocos segundos antes de recibir la embestida de Rafael Maximus, el gladiador estrella del Instituto Pedagógico.
Un vendaval de puñetazos se estrelló contra los pómulos, la mandíbula y las orejas de Jericó, tumbándolo contra el piso. No había forma de detener el asalto, ni campana que sirviera. La gente rogaba por más, más sangre, más dolor para el rarito. Aquella avalancha de golpes no era suficiente.
—¡Lánzalo! —gritaban—. ¡Arrástralo!
Y ante el rugido eufórico de la muchedumbre, Rafa, como un autómata, miró a su alrededor en busca de un arma, al parecer en el patio no había ninguna piedra que fuera lo suficientemente grande para satisfacerlo, así que tomó un ladrillo suelto de uno de los maceteros. Con él en la mano se volvió a lanzar sobre su víctima, sujetando el cuerpo abatido de Jericó con sus poderosas piernas. La víctima, con la cara ensangrentada y sintiéndose acorralado, miraba a Rafa con desesperación. ‘¿Acaso nadie hará nada?', pensó. ‘Rafa me va a matar'.
—¡Jericó! —gritó Lily. Él escuchó a su amiga por encima del rugir de la muchedumbre.
Jericó la vio, pero Matías, el mejor amigo de su atacante, la agarraba con fuerza mientras que ella luchaba por liberarse al mismo tiempo que pedía auxilio con desesperación, pero la cacofonía de la multitud ahogaba su súplica.
En ese instante apareció corriendo por la esquina del patio, Juan, el otro amigo de Jericó.
—Rafa —gritó Juan—. Escúchame. Baja el ladrillo.
Ignorando la petición, Rafa levantó el arma por encima de su cabeza ante el desesperado gruñido de su víctima y la bajó con todas sus fuerzas. Hubo un segundo de silencio…pero junto antes de que la arcilla endurecida tocara la piel escamosa de Jericó, una energía invisible lanzó a Rafa lejos, dejándolo aturdido sobre la grama.
La ira de la turba se apagó en el silencio. Nadie podía creer lo que había ocurrido. ¿Jericó lanzó a Rafa sin tocarlo? Se preguntaban. ¿Jericó hizo esto?
—Viene Alvarado —advirtió en un susurro Fermín.
Aún atónitos ante lo ocurrido, nadie movió un músculo. Fermín tuvo que gritarlo para hacerlos reaccionar. Entonces todos se dieron a la fuga, mientras que Juan y Lily ayudaban a su amigo a levantarse.
—Jericó Hunter, ¿qué ha ocurrido aquí? —preguntó el profesor Alvarado.
El atardecer cayó, Jericó y Brandon, su padre adoptivo, no hablaron durante la hora del viaje de regreso a casa, algo poco usual entre los dos, ya que solían compartir lo ocurrido en el día. Ya era de noche cuando Brandon estacionó el auto en el garaje, y la luna había sido cubierta por un manto de nubes grises y destellos fugaces. Tan pronto Jericó tiró la puerta del auto, corrió a su habitación. Brandon, sin perder la calma, tomó su maletín, entró a casa y fue tras de él.
—Tenemos que hablar —lo abordó Brandon, quedándose de pie junto a la puerta.
—¿Sobre qué? —preguntó Jericó al tiempo que encendía la lámpara junto a su cama.
—¿Quién te hizo esto? —preguntó Brandon.
—¡¿Qué importa?! —respondió él, tirándose sobre la cama—. Mañana todo será igual.
—Oíste lo que dijo el director Balbuena —le recordó Brandon—. Te van a suspender si no dices quién te hizo esto. Piensan que tú lo provocaste.
—¿Y tú les crees? —replicó Jericó, dejando salir un suspiro—. No harán nada. Ni Balbuena, ni tú, ni nadie. Da igual.
—Jericó…
—Es la verdad —interrumpió—. Nunca hacen nada. No ven nada. No prestan atención. No soy al único al que le pasa esto en la escuela, pero sí soy al que más le pasa.
—Hijo, —lo animó Brandon, sentándose a su lado—, no estás solo. Esto lo podemos cambiar, tú y yo. La escuela tampoco fue la mejor etapa de mi vida.
Cubriéndose los ojos con ambas manos, Jericó emitió un pequeño gruñido y luego arguyó:
—Le doy asco a Balbuena, veo como me mira. Él es igual que los demás. Sabe lo que ocurre, pero lo permite.
—Jericó —añadió Brandon—, sé que no ha sido fácil para ti.
—¿Lo sabes? —preguntó Jericó, mientras conectaba sus audífonos al celular—. ¿Qué sabes?
—Escúchame…
—¡No sabes nada! —respondió Jericó—. No es a ti al que miran con desprecio. No te toman fotos, no te siguen reporteros. No te gritan cosas en la calle, no te hacen esto. Todos los días lo mismo, donde vaya. ¡Estoy harto!
—Jericó…
—Si me hubieras dejado morir en ese incendio… —susurró Jericó con lágrimas en los ojos.
Esas palabras perforaron el pecho de Brandon.
—Si me dices quién te golpeó —le aseguró Brandon—, iré a la policía, haré que encierren a los que te hicieron esto…
—No quiero estar aquí —confesó Jericó con cierta desesperación—. No pertenezco a este lugar, a tu mundo. ¿De dónde vengo, Brandon?
—Ya hemos hablado de esto…
—Tiene que haber alguna forma de saberlo —suplicó Jericó—. Quién soy en realidad, a dónde pertenezco.
—Hijo…
—¡Tú no eres mi padre! —interrumpió Jericó—. Tú trabajaste con ellos. Eras uno de ellos. Deben saber algo…
—Jericó —respondió Brandon, con un tono suave—, hijo, ya te he dicho que no hubo forma de averiguarlo. El incendio y la explosión destruyeron todo.
Los ojos de Jericó contenían un anhelo desesperado, un grito silencioso que nada ni nadie podía callar. Brandon lo sabía, pero nada podía hacer.
—Estoy aquí para ti, Jericó —Brandon le recordó.
—Da igual —dijo Jericó, sollozando—. No eres mi papá, no tienes que hacer nada por mí.
Dando media vuelta, Jericó subió el volumen de sus audífonos y se colocó una almohada sobre la cabeza.
—¿Estás bien? —Lily escribió un mensaje por Whatsapp a eso de las 11:30 p.m.
—Creo —respondió Jericó, algo atontado de tanto pensar, mientras miraba como la lluvia golpeaba la ventana con fuerza.
—¿Por qué no quieres que Juan y yo digamos lo que pasó?
—¡NO! Si lo hacen, Rafa irá tras de ustedes. Nada va a cambiar.
—Jeri, tenemos que decirle a la policía. Rafa casi te mata.
Jericó leyó cada palabra del mensaje, pero no respondió. Un repentino escalofrío que le recorrió todo el cuerpo lo distrajo. Y justo en ese instante creyó escuchar un susurro.
Agnorak.
Jericó no entendió lo significaba esa palabra, y no estaba del todo seguro de dónde procedía, pero sí sabía con certeza que la voz fue real y que le habló a él. Soltó el celular sobre la cama, se colocó frente a la ventana, mientras la lluvia y los relámpagos atraían su atención. Casi hipnotizado por los poderosos destellos de luz, Jericó cerró los ojos, tocó el vidrio con ambas manos sintiendo cómo el frío refrescaba sus palmas. Sintió las pequeñas vibraciones causadas por el golpecito de los cientos de gotas de lluvia, y aunque tenía los ojos cerrados, los fulminantes destellos traspasaban sus párpados.
Agnorak.
—¿Quién eres? —susurró Jericó. El vidrio vibró con más fuerza. Jericó permitió que todo su cuerpo se conectara con aquel estremecimiento hasta que la ventana se abrió de par en par por sí sola.
Agnorak.
Un impulso se apoderó de su cuerpo y su mente. Jericó sabía lo que tenía que hacer. ‘Me habla a mí', pensó. ‘Lo sé'.
—Voy.
Se puso su chaqueta impermeable y sus zapatillas, agarró una linterna, y Jericó salió por la ventana. Corrió bajo la lluvia atravesando las calles desiertas de su vecindario, deshilando su tristeza con cada pisada.
Avanzó corriendo y dejando la angustia atrás. De pronto comenzó a reír mientras la lluvia le golpeaba el rostro. Riendo como un niño, saltaba de charco en charco descubriendo la felicidad del presente, de lo inesperado. Y corrió y corrió mientras todos dormían, rió y corrió sin mirar a dónde, corrió con el corazón empapado de lluvia, de la brisa y del trueno. No tenía miedo. No había nada que temer.
AUTOR
‘Otro trastorno: es solitario. El periodista anda solo, porque en su solitariedad es que se conjura la semilla de la ignorancia. Uno va al grupo a validar, a enriquecer, a investigar… A contextualizar.
JIRAC CARO
Autor
Nació el 20 de noviembre de 1980 en la Ciudad de Panamá.
Licenciado en Mercadeo con énfasis en Producción de Video.
Actor de teatro por vocación desde 2008, con más de 20 obras teatrales en su haber. Amante de la literatura juvenil y del cine de ciencia ficción, fantasía y terror.