Lluvia negra

Actualizado
  • 03/08/2024 23:00
Creado
  • 02/08/2024 18:49
Setenta y nueve años después parece extraño, como mínimo, esta intolerancia, pero vale la pena recordar que los norteamericanos, quienes probaron los efectos de la irradiación en sus soldados, hicieron de Japón un laboratorio a gran escala tanto de la población como del lugar

«Al ser los primeros en usarlo, adoptamos un estándar ético común a los bárbaros de la Edad Media. No me enseñaron a hacer la guerra de esa manera, y las guerras no se pueden ganar destruyendo mujeres y niños». Almirante William Leahy. «I was there», Autobiografía 1950.

Japón es el único país en la actualidad que ha visto a su población e infraestructuras destruidas por dos explosiones atómicas en su territorio, en menos de una semana. En agosto de 1945 dos bombas atómicas: Little boy por fisión de uranio y Fatman por implosión de plutonio, devastaron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki con un saldo de 129,000 a 226,000 muertos al momento de las explosiones y miles más durante años por los efectos de la radioactividad. Un evento de esta magnitud deja marcas, no solo en la psique de los sobrevivientes, sino además en el cuerpo a mediano y largo plazo. En Japón a dichas personas se les conoce como hibakusha —sobreviviente de la bomba o persona afectada por la explosión—, convertidos en parias porque padecían «la enfermedad de la bomba» así que se vieron obligados a emigrar a otras provincias para mantener en secreto el hecho que consideraban vergonzoso y estigmatizante ante la sociedad.

Un poco de historia

Setenta y nueve años después parece extraño, como mínimo, esta intolerancia, pero vale la pena recordar que los norteamericanos, quienes probaron los efectos de la irradiación en sus soldados, hicieron de Japón un laboratorio a gran escala tanto de la población como del lugar, pues en esa época se pensaba que ambas ciudades quedarían convertidas en páramos por siempre.

Los más cercanos al hipocentro fueron desintegrados al instante, a mayor distancia quemaduras de tercer o segundo grado dificultaban por parte de familiares reconocer a sus parientes, muchos murieron a los pocos meses o años, los sobrevivientes quedaron con marcas tanto en el cuerpo como en la psique. Dos años después de las explosiones la leucemia era la causa de muerte común en ambas ciudades, la irradiación los dañó a nivel molecular, aunque también aparecieron cánceres del tipo tumoral. Los diversos estudios comprobaron que las personas sobrevivientes tenían cinco veces más probabilidades de desarrollar algún tipo de cáncer. ¿Cómo no querer esconderse y alejarse de familiares y conocidos?, esta «enfermedad» los marcaba, tanto así que muchas de las mujeres entrevistadas, expresaban miedo de tener hijos y heredarles sus dolencias.

Testigos de la historia

Con el inicio de la construcción del Museo Memorial de la Paz de Hiroshima en 1951 —Obra del famoso arquitecto Kenzo Tange— e inaugurado cuatro años más tarde, las organizaciones de sobrevivientes tomaron fuerza y consiguieron que en 1957 el Estado Japonés les reconociese como afectados por el bombardeo y promulgara una ley que les brindase atención médica gratuita, y con el pasar del tiempo se fueron añadiendo otras reparaciones

El estigma comenzó a desaparecer y los afectados se ofrecieron a tener conversatorios y exponer sus experiencias al público que visitaba el museo, tal vez el más famoso es Nakazawa Keiji, quien escribió el cómic Yo lo vi (Ore wa mita, 1972), una autobiografía de cuarenta y ocho páginas, que más tarde se convertiría en el seriado de siete volúmenes Pies descalzos (Hadashi no Gen, 1973-1987).

En 2018 tuvimos la oportunidad de escuchar la experiencia de la Sra. Kishida Hiroko en el Museo Memorial de la Paz de Hiroshima, quien al momento de la explosión solo tenía seis años, una charla sencilla pero impactante. Actualmente y gracias a los medios digitales es posible llegar a conocer las cosas terribles por las que pasaron estas personas. Nos permitimos recomendar dos audiovisuales que son la excelente Lluvia negra (Kuroi ame, 1989) del legendario Imamura Shohei y el documental Luz blanca, lluvia negra (White Light/Black Rain: The Destruction of Hiroshima and Nagasaki, 2007) de Steven Okazaki.

En la actualidad

En 2020 se estimaba que quedaban más o menos ciento treinta y seis mil sobrevivientes y aunque el número parece grande, debemos recordar que muchos de ellos ya tenían en aquel momento una edad que hoy los coloca en las ocho décadas de existencia como mínimo. Aunque ahora hay muchas entrevistas grabadas en video la pregunta que todos se hacen es ¿qué pasará cuando la última de sus voces se apague? Así lo expuso en una entrevista a la cadena NHK en 2020 Wada Masako: «Tengo mucho miedo de imaginar un mundo en el que los hibakusha, que pueden hablar de sus experiencias, se hayan ido... Cada vez que pienso en perderlos, siento ganas de llorar...».

Y es aquí cuando el ingenio humano hace gala de lo bien que se pueden hacer las cosas si existe voluntad. La ciudad de Hiroshima inauguró el programa «Herederos», para pasar los testimonios de cada uno de los hibakusha que se ha atrevido a hablar a otra persona, quien se encargará de mantener vivo el relato, porque consideran que es precisamente el factor humano, la empatía que podemos sentir y transmitir a otras personas lo que logra que nos identifiquemos con el interlocutor, —a diferencia de una reproducción de video—.

La política militar de la «Destrucción mutua Asegurada» cuyas siglas en inglés la explican muy bien MAD —Loco, demente, chiflado—, establecida en 1962, la que expresa y explica que un ataque nuclear a un país que pueda responder de la misma forma, garantiza la aniquilación completa, no solo de los países en guerra, sino de la raza humana en su totalidad, puesto que las partículas radioactivas viajarían con las corrientes de aire y el invierno nuclear cubriría el globo bajando las temperaturas, y afectando cosechas, animales y humanos. Quiero pensar que las lecciones aprendidas con el sufrimiento de Hiroshima y Nagasaki no han sido en vano como lo dijo Sting en su canción Russians de 1985: «¿Cómo puedo salvar a mi hijo del mortal juguete de Oppenheimer?... No existe una guerra que se pueda ganar, es una mentira que ya no nos creemos».

Rolando José Rodríguez De León, doctor en Comunicación Audiovisual y vicedecano de la Facultad de Arquitectura y Diseño.

Lo Nuevo
Suscribirte a las notificaciones