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La mística en la trayectoria cívica y moral de Carlos Iván Zúñiga Guardia
- 20/07/2024 00:00
- 19/07/2024 19:47
Hacer una semblanza de alguien que hasta hace poco tiempo ha compartido con nosotros una vida de amor, de luchas y sacrificios, no es fácil; sin embargo, es reconfortante porque se avivan los recuerdos para estar en los momentos más destacados de esos viejos tiempos históricos, familiares, queridos e inolvidables.
Carlos Iván Zúñiga Guardia, mi esposo por más de sesenta años, es como la palabra que va caminando por el viento. Es el personaje que en su propia senda fue magia y reciedumbre, espíritu, cuerpo y vivencia. Su vida extensa no era sólo de él, era la nuestra que desde muy jóvenes compartimos. A la edad de diecinueve años, en una verbena juvenil en el Instituto Nacional, nos vimos en centelleos de luz, él me regalaba un clavel y yo lo recibía para guardarlo en mi corazón.
Su existencia, antes de conocerlo, se desarrollaba en Penonomé, lugar lleno de tradiciones conservadoras que le proporcionaron una educación colmada de historia y de valores morales.
Nació en ese mismo Penonomé el 1 de enero de 1926. Sus padres fueron Olivia Guardia Ruiz, de rancia familia coclesana, y Federico Zúñiga Feliú, oriundo de Honduras y nacionalizado panameño; ambos, educadores que combinaron sus raíces para forjar el sin par matrimonio. Su padrino de bautizo fue el doctor Octavio Méndez Pereira, amigo personal de sus progenitores.
Ocho hijos constituyeron el hogar Zúñiga Guardia, donde Carlos Iván ocupaba el séptimo lugar. Los primeros años de su existencia fueron felices porque compartía la vida con una familia numerosa donde hermanos, padres, abuelos y tíos maternos llenaban su vida pueblerina y religiosa. Cursó su primaria en la Escuela Simeón C. Conte. Se distinguió por su inteligencia y dedicación y en una oportunidad, en sexto grado, se le nombró presidente de la Sociedad Bolivariana de estudiantes del plantel. Su admiración y orgullo por la vida de Simón Bolívar fue tan profunda, que siempre exaltó la personalidad del Libertador en conferencias y escritos, motivo suficiente para que, muchos años después lo invitaran a ser miembro de la Sociedad Bolivariana de Panamá.
A los ocho años de edad, la felicidad fue truncada por el fallecimiento de su querido padre, triste experiencia que lo dejó sumido en un eterno duelo. Ese acontecimiento selló su vida meditativa y solitaria sólo consolada por su madre y sus hermanos. Tal vez en ese instante una especie de mística rodeó su caminar. Un niño con alma de adulto que cambiaba su andar de juegos por la vida de actuaciones idealizadas y serias. Un niño con alma de viejo, razonador y pensativo, cuyas observaciones y palabras cargadas de contenido, sorprendían a los suyos. Me atrevo a describirlo con las palabras de Roveda: “Su misticismo fue musa eterna de ensimismamiento y rezo silente musitado en el ámbito de la soledad o en el escenario quedo y deshabitado de la Naturaleza”.
Entre sus vivencias penonomeñas estuvieron las inquietudes religiosas hasta convertirse en Sacristán Mayor de la Iglesia San Juan Bautista de su pueblo.
Transitar por el sendero existencial de personajes especiales como Carlos Iván es como ir de la mano de un descubridor de tesoros y de inusitadas experiencias, una de tantas fue al practicar la vida de sacristán, esa, de subir las torres, de tocar campanas, de ayudar a los sacerdotes en misas, procesiones, entierros y ceremonias; otra, como contaba su hermano Pablo Alonso, que cuando siendo pequeño, preocupado por los trabajadores sedientos que construían la carretera de cemento frente a su casa en Penonomé, se condolía de ellos y les brindaba agua. Alonso expresaba que esa conducta no era propia de un niño y concuerdo con él, porque era imposible intuir que un niño de diez años, sin que nadie se lo aconsejara, pudiera anidar en su ser sentimientos de solidaridad. Inquietud poco común que fue tan admirada por el jefe de la cuadrilla, al punto que lo nombró pinche o aguatero de la carretera en construcción. Al principio era un ayudante desinteresado y después, un niño trabajador. Ese nombramiento fue su primer empleo, sin buscarlo, pero era un regalo del Señor. Fueron cincuenta centésimos diarios, que sirvieron para alistarse después en el viaje de estudios a la Escuela Normal Juan Demóstenes Arosemena en la ciudad de Santiago de Veraguas. Cada conducta solidaria admirada posteriormente, acrisoló su alma y constituyó marcados hitos en su existir.
La trayectoria espiritual y educativa de Carlos Iván la guiaron sus padres. Su progenitor, en una ocasión, al regalarle su primer libro de lectura le escribió, “hijo, en la lectura y el trabajo encontrarás las mejores enseñanzas y el éxito en la vida”. Su madre en otro momento, le expresó, “hijo mío, si cuando joven tienes un trabajo esforzado, no te preocupes, porque cuando seas mayor, tendrás tu recompensa, porque donde hay sacrificio encontrarás beneficio”. Eso le valió que al jubilarse lo incluyeran como trabajador de los primeros cotizantes del Seguro y le reconocieran lo merecido. Todas enseñanzas fueron sencillas, pero aleccionadoras.
Otro guía fue el padre José Antonio Rabanal Castrillo, sacerdote español quién lo condujo por los senderos del estudio. Sus lecturas desde esa época fueron las obras clásicas. Además, el sacerdote lo inició junto con otros muchachos en el conocimiento de la Guerra Civil Española. Les hablaba de esa contienda y organizó el grupo frente a un mapa de España donde los dos bandos contrarios, republicanos y fascistas, leales y rebeldes, seguían los combates, marcándolos sobre un mapa de España. Carlos Iván, a la sazón de once años de edad, fue nombrado como el General Miaja, republicano y defensor de Madrid. Vivía su papel de General de carrera, infranqueable y el día que perdió y cayó Madrid, recibió una gran “pelonera” de sus contrarios. Él contaba: “no sé si lloré por la pelonera o por la caída de mi bastión, Madrid”. Fue una motivación y experiencia educativa dada por su guía espiritual el párroco Rabanal que lo llevó a cultivar su mística como un deseo de lucha a lo largo de su agitada existencia.
A los catorce años, en 1940, viajó a proseguir sus estudios en la Normal de Santiago, dejó su hogar y a su madre querida. Contaba que, montado en un destartalado camión, su despedida fue triste, pero sabía que su preparación académica era necesaria. Allá, por ese paso del destino, se encontró nuevamente con el padre Rabanal, que había sido trasladado a la Diócesis de Santiago. El adolescente aún novato en el colegio y extrañando a los suyos, visita al sacerdote en su iglesia. El encuentro fue grandioso: el padre lo ve y en alta voz expresa: “Hijo mío”, le da un abrazo de padre espiritual y él, conmovido, se llena de emoción. Recuerdo cuando muchos años después de casados, me contó ese encuentro; como esposa, madre y compañera, no pude menos que emocionarme igualmente, tal vez en forma tardía pero solidaria. Todas estas experiencias iban llenando el ánfora de sus pasos.
Los estudios de primer ciclo los combinó entre la Normal de Santiago y el Instituto Nacional. Su segundo ciclo lo realizó en ese Instituto donde fue alumno de grandes maestros como Rafael Moscote, Ismael García, Luisita Aguilera, Augusta Ayala, Cirilo J. Martínez, Ángel López Casís, Pedro Campana, Luis Salvat, Madam Latham, Américo Valero y otros. Se afilió a la sociedad Mateo Iturralde, y después, a la Asociación Federada valiente, ayudó con su sensitiva y propia conducta, a que los ideales del panameño surgieran de nuevo. Ese momento fue un hito en la historia de nuestra Nación y un sacudimiento espiritual, patriótico y moral. Ingredientes principales en la mística de Carlos Iván, entendiéndose como tal “un entusiasmo que se pone en ciertas actividades, idealización y carácter absoluto que se da a una ideología, doctrina o actuación” y que además lo experimentan aquellos seres espirituales que se compenetran y caminan en pos de ideales profundos y religiosos para unirse al Señor. Expresado en forma exquisita, “...entendía que Dios no se contenta con palabras pensamientos y con estáticas contemplaciones, quiere obras que busquen la perfección moral de la especie y que acrecienten en el alma la dicha de sentir ese gozo supremo que da la presencia real de la divinidad.”
En 1948 viajó a México como delegado de la Federación de Estudiantes, a un Congreso que le resultó altamente provechoso por las enseñanzas y relaciones políticas, sociales y literarias que adquirió.
Primera entrega publicado en Testimonio de una Época, volumen I, junio 2009, págs. xi-xiv.