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- 30/06/2024 01:00
- 29/06/2024 16:58
Recuerdo la limpieza y amplitud de las superficies pulidas y doradas; el casco corto y ajustado donde quizás anidó un penacho. La nariguera como una enorme media luna. La placa repujada, reluciente y levantada, que rodeaba el cuello para cruzarse con un collar y un pectoral que atrapaban misteriosas figurillas con alas extendidas, casi al vuelo. Recuerdo el cinturón ancho abrazando al maniquí por la cintura de la que colgaba un taparrabo cuadrangular de oro, así como de oro eran también los brazaletes, las bandas en los antebrazos, muslos y pantorrillas. Estaba frente al ajuar nobiliario de un cacique panameño de Veraguas: la pieza estrella e inolvidable del Pabellón del Vaticano en la Exposición Universal de Sevilla en 1992. Y, ansioso, me preguntaba: ¿Por qué no está en el Pabellón de Panamá?
Desde mediados del siglo XIX hasta inicios del XX se hicieron importantes hallazgos arqueológicos en nuestro país, especialmente en la provincia de Chiriquí y en el centro del istmo. Sin embargo, la mayoría de estos artefactos, verdaderos tesoros culturales y artísticos, fueron sustraídos del país y terminaron en colecciones privadas y museos en Estados Unidos y Europa. Incluso algunos se han puesto a la venta en los últimos años en subastas en París o Berlín. ¿Cómo son estos importantes artefactos? ¿A qué culturas pertenecían? ¿Podremos alguna vez recuperarlos?
Una parte importante de nuestro patrimonio cultural y arqueológico empezó a desperdigarse por el hemisferio norte a partir la segunda parte del siglo XIX. Con la fiebre del oro en California y la consecuente construcción del ferrocarril transístmico, no solo pasaron por Panamá soñadores y ambiciosos transeúntes, sino también viajeros sin escrúpulos que vieron la oportunidad de enriquecerse con el tráfico de artefactos precolombinos provenientes sobre todo de Chiriquí. La sustracción de piezas históricas, artísticas y culturales fue parte de la política colonial de expoliación que los europeos comenzaron a inicios del siglo XIX y estaba ligada a la dominación militar de territorios en África, Asia e India por parte de Gran Bretaña y Francia. Esta expoliación también incluyó culturas europeas, siendo el ejemplo más famoso el de los frisos del Partenón (llamados también los Elgin Marbles “en honor” al noble inglés que los sustrajo), desmontados del templo durante la ocupación turca de Grecia y que se exhiben en la sala más visitada del British Museum en Londres.
Las piezas arqueológicas sustraídas de nuestro istmo en el siglo XIX son difíciles de rastrear por la falta de documentación y del anonimato de los coleccionistas. Es por ello imposible determinar dónde estaban exactamente los lugares de excavación y la situación de estos yacimientos arqueológicos en ese momento. De acuerdo con las publicaciones de Richard Cooke, Carlos Fitzgerald y Tomás Mendizábal, la gran mayoría de estas piezas eran de orfebrería y cerámica y provenían del occidente del istmo (“Chiriquí”). Una de las consecuencias más devastadoras de la huaquería (excavaciones ilegales de tumbas precolombinas) ha sido la destrucción de las huellas y evidencias que nos ayudarían a reconstruir nuestra historia.
En el siglo XX, después de los hallazgos de El Caño y Sitio Conte (en la provincia de Coclé) entre 1925 y 1931, especialmente después de las publicaciones sobre Sitio Conte por la Universidad de Harvard entre 1937 y 1941, se disparó la huaquería con la demanda adquisitiva de los estadounidenses residentes en la antigua Zona del Canal. Posteriormente, hasta los años sesenta, esta práctica ilícita aumentó especialmente en las provincias de Chiriquí, Veraguas y la región de Azuero, junto al tráfico ilícito, local e internacional, de artefactos arqueológicos. En los setenta y ochenta, los militares panameños se unieron a este sistema de tráfico, particularmente los jefes de zonas militares, y a pesar de los esfuerzos de la célebre etnógrafa y antropóloga Reina Torres de Araúz por detenerlo.
Actualmente, nuestro patrimonio cultural y arqueológico se encuentra en los grandes museos de Estados Unidos y Europa: en el Vaticano, en el Metropolitan y el American Museum of Natural History de Nueva York, en el National Museum of the American Indian del Smithsonian y en Dumbarton Oaks en Washington D.C., en el Penn Museum de Philadelphia University, en el Museum of Fine Arts de Boston, en los museos de Harvard y Yale, y en instituciones de Chicago, Cleveland, Atlanta, Dallas, Houston y Los Ángeles, entre otros.
También existen colecciones importantes en el World Cultures Museum de Gotemburgo en Suecia, en el museo de antropología Quay de Branly en París, o en museos de Hamburgo, Bruselas y Barcelona, así como en el Museo de América en Madrid. En algunos museos hay conjuntos de piezas del mismo sitio arqueológico o de un mismo tipo de material; por ejemplo, la importante colección de orfebrería del Metropolitan Museum, así como una más pequeña en el American Museum of Natural History, ambos en Nueva York. En el parisino Quay Branly hay piezas de Tonosí (Azuero), artefactos de Playa Venado en Dumbarton, y del golfo de Panamá y Darién en Suecia.
“El sitio arqueológico de El Caño, ubicado en el distrito de Natá, en la provincia de Coclé, a unos 175 km. de la ciudad de Panamá, es uno de los yacimientos emblemáticos para entender la arqueología de nuestro país y de la región. Este extenso yacimiento, que nunca ha sido delimitado con precisión, hace parte de un sistema de asentamientos precolombinos que cubría las llanuras de la cuenca del Río Grande de Coclé. No hay registros del nombre original de este sitio ni de sus habitantes, aunque sabemos que sus constructores pertenecían a grupos agrícolas sedentarios, autóctonos del istmo, lingüística y genéticamente emparentados con los buglé”, escribe el arqueólogo Carlos Fitzgerald en su ensayo de investigación y análisis sobre la historia de El Caño, titulado “Memorias necesarias”. Este esclarecedor texto sobre el segundo sitio arqueológico más importante en nuestro istmo después del vecino Sitio Conte, fue publicado en el número 169 de la revista Tareas en julio de 2023.
Hace unas semanas, el Ministerio de Cultura presentó en la antigua sede del Ministerio de Gobierno, en el edificio del Teatro Nacional, una pequeña exposición de espléndidas piezas de orfebrería y cerámica excavadas en los últimos años en El Caño, como parte de las actividades del mes internacional de los museos, uno de los últimos grandes aciertos de la gestión de la saliente ministra de cultura Giselle González Villarrué. A propósito de esta reciente muestra, nos parece relevante el texto de Fitzgerald, quien nos relata la desconocida historia de la temprana expoliación de este sitio arqueológico: “El Caño fue originalmente excavado en 1925 por un inescrupuloso explorador británico, Alpheus Hyatt Verrill, vinculado a la Fundación Heye de Nueva York, quien vendió sus colecciones a museos estadounidenses. Hoy la mayoría de la colección está en el Instituto Smithsonian de Washington, en los fondos del National Museum of the American Indian. Se destacan las esculturas de piedra en forma de columna (entre talladas y sencillas, se excavaron cerca de 130 columnas y piezas talladas) y la cerámica polícroma decorada en los estilos Conte y Macaracas”. La mayor parte de estos artefactos sustraídos nunca se han exhibido y se encuentran en bodegas del Instituto Smithsonian en Maryland.
Mañana lunes, 1 de julio, con la toma de posesión del nuevo gobierno, nos encontramos con la oportunidad de establecer una política cultural y diplomática que nos ayude a gestionar y recobrar nuestro patrimonio cultural y arqueológico en el extranjero. El año pasado, Nigeria logró que Alemania restituyera una parte de los Bronces de Benín, piezas históricas y artísticas robadas por potencias europeas del Palacio del Reino de Benín a fines del siglo XIX. A casi cien años del saqueo de El Caño, se hace esencial recordar y recobrar nuestros tesoros históricos para destacar la importancia y sofisticación de nuestras antiguas culturas, que nos siguen asombrando después de 3,000 años de creación artística en Panamá.
Dedicado a la memoria de Ismenia Bernal Vda. de Fitzgerald.