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Vacunación anti-covid en California y... recuerdos similares en Calidonia
- 14/03/2021 00:00
- 14/03/2021 00:00
El 1 de marzo recibí la primera dosis de la vacuna contra la covid-19 en uno de los edificios de la prestigiosa organización hospitalaria de Kaiser Permanente con sede en la ciudad de Oakland, California, la cual opera en EE.UU. con más de 200,000 empleados. Mi cita era a las 5:00 de la tarde. Llegué una hora antes. La fila era larguísima. En las aceras de la vía pública se extendía por más de manzana y media, y al llegar al lote adyacente al edificio donde se administraba la vacuna, la fila se enrollaba como un enorme laberinto humano. Avanzaba con lentitud y solemnidad. Todos con mascarillas protectoras, todos observando estrictamente el distanciamiento físico. Algunos en sillas de ruedas, acompañados de familiares. Parte de las instalaciones improvisadas para vacunar consistían en grandes tiendas de campaña, construidas para el programa nacional de vacunación contra la pandemia.
Me atendieron a las 6:00, dos horas después de llegar a la cita programada. Al quitarme la camisa para recibir la inyección, le dije a la joven enfermera que me atendía: “Ustedes están muy ocupadas, tienen demasiado trabajo”. A lo que ella me respondió: “Siempre es así”. Yo le comenté: “Lo sé, porque nuestra hija, a quien por el riesgo actual de su profesión casi no podemos ver, se siente exhausta. Ella es enfermera y trabaja en la sala de urgencias del edificio principal de Kaiser”. La joven me preguntó entonces: “Y, ¿cómo se llama su hija?” Le contesté: “Juana Inés Rodríguez”. “¿Juanita?”, me respondió. “¡Es amiguísima mía!”. Me dijo su nombre, Arian Brackett, y decidió que debíamos tomarnos una foto. Lo hice todavía en camiseta. Después de recibir la vacuna. Arian llamó entonces a otra compañera de nombre Julie y le dijo: “¡Este es el papá de Juanita!”. Julie se comunicó con Jen, otra enfermera, quien al enterarse me dijo: “Venga conmigo, por favor”, y me condujo a otra sala hospitalaria donde anunció: “¡El señor es el papá de Juanita!”. Allí conocí brevemente a Lisa, Pinki, Francis, Chris y a otros enfermeros y enfermeras. Entonces me felicitaron y comentaron: “Juanita es una excelente enfermera”.
El comentario anterior me llenó de orgullo. Igual reacción tuvo mi esposa Catherine cuando le conté lo ocurrido. Esto también me hizo recordar a mi madre, Prudencia Nieto de Rodríguez, enfermera jefa de la sección F del hospital Santo Tomás, uno de los “ángeles blancos” de esa venerable institución, a quien, tanto en el hospital como en nuestro vecindario de Calidonia en Panamá, cariñosamente llamaban “Miss Pura” o “Miss Purita”. Cuando el Santo Tomás inició operaciones en 1924, diez años después de inaugurado el Canal de Panamá, incluía en su personal docente a doctores y enfermeras estadounidenses. De allí posiblemente proviene la vieja costumbre panameña de dirigirse a nuestras enfermeras con el calificativo de “Miss”.
La sección F del Santo Tomás, conocido como “el Hospital del Pueblo”, era, según recuerdo, el pabellón pediátrico para niños afectados por enfermedades contagiosas. Fue una de las secciones hospitalarias principales que tuvo que enfrentarse a la terrible epidemia de poliomielitis que azotó a nuestro país y al mundo en los inicios de la década de 1950. Comparativamente, la epidemia de la polio no alcanzó los niveles de mortalidad de la covid-19 en la actualidad, pero tenía otro agravante, y era que atacaba principalmente a los niños. Algunos de sus síntomas eran igualmente devastadores. Fue la enfermedad contagiosa de la niñez más temida del siglo pasado. Se conocía con el nombre de “parálisis infantil” o simplemente “polio”. En su obra Patenting the Sun: Polio and the Salk Vaccine, Jane S. Smith describe el progreso de la enfermedad de esta manera: Al principio los síntomas eran leves, un pequeño resfriado, dolor de cabeza, algo de fiebre. Luego se escuchaba el débil sonido de un pequeño cuerpo que se desplomaba y el grito de un niño pidiendo auxilio, “no me puedo mover... no puedo levantar la cabeza...” Y después... brazos y piernas retorcidos. Pero el sonido más aterrador era el de la asfixia producida por pulmones que dejaban de funcionar, el de la garganta atragantada, seguido de un cuerpecito desfallecido, amoratado y frío.
La epidemia de la polio se atribuyó a la falta de higiene. Las medidas de sanidad tomadas por el Gobierno panameño para combatir el virus fueron drásticas, sobre todo en los barrios pobres como el de Calidonia, donde viví mi niñez. El personal de Salud Pública llegaba con camiones a arrasar con todo lo que tuviera visos de contaminación. No se aceptaban excusas ni protestas. Eventualmente, la epidemia comenzó a controlarse después de que el Dr. Jonas Salk, en Estados Unidos, desarrollara la primera vacuna contra el virus de la polio en 1954. En los siguientes cuatro años se inyectaron 450 millones de dosis alrededor del mundo, hasta que en 1960, Albert Sabin desarrolló una vacuna antipoliomielítica administrada por la vía oral que reemplazó a la vacuna original. Hoy la polio ha sido erradicada como enfermedad endémica, excepto en dos o tres países donde el denominador común es la pobreza extrema.
Al igual que con la pandemia actual de la covid-19, durante la lucha contra el virus de la polio en el siglo pasado, fue el personal médico y, sobre todo, el cuerpo de enfermeras el que se enfrentó con heroísmo a combatir estas enfermedades. Entonces, como ahora, era una tarea ardua, deprimente y peligrosa, merecedora del apoyo de todos. Este apoyo lo podemos ofrecer adoptando conductas sociales responsables ajustadas a los dictámenes de la ciencia médica y de salud pública. Es la obligación que tenemos todos para sostener el sacrificio de quienes arriesgan sus vidas para salvar las nuestras.
A lo largo de mis 84 años, me he vacunado varias veces en Panamá y en Estados Unidos. Pero la vacuna contra la covid-19 que recibí de manos de una colega profesional de nuestra hija Juanita, es una experiencia que jamás olvidaré.