Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 23/08/2015 02:00
- 23/08/2015 02:00
Llevo una semana dentro del monstruo. Me refiero a la ciudad de México. ‘La verdadera ciudad de la furia', la ha llamado mi furioso amigo José María Arreola. Ver al monstruo desde el avión es sobrecogedor. Atrae y repele. Casas, casas, casas, calles, casas y un poco más allá, casas. En un punto, el Parque de Chapultepec, ese pulmón de verde que aún le queda al monstruo que agoniza y pulsa y vive y suena ‘traca', ‘traca', ‘traca' y de repente grita ‘ándele, mijo, pásele, qué le servimos, un taco al pastor, de carnita o longaniza'. México no duerme. Sangra y se vuelve a levantar. Es una migraña de calles y restaurantes y museos. Es la pura violencia y el color. Y pensar que estamos sobre un lago. Aquí va por que va, pensaron los que erigieron los primeros bloques y trazaron los primeros planos. Hay una bondad y una música en el aire a pesar del crimen cometido en nombre del progreso. La bondad y la música son las abuelas, todas las abuelitas de México. La mía es una.
Mañana, después de terminar con los compromisos artísticos que me trajeron de nuevo aquí, voy a encontrarme con mi historia, con mi sangre y su latir. Iré, pues, a la avenida Eugenia, 403, en la Colonia del Valle. Allí, en esa dirección vivió mi abuela María Eva Aguilar en la década del 40 del siglo pasado cuando estaba veinteañera y conoció a mi abuelo panameño que había ido a estudiar medicina a la gran Tenochtitlan y que posteriormente se la trajo a Panamá con una niña en los brazos, fruto de un amor tempranero y lleno de sueños que se cumplieron o no, que se quebraron o no, ya poco importa. Mañana iré a esa dirección concreta en donde tal vez se haya transformado o incluso borrado todo vestigio arquitectónico que mi abuela haya conocido, tocado llenado de vida con sus manos y su voz (porque la violencia del progreso improductivo, como lo ha llamado Gabriel Zaid, no se detiene; nunca olvidaré que en mi primer viaje a esta ciudad al preguntarle a un taxista por qué se llamaba Río Churubusco la calle por la que estábamos pasando el buen hombre me contestó, campante y con una sonrisa irónica, acaso catártica: ‘pues, porque aquí había un río antes, que, como, puede ver, carnalito, ya no está'). Pero aunque los tentáculos del concreto hayan hecho lo suyo, por ahí estarán, estoy seguro, los sonidos de mi abuela, sus pasos, sus miedos, sus dudas, su respirar de madre joven, su confianza y su cariño por ese hombre panameño al que recibió y ayudó a terminar la carrera de medicina para que regresara con ella al pueblito en donde vivía en Panamá como un héroe y para que la gente dijera, como era y es aún costumbre, que ‘detrás' de todo gran hombre hay una gran mujer. Yo diría, en esta caso, que de la mano de una mujer de ojos almendrados, labios gruesos y puro corazón, llegó cubierto de gloria y leyenda un campesino graduado de Médico General y Partero en una de las ciudades más importantes de Latinoamérica. ¿Le perteneció esta ciudad a mi abuelo también? Seguro lo fue, pero sus pasos y la fiesta, la convulsión y la alegría que fue su vida están en Panamá y la conozco de sobra y es parte de mí. Ahora me toca la fiesta de vida, la juventud que fue mi abuela. Mañana empiezo el recorrido. Y me hundiré en la ciudad, monstruo y temblor, como dice una canción. Siempre de la mano de mi duende.
MÚSICO Y POETA