Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 27/04/2014 02:00
- 27/04/2014 02:00
Ayer en la madrugada, después de tragar saliva bien hondo y apretar el esfínter y finalmente aceptar que el escándalo que se suscitó en el patio trasero de mi casa no era producto de mi imaginación y que la vaina era conmigo, salí a inspeccionar con foco en mano.
Recostado contra uno de los papayos que sembró mi madre lo vi. Sí, allí estaba, fumando, voluminoso y harto en desenfado. Ayer, a la hora de los vampiros (me da igual que me crean o no), tuve una extensa conversación con Julio Cortázar, el gran cronopio, el argentino lúdico y jovial; el amante del jazz, admirador de Edgar Allan Poe y cazador de episodios fantásticos que colorearan la insípida vida cotidiana; el gran caminante de París y Buenos Aires, el tal álter ego de Lucas (y sus pudores, imagino); el flaco desgarbado de un metro noventa y tres de estatura (todo un desperdicio de tamaño, pues nunca le metió ganas ni al baloncesto ni al box, aunque este último le gustaba, pero solo verlo y narrarlo, porque a leguas se ve que Julio, pese a su gigantismo, ‘no pegaba ni estampillas’, para citar al comentarista Tapia, quien, es justo pensarlo y decirlo, tampoco tiene cara de que pegue ni estampillas). Julio, el escritor amateur al que la palabra ‘maestro’ le petrificaba, según él; Julio Florencio Cortázar Descotte, el que si tan solo no fuera argentino hasta la médula podría convencerme de que su modestia y humildad eran (¿son?) genuinas.
Ayer, antes de que saliera el sol, conversé durante horas con él. Hablamos de la muerte de García Márquez y sobre el escritor César Aira -ante cuyo comentario ‘Cortázar es un Borges de segunda’- Julio solo se encogió de hombros, fumó, sonrió y dijo: Lo más probable es que tenga razón. Cortázar hablaba pausado y espectral, con su ‘erres’ a la francesa, echándome el humo por encima de la cabeza (rima intencional, qué se creen), mirándome desde arriba con sus ojos exageradamente separados (ojos de Axotl) y acariciándose la barba (sí, el Cortázar que se me apareció era el de los tiempos de barba y revolución, una mata de pelo negro que ‘de golpe’ y ‘ahí te quiero ver’).
Ya ves, ñato, aquí estoy, redondo como cuento corto y fumando como el que más; total que morirse tiene sus ventajas. Ahora, lo malo es que nunca veo a Carol ni a ninguno de mis amigos muertos. Ignoro si esto le pasa a todo fantasma (porque supongo que eso es lo que soy).
Por lo menos puedo dar una que otra vuelta por allí y hacer nuevos amigos. Ves, parece un mal cuento de Borges. Te digo, che, que el pibe Aira tiene sus motivos para decir lo que dice; en fin, un amateur, no solo de la literatura, sino de la vida y la muerte misma.
‘¡Pero ya!, mirá, andá por un cuchillo para meterle diente a una de estas jugosas papayas que bien hizo tu madre en cultivar’, remató Julio al tiempo que con tan solo estirar el brazo arrancaba una papaya amarilla y gorda. Fui y regresé corriendo con el cuchillo en mano y tasajeé la papaya, agradecido de que Julio no hubiese desparecido ya. ¡Qué deliciosa papaya, che!, mmm; ya, ya, pibe, no estés triste porque me tenga que ir (bien sabes que a la salida del sol…); comete la papaya; mordé, chorreate y embarrate de pies a cabeza como buen cronopio angurriento y pará, pará…
Un amateur, recordá, un amateur, nunca un profesional; esta papaya vale más que cualquier cuento mío, o incluso de Borges.
MÚSICO Y POETA