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Nuestra gente de Calidonia
- 25/07/2021 00:00
- 25/07/2021 00:00
Hace algunos días, Margarita Vásquez, catedrática distinguida de la Universidad de Panamá, mi compañera de estudios y apreciada amiga, me hizo llegar un programa panameño de Zito Barés titulado “Mi gente” en el cual se presenta una hermosa reseña del barrio de Calidonia y su gente. Margarita me lo envió con este mensaje: “Especial para ustedes”. ¿La razón? Ella conoce el orgullo que siento por la gente de mi barrio, donde me crié en los caserones comunales de madera construidos “temporalmente”, para los inmigrantes que viajaron a Panamá con el fin de ayudar a convertir en realidad el Canal de Panamá, nuestro “puente del universo”, orgullo de los panameños.
Después de deleitarme con el programa de Zito le escribí a Margarita diciéndole: No tienes idea de cómo disfruté las memorias del barrio de mi infancia y de mi juventud. Aunque la mayor parte de nuestra vida ha transcurrido en California, con mi esposa Catherine y mis hijos Jaime Andrés y Juana Inés, mis raíces siguen en Calidonia.
El programa de Zito hizo énfasis en la Calidonia contemporánea y no en la de mi pasado. No resistí, sin embargo, ponerme a hacer memoria de los “pasieros” (amigos) calidonienses de mi tiempo. Con ellos compartí una gran parte de mis experiencias formativas. Mi entorno fue entonces el de gente sumida en la pobreza, de la cual recibí valiosas enseñanzas vivenciales que han complementado y enriquecido mi largo itinerario en Panamá y en Estados Unidos. Una de las ironías históricas que descubrí en fecha reciente, es que la ciudad de San Diego, cerca de Los Ángeles, es la que ha recibido el título de hermana de la ciudad de Panamá, cuando realmente nuestros nexos históricos están profundamente relacionados con el norte de California, San Francisco y el área de la bahía. Fueron las fuertes corrientes migratorias de la Fiebre del Oro (el Gold Rush) las que revitalizaron la función de nuestro istmo como país puente, primero con el ferrocarril transcontinental de mediados del siglo XIX, y luego, con la apertura del Canal de Panamá, a principios del siglo pasado.
Pero retornemos a mis experiencias. Aunque nací en El Marañón, los primeros recuerdos de mi infancia son de Calidonia. Gracias a los sacrificios de mi madre, doña Pura, enfermera del hospital Santo Tomás, toda mi educación primaria la cursé en el colegio Miramar de Bella Vista, a cargo de los Hermanos Cristianos. Luego, mis tres primeros años de secundaria transcurrieron en el colegio La Salle, ubicado frente al parque Bolívar en San Felipe. Y mis dos últimos años los completé en los nuevos edificios de La Salle en El Cangrejo.
Para ingresar a la Universidad de Panamá –a pesar de ser graduado de un excelente colegio privado– tuve que pasar un examen de admisión. (Así eran las cosas antes de que la dictadura decidiera “democratizar” la educación superior). En los talleres artesanales de Don Bosco tuve mi primer empleo. Comencé a trabajar como parte del equipo redactor y de corrección de pruebas de El Lábaro, el semanario católico que se distribuía dominicalmente en las iglesias. Colaboraba con muchachos que aprendían los oficios de linotipistas, armadores y prensistas, quienes al completar su capacitación pasaban a laborar en los diarios nacionales. Las técnicas de composición, armado e impresión eran rudimentarias. Se utilizaban lingotes de plomo y pesados clisés creados con matrices de cartón estampado en los que se vertía el plomo derretido para imprimir imágenes, todo ello bajo la experta supervisión de sacerdotes salesianos. Por supuesto que no había computadoras, pero los conceptos básicos de diseño y presentación eran similares a los actuales. Para mí, un joven de 17 años, fue una oportunidad privilegiada. Allí pude poner en práctica lo asimilado en nuestros cursos de composición literaria en La Salle. Todo esto enmarcado dentro del mestizaje y la diversificación racial y económica de los barrios de Bella Vista, el Casco Viejo, El Cangrejo y Calidonia donde me eduqué y en donde viví.
En otro sector calidoniense llamado San Miguel, aprendí a asistir en las misas celebradas por el padre Tomás Alberto Clavel Méndez. Vestido con mi indumentaria blanca y roja de monaguillo, escuchaba la elocuencia de sus sermones y protegía con la patena las formas sagradas, cuando los feligreses, entre ellos, mis vecinos, se acercaban a comulgar. Esto fue antes de que el padre Clavel, oriundo de Cañazas, fuera consagrado como el primer obispo de Chiriquí. Asistí también al sacerdote panameño Juan Bustavino, el coadjutor de la iglesia de San Miguel. Al acercarse la fecha de la consagración episcopal del padre Clavel, tuve el honor de viajar con otros compañeros universitarios a David, en el carrito Opel del nuevo obispo panameño, conducido por “Cholo”, su chofer. Mis compañeros universitarios de viaje eran todos miembros de la “FUC” (la Federación de Universitarios Católicos). A esta organización pertenecían también compañeras universitarias, entre ellas, Margarita Vásquez, Rosemary Domínguez y Dolores Pardo.
Al mencionar a la “FUC”, me vienen a la memoria otras experiencias en Calidonia y en El Marañón. En aquella época el embajador del Vaticano ante el Gobierno panameño era monseñor Paul Bernier. El secretario de la Nunciatura era un joven intelectual yugoeslavo, monseñor Giuseppe Uhac. Por su condición de diplomático, monseñor Uhac no tenía parroquia. Cuando no se ocupaba de sus funciones oficiales, su interés se concentraba en dos sectores de la sociedad panameña, la juventud universitaria católica y los barrios muy pobres que carecían de párroco, en donde él oficiaba misas dominicales. A los muchachos de la “FUC” nos encantaba relacionarnos con monseñor Uhac. Algunos lo asistíamos como monaguillos. En varias ocasiones era interesante observar el revuelo de nuestro vecindario cuando el elegante Buick de la Nunciatura llegaba a la calle 28 a recogerme para ir a celebrar la Santa Misa en Alcalde Díaz, un vecindario que apenas comenzaba a desarrollarse. En otras ocasiones íbamos a celebrar la misa dominical en la iglesia de Santa Teresita, la cual tampoco tenía párroco entonces. La calle 20 de El Marañón, donde se encontraba esa iglesia, era muy familiar para mí porque en ella residía mi abuela paterna. Después de celebrar la misa, yo acostumbraba esperar a monseñor Uhac fuera de la iglesia, apoyado en su auto diplomático. En una ocasión, un “pelaíto” antillano del barrio, en camiseta y sin zapatos, se me acerca y me pregunta: “Ey, buay, ¿ese es tu papá?”. Yo sabía hacia dónde iba dirigida su pregunta y, sin complicadas disquisiciones, con una sonrisa le contesté simplemente “No”. A monseñor Uhac le pareció muy divertida la curiosidad del niño.
Entre paréntesis, en 1994 Catherine y yo visitamos a monseñor Uhac en el Palacio de España en Roma. Nos recibió cordialmente cuando le informaron que un visitante panameño y su esposa lo querían saludar. Juntos hicimos recuerdos de Panamá. Él ocupaba entonces el cargo pontificio de secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. En 1998, el papa Juan Pablo II convocó a un consistorio para nombrar nuevos miembros del Colegio Cardenalicio. Entre ellos estaba monseñor Uhac, quien falleció el 18 de enero, horas antes de anunciarse el consistorio que incluía su nombramiento como cardenal.
Volvamos ahora a El Marañón y al sentido de hermandad y solidaridad que vivían muchos de los residentes del conglomerado urbano que integraban el barrio de Calidonia. Mi abuela paterna, como dije, vivía en la calle 20 de El Marañón. Su nombre era María de los Reyes Rodríguez. Todos la llamaban la señora Reyes. Era medio ciega, vendía “chances” y “billetes” desde su cuartito comunal. Por su ceguera, los vecinos la ayudaban con sus ventas y la protegían. Aunque ella manejaba efectivo, que yo recuerde, nunca fue víctima de un atraco. Era la matriarca del vecindario. Vivía sola con su hijo mayor, mi tío Benjamín, quien era panadero y trabajaba de noche en La Tahona de la avenida Central. Era parte del equipo que horneaba los deliciosos “panes de micha” y “panes viriles” con los que una buena parte de la población citadina desayunaba a diario. Cuando él salía para el trabajo a las 7:00 de la noche, Alfredo, un vecino jamaicano empleado por la empresa del ferrocarril, invariablemente la acompañaba hasta las 10:00 de la noche, sentado en un banquillo, ayudándola con sus ventas. Y cuando Alfredo no lo podía hacer, su esposa lo reemplazaba. Lo hacían religiosamente todas las noches, por solidaridad, sin ninguna compensación.
El sorteo de la lotería era un importante acontecimiento social en el vecindario. Los residentes del barrio tenían sus números favoritos “suscritos” y los vecinos los conocían. Cuando se completaba el sorteo y se conocía el números de los “chances” premiados, los vecinos agraciados compraban un “zungo” (barril de cerveza) y bocadillos para una pequeña celebración comunal. En el portal de sus cuartos se instalaban mesitas, sillas, taburetes y cajones para jugar al dominó o a las barajas y disfrutar de una animada tertulia. Se hablaba de todo, pero principalmente de deportes y de política, y se analizaban los sueños para pronosticar los posibles números ganadores del próximo sorteo. La lotería era “la esperanza del pobre”.
Para los aficionados a la literatura debo observar que los adultos en Calidonia todos eran “poetas”. Al encontrarse en las calles se saludaban así: “Hola poeta, ¿cómo va la vaina”.
La mayoría de los antillanos eran bilingües y muchos trabajaban en la Zona del Canal. Según mi abuela, el inglés era esencial para ganarse la vida con un empleo fuera de la política, al margen de las convulsiones cívicas y los cambios electorales que periódicamente zarandeaban a la burocracia panameña. Por lo tanto, ella decidió que su nieto más pequeño, Beby (el sobrenombre de mi niñez) tenía que aprender inglés. Para ello debía matricularme durante mis vacaciones en una escuelita de “jamaiquinos” y aprender inglés. El edificio servía igualmente de escuela y de iglesia protestante. Si no me equivoco, se encontraba donde funciona hoy el Museo Antillano. Allí aprendí a decir “waatá” por “water” y “piepá” por “paper”. También observé cómo la muchachada admiraba los ondulantes “baatís” de las hermosas morenas del barrio. En ese ambiente descubrí también que para defenderte lo mejor era meterle una patada en el “fuás” a “los que se metían contigo”. Expresiones pintorescas de mi niñez.
Otro aspecto de nuestra vida familiar en Calidonia era acompañar a nuestra madre a comprar víveres todos los días en “el mercadito”, porque no teníamos refrigeradora. También hacíamos compras frecuentes en Endara-Riba de la avenida Central. Y cuando ocurría un incendio en la ciudad, escuchábamos el “cacho” de la hielería anunciando con pitazos la clave de la “casilla” activada, para que los “camisas roja” voluntarios del Departamento de Bomberos acudieran de todas partes de la ciudad en “chivas” o autos privados, a los que obligaban a desviarse para transportarlos al sitio del siniestro y cumplir así con su deber cívico.
Nuestra “gallada” en Calidonia solía acudir al pregón de los carretilleros que canjeaban naranjas por botellas para ganarse la vida, o del vendedor ambulante que recorría las calles vendiendo su “maní campeón”. Y en nuestra calle 28, donde está ahora El Machetazo, en uno de los cuartitos vivía Pancho el heladero, quien diariamente fabricaba helados para salir a venderlos con su carretilla por toda la ciudad. Cuando Pancho regresaba de sus jornadas diarias con helados sin vender, los regalaba a la chiquillada del barrio. Nosotros los disfrutábamos porque eran deliciosos y, además, gratis, aunque nos advertían que el pobre estaba “baldado” (era tísico). Nos exponíamos a esa enfermedad pulmonar, pero, sin saberlo, también acumulábamos anticuerpos. Era lo que hacíamos también, por no tener otra alternativa, con los baños y servicios comunales que utilizábamos.
En los tiempos de mi juventud se solía decir que los panameños solo tomábamos en serio dos cosas: la política y los carnavales. En esta contienda, los carnavales siempre ganaban. Al menos así era en Calidonia. En efecto, los preparativos para la música, los disfraces y las comparsas eran ingeniosos e intensos. La gente hacía grandes sacrificios para divertirse y lucirse. Los carnavales eran el ecualizador que hacía desaparecer temporalmente las diferencias económicas, sociales y raciales de nuestras comunidades. Mi abuela Reyes no escatimaba ni esfuerzos ni recursos para que su nieta, mi hermana mayor Sonia Edilma Rodríguez Nieto, se luciera durante estas festivadades. A sus nietos varones nos compraba disfraces, pero a su nieta le mandó a hacer una pollera a mano por costureras artesanales de Guararé, quienes tenían un gusto exquisito para el diseño y la selección de materiales de primera calidad. Para mi abuela era imperativo preservar la autenticidad y la belleza del traje tradicional de la mujer panameña que vestiría a su nieta durante los carnavales. Adornaba a mi hermana con las prendas de su juventud –una pequeña fortuna en oro, con peinetas, pulseras, brazaletes, zarcillos, crucifijos, cadenas chatas, tembleques, rosetas y mosquetas engarzadas con perlas naturales blancas. Alquilaba un taxi convertible antiguo para desplegar todo aquello. Y a mi hermano mayor y a mí, disfrazados de piratas, nos encomendaba la tarea de seguir al taxi como “guardaespaldas”. Por fortuna, en los desfiles del Carnaval había respeto y nunca nos ocurrió un incidente peligroso o desagradable. Como dije, en mi Panamá de aquel tiempo el Carnaval se celebraba honestamente y con seriedad.
Margarita, gracias. Muchas gracias por haberme hecho recordar tantas cosas hermosas de mi pasado con nuestra gente de Calidonia.