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- 25/05/2020 00:00
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Seguir el paso veloz de mi padre siempre fue una difícil aventura, pues poseía una enérgica manera de caminar. Seguir sus pasos en el Casco Viejo, donde calle 11 este era un hormiguero de humanidades, de aglomeraciones, se transformaba en una empresa difícil de realizar, y menos olvidar.
Era el año 1967, y junto a mi padre había madrugado para viajar de Santiago hacia la capital. El motivo de nuestra estadía en la ciudad de Panamá era visitar las pinturas colocadas en la Presidencia, en el Palacio de las Garzas, como también la cúpula del Teatro Nacional.
Para mí, desde pequeño, esas visitas eran una rutina; mis padres siempre acostumbraban hacerlo, sobre todo las visitas a las pinturas en el aula magna de la escuela Normal de Santiago, muy accesible a nuestras posibilidades, por estar colocadas en mi ciudad natal.
El centro de mi mundo infantil eran los trabajos de Roberto Lewis, los que mis padres solían explicar y darles razón de vida.
En la terraza escribiendo para ustedes. Panamá, mayo de 2020.
Esta semana iniciaremos la presentación del paño mural: Puente del mundo, corazón del universo, colocado en el salón Paz del Palacio de las Garzas, obra de mi autoría que fue terminada en febrero 2020.
La razón de este texto es dar a conocer aquellas motivaciones, que difícilmente se brindarán en los textos que presentaremos esta semana y que usted, amable lector, podrá apreciar de fuente propia.
Por esto, espero entiendan la incomodidad por describir mis experiencias personales, que van dirigidas a comprender el juicio histórico y dotarlos (a ustedes) de los instrumentos para apreciar mis/las ejecuciones artísticas de los artistas panameños... siendo esos los motivos que me sostienen en la empresa por escribir todos los lunes en este –ya nuestro– Café Estrella.
Para enriquecer nuestras narraciones, regresamos con parte del texto que compone mi biografía realizada en 1981, donde se explican esas visitas a la Presidencia y al Teatro Nacional. Este dice: “En la búsqueda constante de una identidad cultural en mi construcción humana, mi padre juega un papel muy importante. Solía decirme insistentemente que, en Panamá, todavía no se había hecho un cuadro que representara nuestra nacionalidad; que el proyecto glorioso de Samuel Lewis había sido abandonado por los artistas nacionales en búsqueda de quimeras que no nos pertenecían. Y me provocaba diciéndome que era ese el verdadero reto, o por lo menos una noble causa a seguir. Fue así que, de pequeño, mi padre me llevaba a la capital y pude observar los bellos paneles hecho por R. Lewis en la Presidencia y la majestuosa obra del Teatro Nacional (…)” A. Ureña Ramos, 1981
Siempre he dependido del verbo paternal, por eso sujeto mi manera de explicar a la suya.
Con mucha atención esa mañana, bajo los paños murales de Roberto Lewis, mi padre me dice: “Hijo, cuando vemos las obras de Joan Miró, vemos el Mediterráneo, se capta el amarillo de la península ibérica, se capta España. Cuando vemos a Sandro Botticelli, vemos la luz italiana, y cuando vemos a los muralistas mejicanos vemos toda la cosmología del pueblo mejicano”. Él me toma de la mano y me coloca frente a las pinturas de los tamarindos, y continúa: “El muralismo mejicano inicia en 1920, estos paños murales fueron realizados por R. Lewis en 1938. Y al igual que los murales de la Normal de Santiago, nada tienen que compartir con la experiencia pictórica mejicana. Esa es una gran diferencia que todos tenemos que anotar; Lewis hacía una búsqueda con una mirada muy europea, que no supo cerrar”.
Entonces recogía sus manos, frotando entre sí sus dedos, miraba en el vacío, buscando la manera más efectiva para transmitir su inquietud, achurrando repetitivamente sus ojos, a manera de parpadeos... continuaba diciendo: “necesitamos cerrar este círculo, capacitarnos para tan noble empresa”.
En la terraza, siguiendo las reflexiones de este texto. Panamá mayo 2020.
Sigo buscando, entre las memorias escritas, todo aquello que nos sea útil. Y al leerla sigo pensando en todas esas enseñanzas que me sirvieron para adoptar una actitud equilibrada frente al gran desafío que tenia que enfrentar. Porque estudiar en un país, en un continente, donde las artes son tan abrumadoras, se arriesga uno a perderse en tantas incitaciones... es por eso que hoy puedo hablar con mucha tranquilidad de aquellos momentos, ya que lo que ayer era un gran peso, hoy logro comprenderlo, porque eran los fortalecimientos necesarios para no sucumbir frente a tan alta cultura. Y así poder entender mi carrera.
Mi padre, cada vez que bajábamos las escaleras de la Presidencia para llegar al patio central, donde se encontraba la lápida con los versos de Miró, se paraba y retomaba su discurso anterior. Y era ahí donde sus intenciones eran más evidentes: “Mira hijo, el día que te sientas listo, prométeme que harás tesoro de todo lo que hasta aquí he dicho”. A lo cual yo, realmente desubicado, le preguntaba ¿qué era lo que entendía él?, ¿Qué es lo que tengo que hacer? Inmediata era la respuesta: “Pintar el mural para la Presidencia”. Ahí caía siempre un silencio, y mi padre continuaba. “Para pintar ese mural, tendrás que estar preparado técnica y estilísticamente; tendrá que ser una pintura que apenas las personas la vean, sepan ver a Panamá, un nuevo estilo que represente nuestra idiosincrasia nacional. Que cuando un embajador entre en la Presidencia diga: Esto nunca lo he visto, solo en Panamá... y para hacer eso hay que prepararse”. El salón Paz entones no existía; ahí quedaban las oficinas de la guardia presidencial. Nos retirábamos cada uno con sus personales pensamientos.
He sido llamado a realizar mi sueño, mido la pared en el salón Paz, y me doy cuenta de que tenemos un obstáculo técnico, ya que la pared tiene mucha humedad y no es apta para la técnica a fresco. Pero ya estaba bien preparado.
Y busco otras alternativas, hago los primeros bocetos preparativos, donde sobresale la alegoría a la nacionalidad, donde personajes sobre una carreta ocupan la parte izquierda en fastuosa alegría, y una gran bandera atraviesa toda la escena ocupando la parte central de la obra. Son panameños que caminan por los manglares de la zona canalera, cargan la bandera, luchando para que la insignia patria nunca se enfangue. Al lado derecho realizo algunas alegorías sobre los cuentos interioranos, donde Tío Tigre toca un violín Rabel de tres cuerdas. Pero el intento de realizar la obra, poco a poco va perdiendo vigor.
Esta es la antecámara de motivaciones que sostuvieron la realización del paño mural colocado en la Presidencia. Una promesa personal que debía cumplir y otra para el juicio de cada panameño. Llevo muy dentro de mí esa incertidumbre que siempre me ha impacientado, ¿hemos marcado las nuevas brechas para que sean puntos de referencia a los nuevos talentos?
La certeza que tengo muy dentro es que algún día mi utopía se haga realidad, que la idiosincrasia de nuestro pueblo sea punto de estímulo a toda la producción artística para remarcar esas riquezas que nos hacen únicos, enriqueciendo con nuestros valores expresivos esta presente globalización.