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- 12/06/2020 00:00
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¿Qué podríamos escribir sobre Foucault que ya no se sepa? En nuestro medio ha dejado de ser hace tiempo un autor desconocido. He visto que hay seminarios y publicaciones sobre este autor francés que, como muy pocos académicos e intelectuales, ha tenido un impacto global con sus escritos sobre la locura, la sexualidad, el poder y el saber.
Sus escritos sobre la gestión de la población, lo que se conoce como el biopoder o la biopolítica, son tremendamente actuales en estos tiempos de la pandemia. Ahora sentimos con toda crudeza –fuera de la normalidad del ejercicio del poder cotidiano– el poder clásico del Estado que, en medio de la crisis sanitaria, establece leyes secas, toques de queda, cuarentenas, y lanza a la calle su personal disciplinario, policías, bomberos, cuerpo sanitario, etc., para controlar, vigilar, disciplinar a la población para que cumpla los decretos que, muchas veces, violan las garantías constitucionales de los ciudadanos.
Pero, en verdad, ¿qué tan bien conocemos a Foucault? Aquí estoy muy lejos de pretender decir que puedo dar una cátedra al respecto. Lo que sí es cierto es que mi trato con este autor se remonta a los años 80, cuando era un estudiante de la recién fundada Escuela de Sociología.
Esto me lo facilitó también el hecho de que mi madre, profesora de la Universidad de Panamá, había venido de Francia con toda la artillería pesada del “postestructuralismo” francés que incluía a Derrida, Deleuze y Guattari. Y no mencionemos a Roland Barthes, a quien leímos con toda la curiosidad del mundo. Su texto, El placer del texto, provoca todavía todo un placer leerlo.
El primer ejemplar que obtuve de Foucault, Vigilar y castigar, fue en la otrora Librería Universitaria, cuando era un gusto detenerse en los anaqueles de la librería, porque sentíamos que estaba muy actualizada.
Recuerdo, como si fuese ayer, que, en aquellos años, había un puñado de profesores que luchaba para que se reconociera el estatus científico del marxismo dentro de los planes de estudio. Como estudiante nunca intervine en este debate, porque me sentía muy lejos del mismo. Y, en el caso mío, no había tiempo para otra cosa que tratar de comprender todo el lenguaje foucaultniano que, con los textos de Nietzsche y otros filósofos, incluía muchas horas de lectura en el sótano de la biblioteca Simón Bolívar, cuando no se escuchaba pero ni una sola mosca en las salas de lectura. Era el respeto absoluto del silencio, cuidado celosamente por los funcionarios universitarios.
No puedo olvidar esas primeras lecturas de Foucault, un paradigma diferente, un paisaje nuevo que planteaba preguntas fuera de lo común. En un medio ocupado por los discursos normalizados del poder y del saber, un medio que ya había dejado de hacer otras preguntas que no fueran las aceptadas y las digeridas por el convencionalismo predominante, el procedimiento teórico y metodológico de Foucault era verdaderamente revelador.
¿Por qué interesarse por las historias reprimidas y de los marginados? ¿Por los suplicios en las prisiones? ¿Por el grito ahogado de los locos? ¿Por los mecanismos de poder de los discursos sobre la sexualidad? ¿Qué tipo de pensador, de académico, es aquel que no tuvo miedo de preguntar y pensar lo innombrable, de revisar archivos y catálogos de nombres de autores olvidados y desconocidos?
No había algo en Foucault que nos recordara a otro. Y revisando algunos textos, entrevistas y ensayos, comprendo la atracción de Foucault en aquellos años.
No había que ser joven para entender que estábamos frente a un autor que, incluso, ponía a la ciencia, el discurso de la ciencia, bajo la pregunta o la interrogación del análisis. Posiblemente, si aquel puñado de profesores de aquella época hubiese leído a Foucault, habría desistido de convencernos de que el estatus del marxismo (o del materialismo histórico) era una ciencia y que merecía ser incluido en la carrera.
Con Foucault podía verse que había algo más profundo, una relación de poder discursiva, a la cual respondían todas nuestras discursividades científicas. Con Foucault aprendimos que todos nuestros discursos y conceptos pertenecen a una arqueología del saber que nos permite abordar el mundo de una manera y no de otra. Pero, entonces, ¿no tiene sentido todo lo que hemos leído y estudiado?
Al contrario, leer a Foucault es estar advertido, es abrir los ojos, es conectar con toda una tradición de pensamiento que, con Nietzsche, declaró la muerte del hombre y de Dios. Esto es, por cierto, una disputa metafísica, y no un asunto de fe. No se trata de negarle a nadie sus creencias.
De lo que se trata es abrir el paisaje de nuestro mundo, de historizarnos, pero no relativizarnos, de comprender, como dijo Goethe en una de sus aforías en el Fausto, de que todo lo que nace, merece morir. En este sentido, ¿quién tiene miedo de Foucault?
(Poitiers, Francia, 1926-París, 1984) Filósofo francés. Estudió filosofía en la École Normale Supérieure de París y ejerció la docencia en las universidades de Clermont-Ferrand y Vincennes, tras lo cual entró en el Collège de France (1970).
Influido por Nietzsche, Heidegger y Freud, en su ensayo titulado “Las palabras y las cosas” (1966) desarrolló una importante crítica al concepto de progreso de la cultura, al considerar que el discurso de cada época se articula alrededor de un “paradigma” determinado, y que por tanto resulta incomparable con el discurso de las demás. Del mismo modo, no podría apelarse a un sujeto de conocimiento (el hombre) que fuese esencialmente el mismo para toda la historia, pues la estructura que le permite concebir el mundo y a sí mismo en cada momento, y que se puede identificar, en gran medida, con el lenguaje, afecta a esta misma «esencia» o convierte este concepto en inapropiado.
En una segunda etapa, Foucault dirigió su interés hacia la cuestión del poder, y en “Vigilar y castigar” (1975) realizó un análisis de la transición de la tortura al encarcelamiento como modelos punitivos, para concluir que el nuevo modelo obedece a un sistema social que ejerce una mayor presión sobre el individuo y su capacidad para expresar su propia diferencia.
De ahí que, en el último volumen de su Historia de la sexualidad, titulado La preocupación de sí mismo (1984), defendiese una ética individual que permitiera a cada persona desarrollar, en la medida de lo posible, sus propios códigos de conducta. Otros ensayos de Foucault son Locura y civilización (1960), La arqueología del saber (1969) y los dos primeros volúmenes de la Historia de la sexualidad: Introducción (1976) y El uso del placer (1984).
Tomado de Biografías y Vidas.