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- 08/12/2019 00:00
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Durante una buena parte de mi adolescencia y de mis veinte, tenía muy claro que no quería ser madre nunca. Cada vez que surgía el tema en alguna conversación, recibía los típicos “es que aún eres muy joven” o “seguro que más adelante cambias de opinión”, a lo que respondía molesta y con un sermón sobre la imposición de la maternidad y la posibilidad de sentirnos completas sin ser madres.
Aunque siempre había tenido cierta habilidad con los niños, me enloquecían las pataletas de hijos ajenos en lugares públicos y me horrorizaba la idea de no poder dormir cuando quisiera o tener que postergar e incluso cancelar el resto de mis planes de vida. Para mí era definitivo que no estaba dispuesta a asumir semejante apostolado, y así pasaron varios años, hasta que conocí a mi pareja actual. Para mi propia sorpresa, algo me hizo clic en la relación y de pronto comencé a cuestionarme este rechazo por la maternidad. Para resumir, hoy es mi segundo Día de la Madre celebrando todo lo que alguna vez estuve tan segura de no querer experimentar.
Aun así, mi historia personal no confirma que todas las mujeres que rehúyen la maternidad terminan cambiando de opinión. Si bien la naturaleza nos da la increíble posibilidad de gestar a otro ser humano en nuestras entrañas, la cultura también tiene un peso importante en nuestras decisiones, y es justamente lo que nos diferencia del resto de los animales. El no querer ser madre no hace a una mujer “antinatural” ni menos mujer; por el contrario, parte de la naturaleza humana es justamente la capacidad de tomar decisiones razonadas y conscientes, no únicamente por impulsos hormonales o por un “llamado de la naturaleza”.
Ciertamente, algunas corrientes feministas entienden la maternidad como una forma de esclavitud (al igual que el matrimonio) y como un obstáculo para el desarrollo personal e intelectual de las mujeres. Por un lado, la carga del trabajo reproductivo —que abarca no solo la gestación y el parto, sino también la reproducción de la fuerza de trabajo por medio del cuidado y la labor doméstica— sigue siendo desproporcionadamente mayor para las mujeres. Al mismo tiempo, la sociedad y la cultura mediática idealizan la maternidad como la cúspide de la realización personal femenina, donde la mujer se convierte en el epítome de la dulzura, la bondad, la superioridad moral y el sacrificio capaz de aguantarlo todo; un canon cuya mínima transgresión acarrea una sanción social bajo el estigma de la “mala madre”.
Pese a tantos desencuentros, maternidad y feminismo no son agua y aceite. En mi corta experiencia, he comenzado a entender que la maternidad puede convertirse en la expresión más medular de la colectividad y en uno de los más grandes actos de altruismo, en total contraposición a la postura malthusiana de que la reproducción humana es “egoísta”. Por el contrario, la maternidad —y por supuesto, la paternidad, aunque con sus propias particularidades— es profundamente política, si se entiende la crianza como parte de un proceso mayor de construcción de ciudadanía, cohesión y tejido social (o, por el contrario, de competencia, individualismo y disociación con el entorno). En otras palabras, la maternidad también es militancia si entendemos que “lo personal es político”.
Insertos en un sistema contrario a la vida, con una cultura que alimenta la búsqueda constante de la gratificación instantánea, no es extraño que entendamos el compromiso, la vulnerabilidad, la dependencia y el sacrificio por el Otro como antagónicos a la libertad. Sin embargo, es posible concebir maternidades y paternidades que desechen las viejas dinámicas de dominación; por ejemplo, con políticas que sensibilicen e involucren más a los hombres en el cuidado. Es posible recuperar la crianza como núcleo de una colectividad que, lejos de suponer una renuncia de la libertad, la construya con el Otro y no a pesar de él.
Carolina del Olmo, filósofa española, hace referencia a la dificultad de las ideologías progresistas para reconocer el aspecto biológico de la condición humana (personalmente, la maternidad más bien me ha facilitado este acercamiento), y explica la necesidad de apelar a la naturaleza desde nuestra perspectiva. Igualmente, el feminismo, como cualquier movimiento transformador, haría bien en recuperar los conceptos de “familia”, “maternidad” y “crianza” de manos del conservadurismo, que empuña el discurso de la naturaleza en defensa de las lógicas de la dominación patriarcal que premian –social, legal y fiscalmente– unos modelos relacionales y de familia mientras condena y castiga otros.
La maternidad (deseada) y el cuidado deben ser centrales en la lucha por una transformación cultural y social. Parafraseando a la antropóloga Eugenia Rodríguez, se trata de poner el cuidado en el centro de la vida, en lugar de entenderlo como un obstáculo para ella.