Integrantes de la caravana migrante en el estado de Chiapas, en el sur de México, denunciaron este jueves 21 de noviembre que las autoridades les bloquearon...
- 12/08/2019 02:00
- 12/08/2019 02:00
Siempre quise ir a la Toscana y eso se acentuó cuando mi hermana me recomendó la película ‘Bajo el sol de la Toscana', de la que, más allá de la historia de amor fallida de la protagonista, me enamoraron los paisajes, la casa que ella compró, el vino y la gente. Cuando ya estuve allí, me sentí sumergida en algún cuento de esa película. Era verano y los pequeños senderos vistos desde el aire lucían dorados, las diminutas casas entre los viñedos, los sembrados de girasoles inmensamente amarillos y las construcciones medievales que uno no puede creer que existan. No es difícil regresar el tiempo dentro de la mente misma, y conjugar esos espacios viejísimos con lo que has leído sobre princesas y castillos.
De Florencia rentamos un carro hacia Montepulciano, era ya muy tarde, porque entre las peripecias del viaje, mi marido y yo no pudimos llegar a la hora planeada por el vehículo, ¡pero eso qué importa cuando estás viajando! Todo parece una aventura que le da color, con su imperfección, al viaje mismo. Recuerdo que a las montañas las atravesaba un sistema de túneles que me hicieron pensar en mi país, Guatemala, que tiene muchas montañas pero en su lugar, todas las carreteras pasan en medio de los pueblos en los que se forman atolladeros porque siempre hay perros atravesándose, niños jugando pelota o señoras cargando canastos. En cambio, si se hicieran esos túneles entre las montañas, los pueblos podrían estar alejados, se descongestionaría el tráfico y la accesibilidad sería estupenda, y en esas andaba yo pensando mientras la ventana me devolvía un paisaje mediterráneo hermoso, con sus olivares perfectos y sus viñedos en medio de ese sol ya raído de una tarde que se acababa a las nueve de la noche.
Montepulciano nos recibió atestado. Entrar a la ciudad amurallada era dejar el auto afuera porque no cabía, y aunque era un Fiat de esos que parecen caja de cereal, uno se sentía dentro de un trailer porque las calles eran mínimas. Había que buscar espacio de entre las filas de carros estacionados fuera de la entrada de la ciudad y luego caminar hasta quién sabe dónde estaba el Airbnb.
Cuando cruzamos el umbral del inmenso portón que separaba la calle de la entrada de la ciudad, los colores, la bulla, la danza y la fiesta se colaron en mis ojos. El cansancio del día me dio una especie de tregua momentánea y me dejó disfrutar de toda la belleza de ese mundo que hasta ese momento para mí no existía. Mientras halaba mi valija con las rueditas tronándose entre las antiguas piedras, el callejón se fue ampliando cuesta arriba. Yo veía para arriba y para abajo, veía a la gente y me reía, así como se ríen los extranjeros cuando ven mi ciudad La Antigua Guatemala, porque es tan bella que no lo creen, yo estaba igual. Las ventanitas que se abrían hasta el techo de las casas de piedra y doblaban la esquina en los angostos callejones, los colores, las risas, las campanadas de una iglesia que aparecía de repente, los restaurantes ofreciendo la famosa ‘Bistecca alla Fiorentina'; ese día había fiesta, estaban celebrando alguna cosa de las tantas que hay en agosto y yo estaba cansada, pero me quería quedar por ahí, bailando alguna música rara, con vino, aceitunas y queso de cabra.
Lo más lindo de viajar es la libertad que te abraza, se puede ser tantas personas a la vez. Lo más triste de Italia es que te quieres quedar. Italia es tan bello, tan increíblemente hermoso, que entiendes toda la trama de Bajo el sol de la Toscana , yo también hubiera gastado todos mis ahorros en una casa vieja y sucia si fuera por vivir en Italia. Eso lo supe un par de días después de haber llegado allí, eso, que me quería quedar, porque en la mañana por dos euros podía comer una tabla con aceitunas, embutidos y alcachofas, la gente era sonriente, amable y a mi marido le encantaba hacerse el italiano gesticulando con sus ‘montoncitos' de argentino mientras los demás le creían, era un italiano raro pero lo era, mientras yo les hacía señas o les hablaba en español, con todo el descaro del que era capaz, la extranjera era yo y ¿a cuántos extranjeros no ayudé en su masticado español en mi camino del colegio a mi casa? Ahora me tocaba a mí parecer una rara y que ellos vieran cómo solucionaban mi falta de italiano, pero siempre ayudaban, porque el italiano es así, servicial, entrador y ameno.
Conocimos un viñedo llamado la Cantina Chiacchiera que pertenecía a Manuela, en él aprendimos los tipos de cepa, la diferencia entre un tempranillo y un vino nobile, que tiene una mezcla de varios tipos de uva y se guarda en un barril de madera por cierto tiempo y ahora que trato de rememorar, me dieron tanto vino para degustar, que poco recuerdo la teoría. Solo se que el sabor entre un vino joven y un nobile, que resulta debe tener un sello especial amparado por una especie de junta italiana para que siga ciertos estándares, es abismal. En cada reunión, siempre había una generosa porción de embutidos, quesos, vinos y conservas. En cuatro días, te acostumbras a beber vino como si fuera agua. También conocí el pici , una pasta rústica, que según me contó una nona, se come mucho últimamente porque está de moda, y cuando dijo ‘moda' hizo una cara de hastío, a la que yo no pude evitar reírme.
Recorrimos Siena y sus interminables filas de casas viejas como un laberinto digno de otro mundo. Con su color a piedra amarronado y su duomo. Deseé tanto saber italiano cuando paramos por algunas librerías modernas abarrotadas de libros de cocina y de historia del arte y de la arquitectura. Comimos chocolates y compramos tartufos, yo incluso compré aceite de tartufo y hasta calcetines con olor a trufas, quería llevarme todos los hongos italianos que pudiera comprar aunque no fueran los originales que son impagables.
Pero lo que se robó mi corazón fue aprender a cocinar en la casa de Mamma Nora. Allí estuvimos una tarde completa aprendiendo a hacer pasta, tiramisú, el famoso pici y una tarta rara con calabacitas y mucho queso. La abuela Nora y su hija tenían sus propias verduras sembradas en el huerto y de ello hicimos maravillas junto a un grupo de extranjeros con los que cenamos y bailamos al final de la noche. Dicen que en esta vida existen las personas de ciudad, las de mar y las de campo, definitivamente entro en el último grupo, porque siempre disfruto el verde de la naturaleza, los prados y los animales domésticos, las mermeladas caseras y la vida sencilla y poco pretenciosa del campo. Por eso cuando llegué a Florencia y recorrí sus calles, lo disfruté, pero no tanto como cuando estuve en la campiña. Iría muchas veces a la Toscana porque me enseñó que el mundo es demasiado grande como para vivir toda la vida en el mismo lugar.