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- 18/10/2020 00:00
Iglesia y cuartel
“(…) ya es suficiente (…) de querer burlarse de la Iglesia ¿verdad? y por ahí salió el otro que sacó el tema de mis hermanos. Pues sí, mis hermanos cometieron errores, sépanlo, pero ustedes (sic) no les gustaría que les pisotearan la honra de sus familiares cómo siguen ustedes pisoteando la honra de los nuestros. (…) ¿Verdad? Nadie sabe lo que nosotros como sacerdotes tenemos que aguantarnos ¿verdad? yo se lo voy a decir (…) que vengan chiquillos a querer insinuársenos a nosotros (…)”
Esto que acaban ustedes de leer es un extracto de la transcripción de un sermón pronunciado por un sacerdote que estos días ha recorrido las redes sociales. No he podido averiguar quién es el cura, pero creo que para los efectos de lo que pretendo dejar claro esta semana basta y sobra.
Son mis hermanos. Y yo amo a mis hermanos, dice el preboste. Y yo lo entiendo y lo acepto.
Igual que la policía acepta, recibe y protege a sus hermanos que hace unos días violaron a una mujer a la que pillaron sola en un retén brujo. No sabemos los nombres de los presuntos violadores, y no sabemos nada más que lo que las autoridades responsables de la Policía quieren decirnos. Es decir, igual que ocurrió con los sacerdotes involucrados en casos de abuso, los reconvienen, los regañan, los esconden y los protegen. Los trapos sucios se lavan en casa y mañana los mandan a otro destino. Aquí paz y después gloria y que Dios cuente a los suyos.
Iglesia y fuerzas de seguridad del Estado aunando esfuerzos para que la ciudadanía se sienta cada vez más huérfana y menos segura.
Y ojo, cuidadín, revisen bien antes de lanzarse a mi yugular, que esto no tiene nada que ver con Dios; en general los dioses no tienen nada que ver con los desmanes que hacen los humanos en su nombre. Tampoco tengo nada en contra de la policía, a la que más de una vez y desde este mismo espacio he defendido cuando he creído que se lo merecía. Pero ahora no. No en esta ocasión.
No funciona lo de hacer sentir que son los niños los que incitan y las mujeres que manejan solas por la noche las que se ofrecen. No señores, las cosas no funcionan así.
En medio de una pandemia tan mal manejada, a los ciudadanos nos quedan muy pocos refugios para poder sentir que nuestras vidas sirven, que valen para algo, que a alguien le importamos más allá de querer que votemos en las siguientes elecciones o que paguemos a tiempo nuestros impuestos para que la panda de golfos apandadores que nos desgobiernan puedan seguir disfrutando de sus mal habidas canonjías.
Si ya no nos queda el refugio del seno de nuestra Madre Iglesia ni podemos acercarnos a un uniformado porque no sabemos si el uniforme esconde un monstruo. ¿Qué nos queda?
Si los políticos no se preocupan del bienestar de la población y solo buscan perpetuar sus beneficios, si la policía ni protege ni sirve, si la Iglesia se deja tentar tan fácilmente, ahora ¿quién podrá defendernos?
La ciudadanía se está portando muy bien, demasiado, diría yo, nos hemos quedado siete meses encarcelados, seguimos al pie de la letra las indicaciones por más absurdas y sinsentido que hayan sido, pero este es el caldo de cultivo perfecto para un señor de la guerra que prometa orden y justicia. Y eso nunca será la mejor elección a largo plazo, pero es la que termina imponiéndose cuando los que deben enrumbar el país, en lugar de hacer su trabajo, se dedican a aprovecharse.