- 27/12/2009 01:00
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El terrorismo mundial fue un factor determinante en la primera década del siglo XXI, donde la mayoría de los atentados no son perpetrados por grupos nacionalistas o estatales sino por actores transnacionales como Al-Qaeda, la organización terrorista que se califica de movimiento de resistencia islámica, pero que es comúnmente señalada, inclusive por países musulmanes, de ser una red terrorista internacional.
El problema con Al-Qaeda no nació en el 2000. Pero sí fue en esta década que los que una vez fueron “luchadores por la libertad” financiados por EEUU para luchar contra la Unión Soviética, se convirtieron en enemigos capaces de herir a la gran potencia adonde más le duele: en su propio suelo. Y fue en esta década que el mundo, especialmente EEUU, empieza a lidiar de verdad con ellos.
Todo empezó aquel 11 de septiembre de 2001 cuando la mayor potencia del mundo fue víctima del peor ataque en suelo propio en su historia. Los aviones comandados por agentes de Al-Qaeda que chocaron contra las Torres Gemelas y el Pentágono y causaron la muerte de más de 3,000 personas trajeron a bordo un cambio drástico en la seguridad nacional de EEUU, y terminaron por suponer un cambio en la política internacional.
Del ataque nació la doctrina Bush y la guerra contra el terrorismo, una cruzada contra extremistas islámicos que abarcó los dos mandatos de George W. Bush y lo llevó a trazar las líneas de un nuevo mundo bipolar: de un lado Estados Unidos y sus aliados y del otro, los demás.
Esta controversial política exterior se basaba en dos principios: que los Estados Unidos tenían derecho de tratar como terroristas a los países que albergan o dan ayuda a grupos terroristas (usada para justificar la invasión a Afganistán); y la política de guerra preventiva, que sostenía que EEUU podía deponer regímenes extranjeros que representan una supuesta amenaza para su seguridad, incluso si no era inmediata (que justificó la invasión a Irak).
La guerra en Afganistán empezó en octubre de 2001, con el objetivo de encontrar a Osama bin Laden y otros dirigentes de Al Qaeda para llevarlos a juicio por el 11-S. Adicionalmente, se quería derrocar al régimen Taliban, el cual apoyaba y daba refugio a Al Qaeda. Ocho años después, la lucha continua.
Occidente logró instaurar al gobierno del presidente Hamid Karzai, amigo de Occidente y quien seguiría muy de cerca los intereses americanos en el país. Fuera de ésto, la lucha contra los talibanes y al Qaeda parece detenida en el tiempo. Han habido pequeños logros, pero ninguno suficiente para justificar la millonaria expedición. A ocho años, la frontera entre Afganistán y Pakistán sigue siendo el foco de la lucha contra el terrorismo y sigue según entendidos sirviendo de refugio para Bin Laden.
El comandante de la ISAF ha dicho que de salir ahora del país las tropas occidentales, “en cuestión de horas caería el gobierno de Karzai”. Por ello, el Obama decidió el envío de treinta mil soldados más. Pero todo indica que tal como descubrieron los rusos en los años 80, en Afganistán no se puede ganar.
Después de Afganistán, y dentro de la estrategia marcada por la doctrina Bush, Irak comenzó a situarse como un objetivo geoestratégico.
La invasión a Irak (2003) fue basada originalmente en una afirmación falsa de que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva que no dudaría en utilizar. Aunque una mayoría en occidente dudaba de la sustentación americana para la invasión, EEUU, el Reino Unido, España y una veintena de otros países apoyaron una intervención. Con el rechazo del Consejo de Seguridad de la ONU, Irak fue invadido en busca de armas químicas y biológicas que el país nunca poseyó, según se supo después.
Hoy en día, la presencia estadounidense en Irak continua debido al vacío político que dejó la caída de Saddam, pero nadie cuestiona que la guerra no tuvo explicación lógica alguna.
Tan siquiera en papel, la administración Bush expresó durante la mayor parte de esta década su convicción de que ya tocaba la hora para un Estado palestino. La idea era que al hacerlo, EEUU sofocaría las llamas del terrorismo promulgado por extremistas, ya que el apoyo incondicional del país norteamericano a Israel se posiciona siempre en el tope de la lista por el cual los islamistas llaman a la guerra contra la gran potencia. Desafortunadamente, la década no trajo paz a la región, sino más conflicto armado: primero en la guerra entre Israel y Hezbollah en el Líbano (2006), y segundo en la guerra entre Israel y Hamás en Gaza (2008).
El drástico cambio en la política internacional no supuso los beneficios en seguridad que pretendía conseguir el presidente Bush. Nadie hoy en día se siente más seguro gracias a ello. Además, la nueva división global entre los aliados de EEUU y los demás trajo repercusiones a aquellos que apoyaban a la potencia. Los dos “aliados” más grandes, España e Inglaterra, sufrieron ataques de “castigo”: España sufrió el atentado a los trenes de Madrid (2004) y Londres vivió un ataque terrorista contra que causó más de 50 muertos (2005).
Quizás el resultado más tangible de la guerra contra el terrorismo ha sido la controversia que generó en todo el mundo, planteando cuestionamientos sobre la justificación de las acciones unilaterales de EEUU que llevaron a una drástica pérdida de apoyo para el gobierno de Bush, tanto dentro como fuera de EEUU. Tomó un cambio trascendental en la política norteamericana, dirigida por un presidente que rompe el molde presidencial estadounidense como lo hace Barack Obama, para reconstruir desde cero el apoyo y admiración a la primera potencia del mundo. Y le tomara a Obama todo su mandato ponerle fin a las dos guerras que empezó su predecesor.