La lámpara y la espada

Actualizado
  • 03/08/2019 02:00
Creado
  • 03/08/2019 02:00
No es que el poder enloquezca. A los seres humanos; es que

No es que el poder enloquezca

A los seres humanos; es que

Solo los locos buscan el poder.

Aún no habían terminado los esclavos de desmontar y cargar en los elefantes las toldas de seda y los mástiles de sándalo de las cien tiendas levantadas frente al palacio real para celebrar el decimoquinto aniversario del hijo unigénito del rajá, cuando ya su augusto padre mandaba emisarios por todos los caminos del reino hasta todos los reinos adonde llevaban los caminos, con el encargo de encontrar al hombre más sabio del mundo conocido para que sirviera de mentor de quien algún día tendría sobre sus hombros la responsabilidad de decidir los destinos de Ramapur y sus diez millones de vasallos.

Tres meses transcurrieron sin que ninguno de los mensajeros diera señales de vida. Después fueron llegando acompañados todos por ancianos de luenga barba, cada uno de ellos aspirante a ser el pedagogo del joven príncipe. Fueron cómodamente alojados en las dependencias de palacio mientras los consejeros más ilustrados y el propio rajá anotaban pacientemente sus respuestas a los cuestionarios que previamente habían confeccionado a fin de indagar su sabiduría. Se les dijo que debían permanecer en la capital del reino hasta que se hicieran presentes todos los sabios que habían sido convocados.

Pasaron seis meses más y solamente faltaba por regresar el correo que había sido enviado hasta los remotos reinos que yacen escondidos entre los gigantescos picos de la cordillera del Himalaya. Por fin apareció, pero solo. Cuando se presentó ante el rey dijo:

—He tenido el privilegio de ver a un gurú muy anciano que habita una caverna abierta al sol del mediodía en las montañas Langtang, a seis días de camino desde la ciudad de Catmandú. Su fama de hombre sabio se extiende por todo Nepal y hasta desde Lasa y desde Delhi llegan los peregrinos a su cueva con la misma devoción con que se acude a un santuario. El viejo eremita agradeció el honor que le haces, ¡oh poderoso Pratap! ofreciéndole la custodia del príncipe Chatrú, pero se excusó diciendo que ni la corta salud que le ha dejado su larga vida ni el amor que profesa a los que envían los dioses ante él, le permiten abandonar su morada, aunque si el joven príncipe dispone de tiempo y ánimo para acompañarlo, él accederá gustoso a satisfacer sus necesidades espirituales.

No se sabe bien si fue el énfasis que puso el heraldo al expresar el cúmulo de virtudes y sabiduría con que los dioses habían favorecido al anciano anacoreta o fue la fascinación por lo desconocido; el caso es que el poderoso Pratap despidió a todos los barbudos sabios que esperaban nombramiento y dispuso que el joven príncipe y un séquito de confianza se alistaran para viajar hasta las remotas montañas Langtang.

Seis años ininterrumpidos pasó el príncipe Chatrú recibiendo las enseñanzas del sabio octogenario, durmiendo sobre una estera, compartiendo los frugales alimentos de su maestro y viviendo, en fin, con más pobreza que el más pobre de sus lacayos, a quienes había dispensado de sus servicios y enviado a esperarlo en Catmandú.

Transcurrido ese tiempo bajó de la montaña el joven príncipe y, en compañía de sus pajes, regresó al palacio real. Su augusto padre no tardó en delegar en él responsabilidades menores donde pudiera aplicar la filosofía que sin duda le habría transmitido el sabio de la montaña, pero el príncipe heredero pasaba más tiempo absorto en sus meditaciones que en labores de estado. Un día llegaron a palacio unos mensajeros diciendo que los habitantes de la frontera noroeste pedían protección contra una tribu bárbara que había penetrado en la provincia robando y esclavizando a los súbditos del rajá. Éste ordenó a Chatrú que partiera al frente de una legión de lanceros para escarmentar a los invasores. El príncipe se negó y Pratap lo reprendió ásperamente atribuyendo su desobediencia a cobardía y diciéndole que si no se atrevía contra una banda de ladrones, qué pasaría cuando tuviera que declarar la guerra a otros reinos, como había tenido que hacer él en varias ocasiones. Chatrú dijo que sería incapaz de derramar sangre de ningún prójimo, por muy bárbaro que fuera. El príncipe cada día mostraba más melancolía y falta de decisión, hasta el punto de que el rajá ordenó que lo examinara el médico de la corte, pues llegó a sospechar que lo hubieran convertido en eunuco, como había oído decir que les hacían a veces a los ascetas en los monasterios. El médico certificó que la anatomía del príncipe heredero era completa.

El gran Pratap, soberano de Ramapur, había logrado mantener unidos a sus diez millones de súbditos de diferentes etnias y creencias gracias a sus dotes de estadista de mano de hierro en guante de seda. Se iba haciendo viejo y tenía fundados temores de que el reino desapareciera con él cuando los dioses dispusieran de su vida. Le dijo a Chatrú que con su falta de interés en dirigir el vasto patrimonio que heredaría, no solamente lo decepcionaba a él, sino que también desobedecía a los dioses, que lo habían hecho nacer heredero del reino. Chatrú le respondió a su padre:

—Los dioses no me merecerían ningún respeto si me obligaran a actuar en contra del raciocinio que me han otorgado. En las montañas Langtang he aprendido de mi maestro que los dioses nos dieron a los mortales hambre infinita, pero nunca nos dirán dónde está la ambrosía con que la podamos satisfacer. Las migajas de felicidad con que nos premian por perseguir espejismos son cebos para obligarnos a cumplir sus designios. Mi única aspiración es ser tan libre como los dioses me lo permitan y nunca lo seré poseyendo reinos ni riquezas, pues no se nos dan gratis y mientras más poder acumule más esclavo seré defendiendo torpemente lo que no es mío.

El rajá de Ramapur salió de los aposentos del príncipe heredero sin decir palabra, pero su mirada fija y sus pasos firmes denunciaban la decisión irrevocable que había tomado.

Los discípulos, alarmados por el ruido, prendieron lámparas y corrieron al fondo de la cueva. Quedaron mudos de espanto, los ojos desorbitados fijos en el charco rojo que iba formándose junto al cadáver del anciano maestro.

AUTOR

‘He tenido el privilegio de ver a un gurú muy anciano que habita una caverna abierta al sol del mediodía en las montañas Langtang, a seis días de camino desde la ciudad de Catmandú. Su fama de hombre sabio se extiende por todo Nepal y hasta desde Lasa y desde Delhi llegan los peregrinos a su cueva con la misma devoción con que se acude a un santuario...'

FRANCISCO MORENO MEJÍAS

Escritor

Nació en España el 3 de julio de 1939. Fue esposo de la pintora panameña Sandra Cotes de Moreno y reside en Panamá desde 1968.

Ha publicado dos novelas: La piedra de Rosita y Fuego y ceniza , un libro de cuentos titulado Un puñado de ocurrencias y un libro sobre el uso del idioma titulado La herramienta más usada .

Ha escrito artículos en periódicos y revistas. Pertenece al círculo de lectura Extramuros, de la Universidad de Panamá.

Tiene inéditos poemas, cuentos, reseñas de obras leídas y ensayos.

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