Sexta entrega

Actualizado
  • 06/12/2009 01:00
Creado
  • 06/12/2009 01:00
El 20 de diciembre encontró a Panamá vuelto un pandemonio de focos humeantes que se esparcían alrededor de la ciudad en...

El 20 de diciembre encontró a Panamá vuelto un pandemonio de focos humeantes que se esparcían alrededor de la ciudad ennegreciéndolo todo. Las fuerzas de ocupación seguían persiguiendo grupos aislados de resistencia en las zonas aledañas a los cuarteles. Nadie se había preocupado por las zonas comerciales.

A lo largo del día, como una fiebre tropical que se contagió de repente desatando las energías contenidas de la población, estallaron los saqueos.

En la Avenida Central y en Calidonia primero, para luego contagiarse hacia toda la ciudad. Las multitiendas, los supermercados, hasta los chinitos comenzaron a recibir el ataque desesperado de aquellos que también querían lo suyo. Comida claro, porque no se sabía lo que pasaría. Pero también lo demás. Neveras, televisores, equipos de música, lavadoras: la gente andaba por la ciudad como hormigas cargando lo que podían. Hasta cosas inútiles: bolsas de tornillos, carteles luminosos, cajas registradoras vacías. La Asamblea Nacional tampoco se salvó de los ataques. No quedaron allí escritorios ni máquinas de escribir. Hasta Félix B Maduro fue saqueado por varios de sus exclusivos clientes. No sabían que tenían cámaras de seguridad y con el tiempo, buscarían cobrar la cuenta. También había gente que no. Que se quedó en sus casas o, sí salio, fue para recuperar sus cosas. Como el profesor de música Damián Carles de la academia que funcionaba en el Ribasmith de la Transístmica. Se metió con su hijo en medio de la balacera para recuperar las partituras que había juntado a lo largo de su vida.

En la entrada de San Miguelito, algunos batalloneros entraron al Banco Nacional y dinamitaron la caja fuerte para llevarse el dinero. Contuvieron a la multitud haciendo disparos al aire. Enfrente, a la vez, en el mercado El Fuerte, estalló la tragedia. Se habían caído las estanterías con pintura, que se regó por todo el local. Cuando cayó una chispa el fuego se expandió como un viento y algunos no pudieron escapar.

En Colón los saqueos habían llegado hasta la Zona Libre. Los dueños de los negocios se sentían impotentes. No había a quién llamar. La policía panameña había dejado de existir y el ejército invasor no quería problemas con la población civil y, al no sentirse atacados, no se entrometían. El gobierno israelí llegó a quejarse a Estados Unidos aduciendo que no habían cuidado las propiedades de sus ciudadanos en Panamá. Algunos se armaron para cuidar sus propiedades.

Lo cierto es que para los más necesitados, a pesar de la tragedia nacional, esas navidades serían las más nutridas de sus vidas. Los saqueos generaron mayor daño a la economía que la invasión militar. El costo de las pérdidas, según la Cámara de Comercio, ascendió a unos mil millones de dólares.

Por entonces la única autoridad panameña que seguía funcionando eran los bomberos. Intentaban controlar a la multitud pero tenían demasiado trabajo con los incendios que se desataban por todas partes. Las ambulancias no tenían tránsito libre y casi habían dejado de recorrer la ciudad mientras los cadáveres se amontonaban en las calles.

En Paitilla, en Bella Vista, en San Francisco, como si la ola de destrucción que había arrasado media ciudad hubiese ocurrido en otro planeta, los vecinos comenzaron a salir a la calle con pañuelos blancos para dar la bienvenida a los soldados norteamericanoas. Agradecían la liberación. Les regalaban pavo, los dejaban bañarse en sus casas, les prestaban sus teléfonos para que hablasen con sus familias. Estaban agradecidos. Los niños eran fotografiados por sus padres posando ante los tanques. El tiempo de la tiranía se había acabado y llegaba la democracia. Comenzaron a aparecer banderas: “¡Gracias Gringos!”.

Los más chicos también tenían sus motivos para la celebración: la invasión había llegado en tiempos de exámenes y las clases estaban suspendidas. Todo el alumnado terminaría pasando automáticamente de año, sin importar sus notas.

Otros panameños no tenían tiempo de pensar en eso. Vivían en carne propia el fuego vivo de la historia.

En las puertas del Hospital Santo Tomás cientos de personas buscaban a sus seres queridos. La morgue del hospital estaba colapsada de cadáveres sin identificar. Los heridos se amontonaban sangrando en los pasillos. Eran más de mil. Los médicos estaban desesperados. Se les habían acabado las existencias. No tenían ni para coser las heridas, ni vendas, ni antisépticos ni alcohol ni anestésicos. A cada paso se producían reencuentros efusivos de familiares que se abrazaban entre lágrimas. En las pocas farmacias que abrieron sus puertas a partir del 20 se formaban largas filas de familiares de los heridos.

Los que no lograban dar con los suyos y sin saber qué hacer, se animaban a cruzar la ciudad bajo fuego para buscarlos. Iban a los campos de refugiados en Balboa donde, hacia la noche del 20, había más de ocho mil panameños viviendo en carpas. En su mayoría eran los desclasados del El Chorrillo.

Noriega estaba un poco más cómodo en la mansión de los Krupnik aunque sus hombres comenzaban a sentir la presión de la fuga. La casa estaba rodeada por un amplio jardín y se sentían indefensos ante un ataque. Se lo hicieron saber al General, que reunió a todos los presentes para analizar los pasos a seguir.

Gaitán propuso una acción de guerra informativa: le dijo a Noriega que grabara un mensaje. Todavía había radios leales que podrían pasarlo. Le acercó un teléfono. Del otro lado de la línea lo atendió Mario Rognoni.

A Rognoni, la invasión lo había sorprendido en el Pub Las Malvinas. Ulises Rodríguez cantaba con su particular estilo de crooner decadente y tropical cuando se empezaron a oír los bombazos. Roberto Durán, que presenciaba el show, salió a la calle para ver a lo lejos el cielo encenderse sobre el Chorrillo, que era sobrevolado por decenas de helicópteros. Regresó a los gritos anunciando que había empezado la invasión.

- Yo me voy pal Chorrillo-, dijo el púgil antes de salir. Lo intentó, aunque lo detuvieron en un retén y lo obligaron a irse a su casa. Esta vez, a Panamá no le bastaría con el coraje del Cholo.

Rognoni salió del Pub en compañía del periodista Rubén Murgas a bordo de un carro de Radio Nacional. Al llegar al edificio Avesa de Vía España se detuvieron en un retén de los Machos. Les pidieron el auto para la resistencia Nacional. Siguieron a pie. Murgas para la Contraloría, donde estaba Radio Nacional y Rognoni para su oficina, donde tenía otra radio. Se dieron a la tarea de ser la voz de la resistencia. Hacían hablar a todo aquel que quisiera denunciar la invasión. Los políticos PRD llegaban a la emisora y blasfemaban contra la oligarquía y el imperialismo. Cuando se quedaban sin declaraciones describían imaginarios combates en la base de Clayton, la resistencia triunfante en Tocumen. Anunciaban el inminente arribo de tropas cubanas y nicaragüenses para construir un Vietnam en Panamá. Sendero Luminoso también colaboraría con la resistencia panameña con atentados en el exterior. Las FARC marcharían sobre Darién. Los gringos no sabían lo que les esperaba.

Desde el Estado Mayor les comunicaron que recibirían llamados con mensajes en clave que ellos tendrían que repetir al aire. Les parecía extraño pero lo hacían. Eran del tipo “La cabrita se salió del corral” o cosas así. Informaban a la tropa sobre el devenir de algunas acciones. Rognoni colaboraba en lo podía. Cuando lo llamó Gaitán, no dudó y atendió el llamado de Noriega.

- ¿Usted está bien General?- fue lo primero que preguntó al atender el teléfono.

-Sí, Mario. En las próximas horas lo llamará Yolanda –nombre en clave de Marcela Tasón- para darle instrucciones. Voy a grabar un mensaje para la resistencia. Mantengan la señal activa- djo con desgano y cortó.

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