Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
Nochebuena en la prisión de la dictadura
- 24/12/2022 00:00
- 24/12/2022 00:00
El 24 de diciembre de 1968 el Dr. Carlos Iván Zúñiga estaba preso en la cárcel Modelo. La razón esgrimida para su detención fue por seguridad del Estado. En ese momento tenía 42 años, y como candidato a rector lideró el movimiento opositor a la dictadura y además era el abogado del poderoso sindicato de las bananeras.
El 24 de diciembre, día de Nochebuena, comienza a entrar sigilosamente en nuestros corazones. Nos veníamos preparando para pasar el día con la moral muy alta. Suele ocurrir que muchas veces el hombre no le hace frente a su realidad y se escapa en los vericuetos del pensamiento para pronto volver a la realidad. Una manera de no vivir su presente. Un escapismo medio infantil, o medio fruto de la poca experiencia en estos menesteres carcelarios.
La verdad es que desde muy temprano la Navidad se afianzó en mi cerebro con la firmeza de una idea parásita: succionadora de las mejores savias, y siempre allí, presente, haciéndose notar. Viví, pues, desde temprano el día y fue muy poca la resistencia que traté de ensayar para ignorar la Navidad.
Muy temprano mi mujer y mis hijos me trajeron el desayuno y advertí la presencia de mi suegra entre la comitiva familiar –el hecho me agradó sobremanera porque así mi esposa se sentiría muy acompañada–. La madre mitiga muchas angustias, y bálsamos como los que ellas prodigan no son fáciles de sustituir. Para Sydia, sería un gran consuelo.
El padre Porcell desde muy temprano leía en su misal y de modo incesante continuaba danzando de un extremo a otro de la celda. Alguien había soplado que monseñor Lewis había estado en la Comandancia gestionando su libertad. No sé si también la del padre Pérez Herrera. Lo cierto es que muy temprano fue llamado el padre Porcell. Al rato regresó con la orden de libertad. Recogió su pequeño envoltorio, pues la sotana, que reclamaría una maleta, la llevaba puesta, y comenzó a despedirse de sus compañeros de estación. No diríamos, como se dice desde hace algún tiempo, “compañeros de viaje”. Eran de estación, porque allí estaban anclados. Sin viaje ni de ida ni de regreso. En la celda 41, los prisioneros se apiñaban en la puerta para ver salir al padre Porcell. Alguien, más bien en plan chistoso, sugirió que se le debía pedir la bendición. Y pienso que en plan chistoso, por el ambiente festivo que procura toda orden de libertad.
La verdad es que el padre Porcell se enfrentó a la celda 41 y una masa coral le solicitó la bendición. El padre Porcell levanta su mano derecha, hace la señal de la cruz y con voz grávida imparte en latín la bendición. ¡Silencio sepulcral!, estos hombres de la celda 41 están acusados de ¡comunistas! ¿Qué explicación se podría dar a ese hecho? Son cuestiones de “praxis” políticas que siempre han dado buen efecto para obtener la filantropía de A.I.D. (Agencia Internacional para el Desarrollo) y demás organismos crematísticos internacionales.
Se nos fue el padre Porcell, pero nos dejaron al padre Pérez Herrera. Se le aloja casi al lado de la cama del presbítero Góndola. Es otro tipo de praxis que el padre Pérez Herrera con singular estoicismo asimila a plenitud.
Momentos después, llega al consultorio médico el Dr. Kaled. Me saluda con su habitual buen humor, se acerca a las celdas, saluda a los detenidos, a algunos con cierta familiaridad, bien porque han sido sus clientes o porque antes han sido vistos por él en las mismas celdas. Luego ingresa al consultorio y se dedica, por buen tiempo, a estudiar a algunos detenidos que merecen análisis psiquiátricos. La presencia de un psiquiatra en la celda, el día de Navidad, no es tranquilizante. Como que suscita un confrontamiento con el propio estado de ánimo. Uno como que tenía conciencia de lo que es un psiquiatra, del sentido de su función, y al verlo llegar como que precipita una cierta nerviosidad. Tal vez, eso me ocurre únicamente a mí en virtud de ciertos traumas adquiridos en mi infancia y juventud con mi dentadura. Como un dentista me sacó una muela, cuando era niño, sin inyección, les tomé a los sacamuelas una animadversión o antipatía que me perjudicó notablemente. Por tanto, en muchas ocasiones que padecía dolores de muelas, la sola presencia del dentista me creaba un conflicto enorme entre el recuerdo desagradable de mi infancia y la necesidad de acabar con el dolor mediante la intervención del científico. Aún en mi madurez no he podido vencer el recuerdo desagradable de la niñez.
De igual modo, la presencia del psiquiatra, tras una batalla de días para que los nervios no acostumbrados a la vida carcelaria, se tornaran de acero y le hicieran frente al presente y a lo que estaba por venir, como que hacía renacer cierta ansiedad, precisamente de la propia especialidad del Dr. Kaled.
En estos pensamientos me encontraba cuando se retira el conocido psiquiatra y al ver mi barba, ligeramente crecida, pero combinada entre lo cano y lo negro, me dice como para salir del momento sin un diálogo comprometedor sobre mi situación: –Las barbas negras son para los héroes. Ya para los hombres como nosotros las barbas canosas resultan como de agónicos–.
Tal vez quiso hacer una frase. Lo agónico o lo heroico en el hombre no reside en ninguno de sus signos exteriores. En su espíritu, en su dignidad, en su corazón, allí reside la esencia de su propia personalidad. Como igualmente el trance supremo de la vida, que es el instante agónico, constituye la lucha más tenaz y viril del hombre. La agonía, una mueca de la vida que lucha contra la muerte, la del bien en batalla contra el mal, la del justo contra el pérfido, esa agonía es para hombres sin barbas, con barbas negras o con barbas blancas. ¡Es la lucha heroica del hombre de todos los tiempos!
Leo los diarios de la mañana y algunas noticias me llaman la atención. El largo cautiverio del barco Pueblo, que ya he comentado, nos ofrece otros ángulos de índole personal. Su capitán Loyd M. Bucher fue confinado 11 meses en una celda solitaria. Sin entrar en el análisis del delito del capitán Bucher cabria precisar que la historia del género humano está llena de maldades, infamias e injusticias. Allí el caso de Francisco de Quevedo, ya sexagenario, sometido a un largo cautiverio por sus ideas políticas, “solo en un aposento y cerrado por fuera con llave”, durante seis meses, y otros más hasta completar cuatro años sin salir del convento que le servía de cárcel. Allí san Pablo, y tantos, y sobre todo los seres anónimos que sufrieron y sufren amargamente en las prisiones, sin decir palabras porque las prisiones de los humildes suelen ser “dolorosas y mudas como una herida”, al decir de Ricardo Miró, sin dejar el mínimo testimonio para el análisis de la posteridad.
Leo, asimismo, un nuevo comunicado del Gabinete explicando y justificando la clausura de la Universidad. Rápidamente repaso el último número de Life, dedicado a los acontecimientos mundiales más importantes de 1968. Por doquier, la agitación universitaria. Un ensayo de Paul Trachtman que intitula “Anhelos juveniles de poder y parricidio”, explica la cólera de la juventud contemporánea, que desea hacerse presente. En Francia se toman la Sorbona, los estudiantes se suben en las estatuas venerables, como la de Richelieu, y sobre la cabeza de este cardenal se posan meditabundos, no para hacer un estudio anatómico de ella como lo hiciera Quevedo, sino para expresar una protesta. En Estados Unidos, en la Universidad de Columbia, el estudiante David Shapiro se instala en la silla del presidente de la Universidad y el pensador de Rodin, en su eterna cavilación, siente que los nuevos tiempos lo ensucian de pintura y lo llenan de tiras, brazaletes y anuncios. En México, los universitarios, ansiosos de palabras nuevas, pero engarzadas en las realidades y soluciones nuevas, se rebelan con intensidad tal, que un manto de dolor y luto cubría a centenares de hogares mexicanos.
Ayer, no más, Germán Arciniegas, en “El estudiante de la mesa redonda” recomendaba que los estudiantes salieran de sus viejos bodegones y se fueran a las calles a saltar por encima de los códigos como si fueran tizones encendidos.
Pero hoy, en algunos, no hay comprensión para los ímpetus juveniles. No es cuestión de buscar frases para encauzar la insatisfacción colectiva. Ni decir en una época determinada que la juventud necesita “estímulos y no frenos”, para luego de acuñar semejante verdad, envejecer como un vegetal infecundo sin hacer nada positivo para concretarla. La verdad de hoy es que la juventud del mundo vive un período de cambios vertiginosos y su conducta no logra centrarse para trazar objetivos definidos. Hay desesperanza, incredulidad, ilegitimidad, usurpación, falsedad, y con tales características ayunas de ética, nadie puede pretender encauzar ni a la juventud panameña ni a la juventud del mundo.
La juventud es consciente de esa ausencia de autenticidad, de ética y de legitimidad y por ello cada vez se enciende más la ira en su corazón.
Ni Francia ni México ni Estados Unidos, que han sentido esa realidad, la anarquía y el disgusto juvenil en sus etapas más críticas, adoptaron la torpeza de colocar candados y fusiles sobre los claustros.
Anunciar que regentes foráneos vienen a reestructurar la Universidad es tanto como decir que una banda de anófeles viene a curar la malaria.
De allí que el comunicado de los universitarios del Gabinete en defensa de los anófeles o de la cabeza del cardenal de Riechelieu, más que comunicado y más que defensa de una actitud, es un signo de suprema conciencia de la mala estocada que le dieron a la Universidad.
En estos cuidados me encuentro cuando me asomo a la ventana y veo llegar el auto de mi esposa y mis cinco hijos. Los saludo con gran cariño y me causan la impresión que han conseguido permiso para visitarme. Me quieren dar el beso de Navidad. En efecto, instantes después un guardia me comunica que puedo pasar al despacho del capitán, pero que debo ser breve. Bajo apresuradamente, con el corazón latiendo con menos pausa e ingreso al despacho del capitán Ayala. Era la primera vez que los veía a todos desde la noche del 12 de diciembre. La escena no se podría describir, porque se correría el riesgo de festinarla. ¡Un gran momento! Los veo uno a uno, y todos vencidos por la congoja. Espero que pase un instante, sin musitar palabra, y cuando ya presentía que el valor volvía a sus corazones, les hablé con ternura y con firmeza. Pasé a la broma, al instante. Sequé todos los ojos llenos de lágrimas, y les expresé que el mejor regalo que podría esperar de ellos era la promesa de no llorar más y de aceptar mi situación con gran dignidad. Todos me hicieron esa promesa formal. Le hice caricias a cada uno, besé sus rostros y la visita de Navidad se dio por terminada. Subí la escalera, llegué a mi celda y como que un mundo de paz se apoderó de todo mi ser. Fue una visita maravillosa, el duro trance como que me hacía falta; me acosté, dormí unos 30 minutos.
La cena en la celda 41 se había demorado algunos momentos. Tenía curiosidad por conocer la cena de Navidad. Al fin llegó. Arroz, ensalada de repollo y sardina con sabor a tuna. Pero no era una sardina entera, sino como en forma de caldo, o de puré muy aguado. Me causó mucho dolor ver esa cena de Navidad para los presos políticos.
Se trataba, sin duda, de una nueva praxis culinaria que cocina la sardina hasta lograr la esencia de su propia mismisidad. En otras palabras, para satisfacer la curiosidad léxica de Monchi Torrijos, una cena de Navidad concebida sin sinonimias con el pasado. Porque comer puré de sardinas como aguinaldo y como cena de Nochebuena no deja de ser una prueba del cambio revolucionario.
Ya entrada la noche denominada buena, según las circunstancias, los detenidos fueron sumando en una mesa común las viandas, frutas, golosinas y demás alimentos tradicionales en todo 24 de diciembre, traídos por sus familiares. Se cantó, se brindó, se habló mucho, pero el acento de tristeza persistió innegablemente. A mí se me permitió salir de mi confinamiento solitario y se me autorizó alternar con los penados por delitos comunes. Allí llevé un tamal enviado por mi cuñada Milagros y lo repartí entre varios, y tomé alimentos muy ricos proporcionados a los otros detenidos. El pensamiento era un parpadeo. Como el de esos focos de Navidad que se prenden y se apagan. Se prendía en el recuerdo de los seres queridos, se apagaba para vivir la realidad circundante. Repasé todas mis navidades, las propias como niño y también las propias como padre. Si yo fuera un monstruo confesaría aquí que tuve una feliz Navidad. Pero como soy un ser dotado de carne y espíritu, declaro que han sido las navidades más tristes de mi vida. Pero como todo en la vida tiene su compensación, algunos penados que ya tienen años de pasar navidades en prisión, me expresaron con cierta simpatía que estas habían sido sus mejores navidades desde que están en la cárcel, gracias a mi compañía y a la de otros presos políticos. Esas palabras me hicieron profundamente feliz, porque si por naturaleza soy un sentimental, por vocación siento una gran solidaridad con el que sufre y espera.
Nochebuena de 1968, confirmaste lo que venía presumiendo. Tu espíritu de alegría fue para mí un espíritu burlón. Pero me diste templanza, probaste mi espíritu y me confirmaste, una vez más, que todo en la vida, en su significado, es relativo; y que el hombre puede, prendido de una fe, pasar todas las adversidades con una sonrisa en los labios, ¡aun cuando tenga un gran dolor en el alma!
Muy cerca de las 12:00 de la noche me acosté, vi el cielo tras los barrotes y pensé que tal vez por primera vez, tres astronautas que danzaban por los caminos del cielo sorprenderían a millares de Santa Claus descendiendo sigilosos a la Tierra, cargados de juguetes. Mientras, me dormía, cargado de recuerdos y de esperanzas.