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La función del Estado y los retos de la memoria
- 05/11/2022 00:00
- 05/11/2022 00:00
El 14 de septiembre de 1985, en horas de la noche, recibí una llamada telefónica de un padre preocupado por la suerte de su hijo.
“Hugo –me dijo– debió llegar hoy a Panamá, procedente de Costa Rica. Él viaja por tierra y en la tarde de hoy debía esperar a su esposa en el aeropuerto. Hugo no estuvo presente en la terminal aérea. Temo por su vida, ¿qué me aconseja?”. En tales términos me habló don Carmelo Spadafora. Mi respuesta fue inmediata: “Vaya a La Prensa y denuncie el hecho. Yo hablaré de inmediato con el director Fabián Echevers, anunciando su visita”. Le di igualmente el teléfono del Dr. Diógenes Arosemena, experto en Habeas corpus, para que interpusiera un recurso extraordinario ante la Corte Suprema de Justicia.
El Dr. Arosemena conocía el domicilio del secretario general de la Corte, Lic. Santander Casis, y nunca ponía impedimento para recibir las demandas a cualquier hora de la noche. Don Carmelo cumplió expeditamente ambas gestiones. La Prensa publicó una breve noticia al respecto, por considerar que la ausencia de Spadafora podría responder a algún plan publicitario o táctico dadas las conflictivas relaciones que en el momento existían entre Noriega y Hugo.
Don Carmelo estaba muy lejos de pensar que en los momentos en que hacía públicos sus temores ya su hijo había sido asesinado.
El lunes 16 de septiembre, muy temprano, recibí una llamada urgente. Sentí la voz de don Carmelo muy quebrada, como si unas lágrimas lo ahogaran en el dolor. “Encontraron muerto a mi hijo”, me dijo. Mi reacción fue de estupor. De inmediato agregó: “Fue decapitado. Su cabeza no aparece”. Del estupor salté al espanto. Comprendí de inmediato que sus asesinos eran seres sin entrañas y que estábamos en presencia de una política de Estado absolutamente criminal, fundada en la ferocidad y el ensañamiento, agravantes propios del típico asesino lombrosiano.
En esos instantes no sé qué me causó mayor asombro, si la muerte en sí o el medio usado para su ejecución. Mentalmente, imaginé los últimos momentos de vida de Hugo. Seguramente intuyó que vivía sus instantes postreros y por ello vivió el preludio de la agonía de su muerte. Tal vez veía en las manos de sus verdugos el hacha asesina u otro instrumento cortante para decapitarlo con los cortes más finos posibles. Sin duda, en varios momentos pensó que esos chacales no serían capaces de ir más allá de las intenciones y que todo terminaría en un simulacro de intimidación. ¿Cuál habrá sido su último pensamiento al sentir que el instrumento homicida penetraba su cuerpo? Indudablemente estuvo dirigido a sus seres queridos y en un lamparazo final de conciencia, escupiría el rostro de sus victimarios.
La maldad humana no tiene fondo, es ilimitada. Cuando la soldadesca tica fusiló a Francisco Morazán, no impidió que su hijo adolescente presenciara la ejecución. Para que sufriera más y para que su hijo, espectador de semejante drama, no hiciera allí, por temor, un juramento de venganza. Son aberraciones del alma, excesos de soberbia y de locura, porque someter a un padre al suplicio de contemplar a su hijo lloroso como testigo de su trágico final, solo produce deleite a los chacales asesinos. Chacales que, como decía Neruda, el mismo chacal rechazaría.
Existen tantas páginas negras en la historia de la perversidad, como aquella que registra a un general venezolano y luego presidente, Eleazer López Contreras, cuando personalmente internaba a su hijo Eleazer en La Rotonda, mazmorra gomecista destinada a los adversarios políticos, y allí le colocaban grilletes en los pies para que sufriera y muriera.
En las páginas tenebrosas de la dictadura militar argentina de la década de 1970 encontramos episodios más siniestros de torturas: colocaban “taparrabos” eléctricos a las víctimas y cuando eran interrogadas, al momento de dar la respuesta, producían la descarga que llenaba de pavor al declarante, o usaban simplemente las picanas eléctricas en las partes más sensibles, como en las encías, en los genitales, y todo para atormentar al detenido. En otras torturas prevalecía el sadismo. Encapuchado como estaba el atormentado, de pronto una voz femenina le hablaba dulcemente y le acariciaba sus “vergüenzas” con suavidad y con palabras llenas de lujuria y, de súbito, la descarga eléctrica estremecía de dolor al prisionero.
En estos actos inhumanos nada detenía a la maldad. En la tragedia de Chile, hoy con más de 3 mil desaparecidos, de pronto se denuncian nuevas fosas comunes. En estos días encontraron los restos de un niño de 13 años desaparecido después del golpe a Allende en 1973. Sus padres lo buscaron con angustia hasta que murieron. Nunca más lo vieron. Al exhumar sus restos ese niño tenía tres balazos en el cráneo y otros en diversas partes del cuerpo. El hecho ha tenido la virtud de rebasar el vaso del repudio nacional por los crímenes de la dictadura militar jefaturada por Pinochet.
Lo de Spadafora, según la historia del crimen en Panamá, es el caso más cruel y ninguno como él para conmover las fibras solidarias del panameño. Y si la decapitación me produjo un espanto tan grande como la muerte misma, la muerte y resurrección de Heliodoro Portugal me causó esa tristeza que no sirve para llorar, sino para condenar un pasado nacional, panameño, que llegó a los peores grados de cinismo, de impunidad y de arrogancia. En este caso se sepultaron previamente todos los temores a Dios. Asesinar a un hombre, luego de torturarlo cobardemente y enterrarlo en el patio del cuartel que sirvió de escenario al crimen, constituye un alarde demencial de impunidad o una prueba del desvarío que da el abuso del poder, al considerar que bajo la tierra que pisan las botas, ni Dios puede encontrar lo que yace en sus entrañas. Si en la decapitación hubo exceso de maldad que aterra, en el caso de Heliodoro Portugal es vituperable el asesinato. Pero como todo abuso tiene el germen de su propia debilidad, la torpeza de enterrarlo en el patio del cuartel dejó la clave de la huella digital del crimen.
El lunes pasado asistí a los funerales de Heliodoro Portugal. Buscando en el cuartel de Tocumen los restos del desventurado padre Gallegos, encontraron sus restos. Desaparecido desde el 14 de mayo de 1970. Fue capturado en el Café Coca Cola, de Santa Ana, ante la mirada atónita de decenas de personas. Era un joven panameño, luchador, rebelde, con ideales tan propios de la juventud. Las gestiones cívicas del abogado Ramón Fonseca Mora hicieron posible el cese del misterio. Una vez fui abogado de Heliodoro Portugal ante el juzgado o corregiduría regentado por el juez Santamaría, por atentar contra el orden público. Portugal era un adversario activo del golpe militar de 1968.
A las exequias no concurrió ninguna representación de los partidos políticos ni de la Cruzada Civilista. Aquí los muertos son seleccionados a la hora de las honras. A la misa solo asistieron amigos, familiares y el sacerdote Manuel Villarreal que habló con gran dignidad.
Portugal dejó dos hijos. Una niña de cinco años y un niño de un año. Si hubiera retornado con vida, luego de 30 años en tinieblas, hubiera encontrado a su hermosa hija, hoy de 35 años, ya con varios descendientes, y hubiera encontrado a su hijo, ambos frutos de su amor y de sus sueños.
Al terminar la ceremonia religiosa, Patria Portugal desgranó de su corazón lacerado palabras conmovedoras: "Recuerdo a mi papá cuando me abrazaba. He sufrido mucho esperándolo. Pero hoy soy feliz porque gracias a Jesucristo ahora puedo llevarle flores a su tumba". En el patio del cuartel, sobre sus huesos, solo se colocaban las pezuñas de los chacales.
El Órgano Judicial tiene en sus manos la insoslayable misión de hacer justicia. Sus autores son conocidos porque dejaron una inmensa huella digital: el patio del cuartel. Si no se hace justicia, el Estado panameño debería extinguirse porque un Estado sin justicia es una selva sin horizontes llena de alimañas y solo en una selva así los magistrados y fiscales de la dictadura militar podrían ser reciclados, por su inoperancia y omisiones, en los fiscales y magistrados de la democracia.
En esta dura prueba la justicia de la democracia no se identificará con el crimen. ¡Es mi esperanza, es mi convicción!
Artículo publicado originalmente el 2 de septiembre de 2000