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Bajo Chiquito: De la subsistencia, al 'mercado libre'
- 07/11/2023 00:00
- 07/11/2023 00:00
Todo cambió alrededor de un hecho, el antes y el después de la llegada de los migrantes en la comunidad indígena de Bajo Chiquito.
Mientras van llegando al poblado, ubicado en la comarca Emberá, se les escucha decir: “¿Aquí podemos recibir dinero del extranjero?”. Quién imaginaría que en plena selva de Darién se podría hacer transacciones monetarias al estilo Western Union. Pero existe, con una comisión del 20% del monto recibido y con mínimo de $200.
Este tipo de escenas se repiten a diario en Bajo Chiquito por el fenómeno de los migrantes que ha transformado al pueblo en una especie de centro comercial.
Chancletas de $5 a $7 dependiendo del modelo y talla; ropa interior $5; camisetas, pantalón corto, leggins de $5 a $10; internet $2 la hora; recarga de celular $1 la hora, agua $1; plato de comida $5; acampar en espacio bajo techo de $5 a $20; backpacks $5; tarjeta de sim para celular $2. Todo se vende o se alquila.
En Bajo Chiquito, la primera comunidad panameña que pisan los migrantes después de atravesar el 'infierno verde', como apodan el tapón de Darién, encuentran todo lo que necesitan de primera necesidad. Allí llegan con lo que traen puesto.
Bajo Chiquito es una comunidad de la comarca Emberá-Wounaan fundada en 1983, donde viven 496 indígenas y que registra uno de los peores índices de pobreza del país. Los pobladores jamás imaginaron que de la selva emanaría el ingreso que experimentan ahora.
Solían vivir del poco excedente que les dejaban las cosechas de subsistencia como plátano, aguacate, otoe, yuca y otros. Pero ahora tienen en su casa a miles de clientes cautivos que entran y salen constantemente. El día que llegamos al poblado, un martes 17 de octubre por la noche, había 1.500 migrantes, pero unos días después, a raíz de los conflictos sociales que experimentó el país por el cierre de vías, se acumuló el triple, y en el siguiente punto del trayecto, Lajas Blancas, había 4.000 migrantes estancados.
Este hecho se traduce en un escenario en el que todo se monetiza. Una ventana al comercio informal que por décadas había estado cerrada.
Al ser un 'puerto' apartado, al que solo se accede por río, no hay una red de suministro eléctrico, no hay agua potable, tampoco llega la señal del móvil, no hay cobertura de internet de una empresa local. Sin embargo, los indígenas se las han ingeniado para prestar a extraños un servicio que no tienen ni para ellos mismos. En la escuelita a la que asisten 150 estudiantes, por ejemplo, no hay señal de internet.
Pero los indígenas pagaron $250 por la antena de Starlink, la empresa de Elon Musk, para recibir internet satelital por el que pagan una mensualidad de $52 y alquilan a los migrantes la señal. Es la única forma de llamar a los familiares y decirles que sobrevivieron al peor averno: la selva de la que no sale un porcentaje aún no cuantificado por las autoridades.
De noche el pueblo permanece a oscuras, casi ninguna casa se ve alumbrada, pero la comunidad ha gestionado con fondos propios unas 52 luminarias que funcionan con paneles solares para iluminar ciertas áreas.
El fenómeno de los migrantes termina beneficiando a las familias que viven en la comunidad formada por unas cuatro docenas de viviendas. Algunas familias reemplazaron sus casas de penca y de madera por paredes de cemento y techo de cinc o madera.
Pero está claro, si se acaba el negocio o baja el flujo o frecuencia de los migrantes, los indígenas recordarán este momento como un efímero sueño y volverán a su antigua tarea, tal como la conocían antes.
Si la colectividad no se empeña en hacer las mejoras en los problemas que persisten, como agua potable, baños, duchas, infraestructura y la recolección de basura, regresarán a su antiguo estilo de vida con todo y carencias. En este sentido, la ausencia del Estado se evidencia en las comunidades indígenas y rurales a nivel nacional.
El máximo líder comunitario, el nokoe Nelson Ají, parece abrumado por la cantidad de gente que entra y sale del pueblo y tantas tareas pendientes que hay que hacer en la comunidad. “Por un año no vinieron los migrantes y nosotros trabajamos en la agricultura”, confirma Ají.
“No puedo solo”, se lamenta. Explica que en el caso de los servicios básicos, deben gestionarse con las autoridades locales, y no con fondos de autogestión, porque no les alcanzan.
“¿A qué viene usted?”, pregunta con cierto enfado un morador mientras se entrevista a Nelson. No les gusta que los cuestionen sobre sus ingresos: “No nos estamos ganando un billete como dicen”, asevera Ají.
“Tenemos necesidad de darle ayuda a los hijos, piensan que ganamos miles de dólares, como que si nos estamos enriqueciendo con la plata de los migrantes, así nos dicen, que Bajo Chiquito está durmiendo encima de la plata”, reclama Marcial, uno de los habitantes más antiguos del pueblo. Da la impresión que la reacción de Marcial responde al abandono y aislamiento en el que ha permanecido el pueblo por décadas. Pocos son los políticos que visitan el sitio, “prometen y no cumplen”, asevera Ají. Por eso los residentes ven en los migrantes más que respiro económico, todo un nuevo estilo de vida.
“Yo le pediría al Estado agua potable, nosotros estamos consumiendo agua del río. Si vamos con el Estado nos dicen que no, lo hemos pedido varias veces, hemos hablado con Salud”, añade Nelson, como un ejemplo de lo que complementaría la situación con el progreso para la comunidad.
El fenómeno de la migración también ocasionó un auge en la construcción de piraguas que ofrecen el servicio de traslado de una comunidad a otra. La demanda es tan alta, que no solo los moradores de Bajo Chiquito están ganando plata con el transporte de migrantes en piragua, son todas las comunidades vecinas. “Nosotros nos hemos organizado con cuatro comunidades para trasladar a los migrantes”, detalla Ají. Cada día una comunidad distinta ofrece el servicio, y en caso de alta demanda suple el resto.
El viaje en piragua a Lajas Blancas, donde se encuentra ubicado el Centro de Recepción de Migrantes, tiene un costo de $25 por persona. Esto ha ocasionado un florecimiento que motivó la construcción de nuevas canoas para suplir la demanda.
El número máximo de piraguas que se ha registrado en un solo día para transportar a los migrantes fue de 180, según presenciaron colaboradores de las onegés asentadas en el pueblo.
En una de esas lanchas, en las que caben hasta 15 personas, este diario conoció a Luis, un joven que camina con agilidad por los bordes de la piragua de un extremo a otro. Tiene 19 años y trabaja como 'puntero', el nombre que recibe la persona que guía el camino, en este caso a su primo Edy, que maneja el motor.
Luis estira el brazo en forma lateral y apunta con su dedo índice hacia la derecha para advertir a Edy, que está en el otro extremo de la piragua, de que debe apagar el motor de la lancha para evitar que se enrede en los desperdicios que llegan al río. Una lancha nueva, calcula Luis, puede costar entre $3.000 a $5.000, dependiendo de la madera que se use. “La mejor es pino amarillo”, asegura, mientras clava en el fondo del río el palo de aproximadamente cuatro metros para empujar la canoa.
En esta época del año cuando usualmente llueve a diario, el río debería estar más crecido, pero el fenómeno de El Niño repercutió en el nivel del agua, y hay partes en las que es necesario tirarse al río y empujar. De continuar a este ritmo, entre los meses de enero a abril cuando se desarrolla la época seca, afectará aún más el nivel del afluente, y por ende puede mermar un ingreso que da de comer a centenas de familias.
El trayecto desde Bajo Chiquito a la Estación de Recepción de Migrantes en Lajas Blancas dura un poco más de 4 horas en piragua, el único método de transporte. Allí hay otro campamento donde se repite el modelo comercial de Bajo Chiquito. La diferencia es que el terreno es de un particular. Pertenece a una sola persona que alquila o tiene sus puestos de mercancía y servicios a disposición de los migrantes. Su nombre es Olvenis González, que por ser el propietario del terreno, donde hay instalado un campamento, renta los espacios a miembros de la comunidad para que armen puestos de venta de artículos, comida, y servicios.
El hecho de que el campamento esté en un terreno particular representa un obstáculo para las organizaciones que trabajan en la zona atendiendo la crisis migratoria. Las infraestructuras son livianas y las onegés que proveen servicios no se atreven a invertir.
Fuera del campamento se instalaron otros miembros de Lajas Blancas, como Marcos. Antes se dedicaba a la agricultura, pero aprovechó la presencia de los extranjeros para abrir una 'tiendita'. “Gano algo más”. Asegura que vive mejor ahora, que cuando solo ganaba por la venta de los productos agrícolas. En su pueblo, dice, tampoco hay agua potable, todavía usan letrinas, aunque hay tendido eléctrico.
La bonanza de los migrantes también incluye a los transportistas de la provincia de Darién. Desde Lajas Blancas parten docenas de buses diariamente hacia Villa Nelly, Costa Rica, un trayecto de más de 14 horas por el que cobran $60 dólares por persona, antes era de $40 hasta Gualaca.
Es un negocio de miles de dólares por viaje. Cada bus tiene capacidad para aproximadamente 47 personas. Lo que representa $2.820 por viaje, que ocurre cada dos días. A eso hay que restar $400 de diésel, mantenimiento y planilla.
En una época, contó un colaborador de una onegé, se permitía a los migrantes hacer 'labores sociales' en los campamentos, como recoger basura a cambio de ir gratis en el bus. Pero iban parados en los pasillos. “Esa es la razón por la que en febrero pasado, cuando ocurrió el accidente en Gualaca que dejó 39 víctimas fatales, sobrepasaba el cupo del bus”.