La reunión de este miércoles 13 de noviembre en la Casa Blanca entre el presidente saliente de Estados Unidos, Joe Biden, y el mandatario electo, Donald...
- 20/12/2019 00:00
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A eso de las doce de la noche del 20 de diciembre de 1989, Elvia Rosa Caballero escuchó un fuerte estruendo: “¡Bum! ¡La invasión, la invasión!”. Eso fue lo primero que se le ocurrió a Rosa. Nueve meses después de la invasión, nació su segundo retoño, David, el fruto de una aventura, un amor, con un soldado estadounidense de origen puertorriqueño.
Después de la destrucción de El Chorrillo, Rosa se refugió en un albergue temporal. Tenía 19 años cuando conoció a un soldado Eugenio Gómez, de origen puertorriqueño, de 43 años, que mostró simpatía y cariño por su primer hijo. Le compraba pampers, ropa, leche y también le daba dinero. “Parecía un hombre bueno” y probablemente era la oportunidad de un cambio de vida para Rosa.
Un día ese soldado la invitó a salir, la llevó a la base de Clayton, vestida con un uniforme de camuflaje, en un carro militar donde vivió un corto romance. Fueron dos o tres meses que estuvieron juntos. Ella le comunicó que estaba esperando un bebé, y él parecía dispuesto a hacerse responsable del niño. Pero inesperadamente fue trasladado a Irak, donde se dio un conflicto bélico. Rosa nunca más supo del padre de su hijo. No sabe si está muerto o vivo. Aunque ha intentado averiguarlo, los esfuerzos han sido en vano. El niño nació en septiembre de 1990. Ese 20 de septiembre del mismo año, otros 188 niños nacieron en el país, 73 en la ciudad de Panamá.
David es barbero. Pero, su tipo de sangre es distinto al de sus hermanos: AB. A los 16 años, su mamá le contó la verdad. “No pasa nada”, fue su respuesta. Ella no niega que le hubiera gustado que su hijo conociera a su padre (Eugenio Gómez). Pero se consuela diciendo: “Dios sabe por qué pasó”.
En medio de la noche de 20 de diciembre de 1989, las tropas del ejército norteamericano invadieron Panamá: ambulancias y cientos de heridos corrían hacia los hospitales para salvar su vida. Las casas de El Chorrillo y San Miguelito ardían entre llamas. Las calles estaban repletas de soldados, carros y tanquetas estadounidenses. En medio de este caos vinieron al mundo 174 niños, 67 de ellos en la ciudad de Panamá, donde se concentró la ocupación militar.
Las madres que vieron nacer sus hijos en medio del caos de la intervención encontraron condiciones adversas en los hospitales y en las calles. Estos son los testimonios de tres mujeres que narran los momentos difíciles que atravesaron porque sus hijos nacieron en un escenario de guerra.
La periodista Adelita Coriat estaba a la espera de su primer bebé, lista para dar a luz cuando los norteamericanos invadieron Panamá. Desde la ventana de su apartamento en Obarrio, Bella Vista, observaba a un soldado estadounidense que lucía un uniforme camuflajeado, parado detrás del arbusto del vecino. Y muy cerca estaba también una tanqueta del mismo ejército. Entonces, se le pasó por la cabeza que en caso de sentir contracciones durante el toque de queda (6 a.m.-6 p.m.), pediría ayuda al soldado.
El panorama era muy confuso. En las calles habían barricadas, lo que dificultaba la llegada a los hospitales. Adelita tenía que caminar desde Obarrio hasta Paitilla para monitorear el bebé. Y cuando iba en auto tenía que bajarse en su avanzado estado para que los vecinos la observaran y la dejaran continuar. Finalmente, optó por caminar.
Un día, mientras uno de sus familiares compraba medicinas en el hospital, una persona parada en la larga fila gritó, “¡vienen los Batallones de la Dignidad!”. Todo el mundo corrió a esconderse, aterrados.
Ante la incertidumbre de cómo llegaría al hospital en ese dramático panorama, no pensó dos veces en llamar por teléfono al número que aparecía en la pantalla del canal 8, dominado por el ejército estadounidense. Una voz respondió al otro lado de la bocina. ¡Aló! Y la mujer empezó a contar su preocupación de cómo daría a luz ante las condiciones que vivía el país. Adelita le dijo que estaba preocupada porque no sabía cómo haría para llegar hasta el hospital. “¡Áyala la vida!”, le respondió la mujer. Conversó con esa persona durante diez minutos y resultó que quien la escuchaba atenta era una panameña común y corriente que le recomendó llamar a los “gringos” para que la ayudaran porque estaba llamando a una casa particular. Ella ríe varias veces cuando rememora ese momento. “Al principio me dio coraje, pero después me moría de la risa. Todavía no sé si marqué mal el número o qué pasó”, cuenta. Finalmente le indujeron el parto. Y su bebé nació siete días después de la operación militar.
Eunice Escobar tenía 23 años cuando ocurrió la intervención. Ella vivía en El Chorrillo. Y al intentar salvarse de las llamas que consumían su casa, cayó de un poste del tendido eléctrico, arriesgando su embarazo. Un soldado americano la montó en una tanqueta y la trasladó al Hospital Gorgas. El niño nació sano y lo nombró Francisco, en memoria de Francis, uno de los enfermeros que la asistió durante el parto.
Lizbeth López Ospina tenía 29 años y siete meses de embarazo. En 1989 era una funcionaria de Relaciones Públicas de la Fuerzas de Defensa de Panamá. La acción militar de los soldados estadounidenses le generó un profundo estrés que provocó que se adelantara el nacimiento del niño.
Ese 19 de diciembre de 1989 estaba triste, tenía un mal presentimiento, decidió no ir al trabajo. ¡No se equivocaba! Unos minutos antes de la media noche escuchó los primeros bombardeos. Y preguntó a su mamá ¿qué estaba pasando? Ella le respondió que eran fuegos artificiales. Pero el día anterior había escuchado que un comando de soldados estadounidenses se dirigía a Centroamérica. Pensó: “¡Llegó la invasión!”. Se echó a llorar intensamente.
El padre del bebé era jefe de la armería de San Miguelito, uno de los últimos cuarteles en rendirse ante la artillería gringa. El 20 de diciembre a mediodía, él le dijo que estaba herido por una ráfaga de esquirlas que recibió en un enfrentamiento. Y no volvió a saber más nada de su esposo hasta el 28 de diciembre, cuando se entregó a los estadounidenses.
El 31 de diciembre, Lizbeth tuvo contracciones y acudió al Centro de Salud de Parque Lefevre, pero estaba cerrado. Llegó al Hospital Santo Tomás, donde tampoco querían atenderla porque estaba cerrado, por investigación. Alguien gritó, “se está pariendo”. Los médicos vieron que la cabeza del bebé se asomaba. La subieron en un ascensor a maternidad. Inesperadamente, el ascensor sufrió un desperfecto. Hubo que cargarla dos pisos porque no podía sostenerse de pie. Apenas llegó a la sala la acostaron en la camilla y nació el bebé. El niño fue diagnosticado con microcefalia. Hoy tiene 29 años y en los próximos días cumplirá 30.