• 16/10/2015 02:00

La zafra del dragón

Aunque no soy religioso, no tengo ningún problema de servirme de la parte útil o buena de cualquier religión. 

Con este sugestivo título propio de una crónica literaria fantástica o surrealista, declaro que una de las experiencias personales más emocionantes y realistas que he vivido ha sido la zafra del dragón. No se trata de cosechar dragones mitológicos; se trata de la anhelada cosecha de una fruta que tiene este nombre: pitahaya, pitaya, fruta del dragón o ‘dragon fruit ', de la familia de las Cactaceae, porque esta fruta literalmente tiene un aspecto muy parecido al de un dragón legendario; aunque es una planta originaria de México y América Central, incluyendo a Panamá y a nuestra provincia [Chiriquí], aquí se conoce, produce y consume muy poco; se produce en gran escala en México, Nicaragua, Perú, China, Vietnam, Colombia, Israel, Filipinas y Argentina, lugares donde nuestra nativa pitaya, que crece silvestre y abundante en los montes y en las márgenes del río Divalá, ha sido mejorada cien tíficamente para lograr frutos más grandes y agradables al paladar.

La emoción de que la nativa pitaya figure en la lista de la diez frutas más raras de mundo (junto con el rambután, jacá, maracuyá, lichi, carambola, mangostán, kumquat, durián, kiwano) no se puede disimular; pero mucho menos se puede disimular la emoción porque en mi propio patrimonio las plantas de pitaya mejorada (de pulpa roja, la más difícil de cultivar) hayan crecido adecuadamente y estén produciendo frutas de buen tamaño y de buena y exquisita calidad; cosechar y comer dragones se ha convertido en una especie de ritual familiar lleno de folclor, de magia y de reflexiones de orden filonaturalistas; la gente dice ‘donde el abogado están comiendo dragones '; mis padres ancianos disfrutan estos dragones sin saber o entender qué es lo que comen; otros se ponen en una lista imaginaria esperando que un día haya dragones suficientes para todos.

La vida está llena de magia. La capacidad de asombro, aunada a la voluntad persistente, hace que cuando uno se lo propone tomen sentido las palabras del sabio Eliseo Reclus cuando dijo que: ‘El hombre es la naturaleza que toma conciencia de sí mismo '. Yo ni fui educado para considerarme naturaleza ni mucho menos para hacer atrevidas alianzas con la madre naturaleza. Pero como la vida es un proceso constante de aprendizajes y desaprendizajes, comencé a rediseñar mi vida en función de otros objetivos más personales y espirituales; así fue como comenzó esta gran pasión que siento por las plantas y por el mundo natural; así fue como comenzó esta titánica tarea de construir una réplica a escala de los míticos edenes o vergeles de que nos hablan en forma recurrente casi todos los textos de las religiones antiguas, en alusión a una época ida en que Hesíodo denominó la ‘Edad de Oro '.

Aunque no soy religioso, no tengo ningún problema de servirme de la parte útil o buena de cualquier religión. En la Biblia (Génesis 2, 9) se lee: ‘Dios el Señor (...) hizo crecer también toda clase de árboles hermosos que daban fruto bueno para comer. En medio del jardín puso también el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal '. Se señala también que: ‘Cuando Dios el Señor puso al hombre en el jardín de Edén para que lo cultivara y lo cuidara '.

Esa utopía de un edén cultivado y cuidado por los hombres, que simultáneamente genera elementos de subsistencia y que recrea paisajes de deleite (hoy llamados zonas de confort) dio origen a la obra La Utopía de Tomás Moro y de muchos otros autores que reivindican la primacía de la vida natural, agrícola, sobre otras formas u actividades económicas que, además de dañinas o insostenibles, despojan a los hombres de esa vinculación necesaria con la agricultura (cultivo del agro) y con todos los elementos constitutivos del mundo natural (patria natural).

El gran científico y patriólogo Albert Einstein inspiró mi vida cuando sostuvo que: ‘No pretendo cambiar al mundo, pero en el pedacito que me tocó vivir quiero hacer la diferencia '. Como capitán de la nave de mis propios sueños, no solo he traído a mi patrimonio las plantas de las diez frutas más raras del mundo; también otras más raras y menos conocidas u otras que siempre han estado aquí y que la gente nunca ha aprendido a utilizarlas para alimentarse o curarse de las enfermedades. Así avanza esta utopía de comer dragones y de hacer de mi parcela de patria un lugar más agradable para vivir, disfrutar y pensar en un mundo donde haya más personas construyendo utopías que destruyendo el hermoso patrimonio que nos heredaron nuestros antepasados y la madre naturaleza.

ABOGADO Y PERIODISTA.

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