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- 11/07/2018 02:02
Tribu de pillos
Indignación, por decir lo menos, me ha causado que los modernos mercaderes pretendan establecer un impuesto al uso de la energía solar. Por arte del birlibirloque, los maestros de la estafa se apropiaron del Sol y, si seguimos enmudecidos, se harán dueños de la luna y de los vientos y de la lluvia y del aire que respiramos. Entonces les pagaremos impuestos por contemplar la luna llena, saborear el viento fresco, disfrutar de los aguaceros y oxigenar nuestros pulmones. Si no protestamos ahora, que nadie se queje mañana cuando nos cobren por caminar, hablar, oír, mirar, leer y soñar. Haremos mutis cuando paguemos por dormir y reír y odiar y llorar y discernir. Hoy ya pagamos por nacer, trabajar, aprender, comer, sanarnos, envejecer, morirnos y enterrarnos. Si ya hubo impuestos para subir directo al paraíso celestial, que nadie se asombre entonces cuando amanezca con el impuesto a la vida terrenal. En su búsqueda incesante para enriquecerse, nada dejaran a la libre disposición de los desposeídos, ni siquiera la pobreza, pues ya ser pobre no será gratis. El impuesto a la miseria es una vieja aspiración de estos mercaderes, tan vieja como su afición por vivir del esfuerzo ajeno.
Los mercaderes de hoy, sin dudas, son los mismos que siempre han formado parte de esa tribu de pillos, saqueadores de pueblos, que por la historia caminan buscando fortuna sucia. Son los mismos cobradores de impuestos que el Jesús de Nazareth expulsó de los portales del Templo de Jerusalén. Mírenlos bien, son los que ayer auspiciaban el comercio de negros en las costas de Africa, para que como esclavos sirvieran a los dueños de las plantaciones de tabaco, algodón y caña, que florecían en América. Escúchenlos bien, hablan con la propiedad del señor feudal que dispone del sudor y de los frutos y de la familia del siervo de la gleba. Obsérvenlos bien, son los nuevos santos que ayer no más decidían el monto de los diezmos obscenos y el cobro de las varas de justicia. Para lograr sus malsanos despropósitos, ya no usan la cruz y el rezo, ni el arcabuz y el látigo, ni los perros bravos que devoraban cabezas a la orden del amo. Véanles sus pálidas manos, se han lavado la sangre de los miserables sobre cuyos cadáveres levantaron las fortunas y ahora se muestran delicados, como púberes de buena casa. En el fondo, sin embargo, sigue el mismo diablo dirigiendo los pasos de sus enmugrecidas conciencias.
No nos equivoquemos. Ellos son los que todo tributo que pague el pueblo lo pintan de rosa, siempre que vaya a engordar sus cuentas bancarias. Ellos son los que justifican los impuestos con aquel viejo cuento de soportar los gastos públicos. Ellos son los ‘hombres de bien' que en las redes sociales defienden el lucro inmoral de los miembros de su tribu, cuando se les antoja elevar el precio de la electricidad. Ellos son los que han estudiado por años la decoración de sus iniquidades, siempre en perjuicio de las grandes mayorías. Ellos son los que promueven la corrupción y la impunidad y las leyes que les sirven como instrumento legal para perpetrar el saqueo de las mieles del pueblo. Ellos, los que en nombre de la decencia roban, los que en nombre de la honorabilidad peculan, los que en nombre de Dios explotan, los que en nombre del Estado engañan. Ellos, insaciables, son los mismos que ahora también quieren el impuesto al Sol.
No me sorprende la propuesta indecente de estos mercaderes, me indigna. Lo que me inquieta y mucho, es el silencio del pueblo. Pareciera que formamos parte de una sociedad mansa, complaciente, distraída, que me hace recordar a la celestina aquella que se ocupaba en tejer cuando los novios, nerviosos, se daban los primeros besos. Sabía, pero no quería saber, miraba, pero no quería mirar, pensaba, pero no quería pensar. Somos parte de una sociedad cercana y, al mismo tiempo, distante de los problemas que nos golpean cotidianamente, como la celestina desentendida, presente y ausente en nuestros iniciales amores.
Frente a las aspiraciones de estos mercaderes, el pueblo debe asumir ya su papel protagónico y rechazar con fuerza la privatización del Sol y el alza de cualquier impuesto. Si continuamos con esa grave afonía, con esa introversión social, enarbolando el estandarte del qué me importa, estaremos dejando la puerta abierta para que esa tribu de pillos entre hasta nuestro dormitorio y, risueños, nos imponga un impuesto cada vez que hacemos el amor. Asústese, pues si ya sus años de pujanza han pasado, seguro que el novedoso impuesto recaerá también sobre el recuerdo de esa época de gloria.
ABOGADO