• 20/03/2025 00:00

Reformas electorales: ¿para qué las prisas contraproducentes?

Como es ya tradicional y siguiendo un ritual, hasta ahora con resultados más protocolares que trascendentes, se ha vuelto a instalar la Comisión Nacional de Reformas Electorales para revisar las reglas que rigieron durante las pasadas elecciones y, supuestamente, mejorar las que se aplicarán en el 2029.

Por su exagerada extensión, nuestro Código Electoral, con sus más de 700 artículos (742, para ser precisos) supera a cuanta legislación comparable existe en el mundo. Pero, como la eficacia no está necesariamente determinada por la prolijidad de los textos legales, su vigencia y aplicación no ha producido, como debió ser, un modelo de funcionalidad y efectividad democrática, sino precisamente lo contrario. Siendo esa una realidad inobjetable y prueba de que no hemos transitado por el camino correcto, en esta nueva versión del ejercicio reformatorio, debiera considerarse un cambio de la metodología, que debe estar precedida por un replanteamiento de sus objetivos.

El nuevo ejercicio de revisión de la legislación electoral debiera tener como prólogo, antes que la tradicional presentación por los magistrados de las propuestas de reformas y de entrar a su discusión, en orden sucesivo de los artículos, un debate preliminar que tenga como objetivo responder a preguntas fundamentales como las siguientes:

¿La legislación que hasta ahora ha regido y su aplicación ha contribuido a que tengamos más, o menos democracia?

¿Las múltiples reformas que se han hecho han propiciado que tengamos una democracia verdaderamente representativa y, sobre todo, participativa?

¿Asegura la legislación electoral que los partidos políticos cumplan la función y la responsabilidad que les asigna la Constitución en su artículo 138, de expresar el pluralismo político, concurrir a la formación y manifestación de la voluntad popular y ser instrumentos fundamentales para la participación política?

¿Está obligado el Estado a contribuir durante todos los años, electorales o no, con el 1 % de los ingresos corrientes del gobierno central a los gastos en que incurran las personas naturales y los partidos, cuando el artículo 141 de la Constitución, expresamente, solo dice que “podrá contribuir” y que solo debe hacerlo durante los procesos electorales?

¿Ante el hecho, repetido en varias elecciones de que, con base en el artículo 447 del Código Electoral, han sido declarados ganadores de las elecciones presidenciales candidatos con una representatividad real, inferior al 30 %, si se toma en cuenta la abstención y que ese porcentaje podría ser aún menor en la medida en que aumente el número de los candidatos, no es hora ya de que se instituya “la doble vuelta”, que existe en toda la América Latina, con la singular excepción de Panamá?

Como sostuve en el artículo que publiqué en este mismo diario el pasado 20 de febrero, con el título “Las tergiversaciones del Código Electoral”, por cuanto para las elecciones faltan más de 4 años, para nada son necesarias las prisas para la revisión de las normas electorales que regularán los próximos comicios.

En lugar de forzar innecesariamente los tiempos, mejor convendría que, si ya existe el anteproyecto que suele presentar el Tribunal, como siguiente paso este sea ampliamente divulgado mediante su publicación en un medio escrito de circulación nacional y que se abra un plazo prudencial durante el cual se emplace a los partidos, a las bancadas legislativas y a todos los sectores que pudieran estar interesados para que, si los tienen, también aporten sus anteproyectos e, igualmente, se publiquen.

Los saldos negativos, si se miden por sus resultados poco efectivos de los pasados ejercicios para reformar las normas electorales, aconsejan que el nuevo ciclo que acaba de comenzar se desarrolle sin prisas contraproducentes y bajo parámetros diferentes a los tradicionales. El país necesita que el próximo torneo electoral no sea una repetición de los vicios que, con razón se le han criticado a todos los recientes; que efectivamente contribuya a que tengamos una verdadera y funcional democracia, que refleje la voluntad de las mayorías en lugar de la de las minorías; una democracia auténticamente representativa y participativa, en la que el pueblo, como único y auténtico Tribunal Supremo Electoral sea el que decida; en la que tanto los elegidos como los partidos, la legislación electoral o las autoridades responsables de organizar los procesos electorales solo sean instrumentales para la manifestación y la continuada preeminencia de la voluntad popular.

*El autor es abogado
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