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- 15/06/2024 23:00
Libros y lectores
Cada letra, jeroglífico o símbolo de cualquiera de los innumerables alfabetos, logogramas, ideogramas o pictogramas que existen o existieron en el mundo ejercen un poder mágico y especial en nuestra imaginación al hacer visible y duraderas las palabras que pronunciamos en nuestra habla humana.
Estos primeros sistemas de escritura o protoescritura, si bien no todos fueron fonológicos o alfabetizados, al principio nos ayudaron principalmente a recordar de forma más permanente y pictográfica, lo que esas palabras habladas acababan por olvidarse.
Las antiguas civilizaciones africanas, americanas, orientales y occidentales iniciaron sus escrituras de forma silábica, antes de evolucionar su uso pictográfico con alfabetos, utilizando primero dibujos con un significado (la semasiografía) hasta llegar a la reproducción de sonidos (la fonografía) de forma alfabética. En China, Japón, Corea y otros países asiáticos se hizo con la simplificación de los caracteres chinos porque aparte de su uso ideográfico, estos también se utilizaban de forma fonética.
Lo cierto es que la evolución de la palabra hablada a la palabra escrita ha hecho posible para el humano muchas estructuras más profundas, visuales y meditadas, dándole a todas las cosas una mayor red enlazadora con nuestras propias experiencias y pensamientos; o sea, asignándole un sentido universal, lírico y literario a la palabra escrita, permitiéndonos a todos una mejor comunicación cultural e intelectual.
Vemos así que entre las principales formas utilizadas para la preservación de estos pensamientos y experiencias se encuentran los libros impresos, formato popularizado en Occidente tras la invención de la imprenta por Gutenberg en 1440. En China y países de Oriente ya existía, desde el Siglo XI, un sistema de tipos móviles a base de piezas de porcelana o arcilla para imprimir sus textos y libros.
Con este invento de la imprenta, la memoria humana y nuestra civilización mundial se enriqueció enormemente al hacer posible estas primeras y subsecuentes ediciones de libros que, con su naturaleza esquemática, diverso contenido y solidez material, facilitaron su uso internacionalmente.
Además, la coyuntura económica y social de los libros abarca bibliotecas, librerías, autores, editores, impresores, proveedores, expedidores, libreros y por supuesto lectores entre muchos otros factores externos que, aunado a la convergencia de otras disciplinas en la difusión y producción de libros, le dan su importancia y permanencia mundial.
Por eso, la influencia intelectual, política y legal de los libros no se puede subestimar ni tampoco sus consecuencias artísticas, en especial la multidimensionalidad de la palabra hablada o escrita, factor que le da su magia y poder intrínseco.
De hecho, el dinamismo de nuestro lenguaje se deriva de la riqueza del vocabulario y la sintaxis del idioma que utilizamos, en nuestro caso el castellano, que contribuyen a mejorar su nivel significativo, a pesar del simbolismo y ambigüedad de muchas palabras, condición muy bien utilizada por los poetas y autores de obras del género fantástico.
En esto los lectores se ponen a la par con los escritores y sus libros, porque para escribir o leer bien una obra literaria se necesita, no solo una visión artística del mundo, sino también visualizar con nitidez nuestra propia condición humana, con toda las emociones, particularidades y tragedia que la caracterizan.
Por eso, los libros son el diario íntimo de la humanidad, escritos con la dignidad trágica de los hechos o con el humor gracioso y cómico de las muchas contradicciones de la vida.
En el errabundo curso de los libros nunca falta el lector insatisfecho que aprueba una cosa con el corazón y la contradice con la cabeza, para entonces darle la razón a esa incertidumbre, unificando su lectura dialécticamente, porque así leemos para vivir.
Pero acaso, ¿sería más acertado decir que vivimos para leer?