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- 19/05/2024 00:00
La venida del Santo Espíritu de Dios
El evangelista san Lucas, a quien se le atribuye la autoría del libro de los “Hechos de los Apóstoles”, en el Nuevo Testamento del libro sagrado de la Biblia, fue escrito alrededor de los años 80 y 90 d. C., hace énfasis en tres cosas fundamentales: primero: la historia de cómo se fundó la iglesia cristiana primitiva, la de los apóstoles; segundo: el cumplimiento de la venida del Espíritu Santo sobre la misma y tercero: el compromiso de los seguidores de Jesucristo de llevar el evangelio a todas partes del mundo empoderados por el mismo Espíritu Santo. Es un libro apasionante de leer, pertenece a aquellos libros que cuando se inicia, no se suelta hasta que se termina su lectura. Lo ideal sería iniciar con la lectura del evangelio de san Lucas y seguidamente terminar la lectura con “Hechos de los Apóstoles” como era el libro originalmente.
De estas tres grandes narraciones, está la del cumplimiento profético que cambiaría no solo la historia de los apóstoles y seguidores de Jesucristo, sino de la historia de la humanidad, y me refiero a la venida del Espíritu Santo sobre la faz de la tierra. “Después de estas cosas derramaré mi espíritu sobre toda la humanidad: los hijos e hijas de ustedes profetizarán, los viejos tendrán sueños y los jóvenes visiones. También sobre siervos y siervas derramaré mi espíritu en aquellos días; mostraré en el cielo grandes maravillas, y sangre, fuego y nubes de humo en la tierra. El sol se volverá oscuridad, y la luna como sangre, antes que llegue el día del Señor, día grande y terrible”. Profecía esta del profeta Joel (c.2,28-32), escrita probablemente entre el año 835 y el año 800 a. C.
En el acontecimiento histórico de los hechos de los apóstoles, se señala que los mismos estando reunidos en un solo sitio, durante la festividad judía de Shavuot o fiesta de las semanas, “de repente, un gran ruido que venía del cielo, como de un viento fuerte, resonó en toda la casa donde ellos estaban. Y se les aparecieron lenguas como de fuego que se repartieron, y sobre cada uno de ellos se asentó una. Y todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu hacía que hablaran” (c. 2, 1 - 4). Fue un evento maravilloso e impresionante que cambiaría la vida de estas humildes personas para siempre.
El “advocatus”, el “Santo Espíritu”, se derramó aquel día sobre cada uno de ellos y continúa derramándose sobre toda la humanidad en la actualidad, tal como fue profetizado por Joel. Las sagradas escrituras y el catecismo de la iglesia nos enseñan que esa realidad se puede confirmar con la aseveración paulina que dice: “nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, si no por influjo del Espíritu Santo” (1 Cor. 12, 3). El Espíritu y su gracia, están presente en toda la humanidad y se nos comunica íntima y personalmente por el Espíritu Santo en la iglesia de Cristo.
Ese Espíritu que se ha derramado sobre toda la humanidad y es consubstancial al Padre y al Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria como reza el Credo Niceno. Ese “Paráclito” coopera activamente con el Padre y el Hijo desde el comienzo del designio de nuestra salvación y será siempre así hasta su consumación. Este designio divino, que se consuma en Cristo, “primogénito” y “cabeza” de la nueva creación, se realiza en la humanidad, por el Espíritu que nos es dado: la iglesia, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna (Catecismo).
Para seguir con la tarea incansable de los seguidores de Jesucristo, de llevar el evangelio a todas partes del mundo, tarea esta cumplida por más de dos mil años, el Dios Trino nos ha dado este regalo, este don, este carisma con sus dones excelsos que nos capacitarán y empoderarán para la tarea de la evangelización del mundo. Un empoderamiento marcado por el amor de Jesucristo es el principio de la vida nueva, hecha posible porque hemos “recibido una fuerza, la del Espíritu Santo”, (Hch. 1, 8).
San Pablo estaba muy claro sobre este aspecto cuando en su carta a los Gálatas señalaba “en cambio, lo que el Espíritu produce es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio. Contra tales cosas no hay ley. Aquellas personas que siguen a Cristo Jesús han dejado atrás la naturaleza pecaminosa del ser humano, junto con sus pasiones y malos deseos. Si ahora encontramos vida en el Espíritu, permitamos que Él nos guíe en nuestro caminar. Los dones del Espíritu son para toda la humanidad y reflejan los valores y principios del reino de los cielos.
Ojalá que, en esta época de conflictos humanos, la festividad de Pentecostés nos haga poner en práctica esos dones de amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y dominio propio que harán que esta nación esté más cerca de la voluntad de Dios.