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- 05/12/2021 00:00
Del 'Farhud' a la expulsión de 850 000 judíos
“Farhud”, en árabe “expropiación violenta”, fue la matanza de cientos de judíos en Irak, que tuvo lugar entre el 1 al 2 de junio de 1941, a mano de hordas musulmanas, fecha que marca también el principio del fin a más de 2500 años de presencia judía en Mesopotamia, misma que se remonta al primer exilio tras la caída de Judea y su capital, Jerusalén, ante Nabucodonosor en el 586 a. C., mil años antes de Mahoma.
El “Farhud” estuvo influenciado por el primer ministro iraquí Rashid Ali al-Gaylani, dignatario que promovió la difusión de propaganda nazi en las radios locales. Derrotado en una breve guerra contra los británicos, su inmediato derrocamiento generó un vacío de poder aprovechado por sus partidarios para enardecer a la masa en contra de los judíos, a la par de debilitar la influencia británica para convertir a Irak en un protectorado alemán cuyos recursos petroleros estarían a la orden de la maquinaria de guerra germana que preparaba la invasión a la URSS el 22 de junio de dicho año.
Hasta ese entonces, el “Farhud” fue la expresión más violenta de las simpatías que profesaba la dirigencia árabe hacia el nazismo, teniendo como trasfondo su vehemente oposición a la presencia judía en Palestina, patria histórica del pueblo judío, a la cual se estaba retornando, tras más de 1800 años del exilio forzado, a raíz de la conquista romana de Jerusalén en el año 70 d. C.
El regreso del pueblo judío a su tierra tuvo como máxima expresión de reconocimiento internacional la aprobación del Plan de Partición de Palestina por parte de la Asamblea General de la ONU, el 29 de noviembre de 1947. De los 33 votos aprobatorios, 13 fueron latinoamericanos, entre ellos el panameño, otorgado bajo instrucciones del presidente, don Enrique Adolfo Jiménez Brin.
Tras la aprobación, Panamá integró la Comisión de Fronteras junto a Bolivia, Checoslovaquia, Dinamarca y Filipinas. El embajador panameño designado, Dr. Eduardo Morgan Álvarez, en un artículo de Estampas, publicado en 1967, explicó el objetivo de la Comisión: “nuestra misión era marcar las líneas fronterizas entre judíos y árabes y sentar las normas para que unos y otros vivan en paz”. Una tarea que contó con la hostilidad de los países árabes y musulmanes.
Hostilidad manifiesta que estalló desde el día posterior a la aprobación de la resolución. Mientras la población judía en Palestina festejaba el fin del largo exilio, la población árabe en los países circundantes caía presa del fanatismo de sus líderes que la azuzaban a cometer desmanes en contra de las indefensas poblaciones judías, derivando ello en el exilio de 850 000 judíos, expulsados sin poder llevar consigo bien alguno, dejando atrás todas sus propiedades y posesiones, incluyendo cuentas de banco.
Violencia instigada por un liderazgo irresponsable, que negó toda solución pacífica al conflicto y apostaba por el exterminio masivo de judíos. No olvidamos el rol de Haj Amin el Husseini, Mufti de Jerusalén, aliado de Hitler, en el exterminio de judíos, serbios y gitanos en los Balcanes, cerebro de la 13.ª División de Montaña SS Handschar, integrada por musulmanes croatas y bosnios, personaje posteriormente declarado criminal de guerra que, sin embargo, nunca fue juzgado por la protección que le dio el dictador egipcio Gamal Abdel Nasser. Tampoco olvidemos las palabras de Azzam Pachá, secretario general de la Liga Árabe, quien vociferó antes de la guerra de 1948 que “esto será una guerra de exterminio, una terrible matanza, comparable a las matanzas de los mongoles y los cruzados”.
No sucedió aquello. El Estado de Israel derrotó la invasión de los ejércitos árabes y consolidó su independencia. En cambio, el Estado árabe propuesto no llegó a crearse. Entre 1949 a 1967 Cisjordania y Gaza fueron ocupadas por Jordania y Egipto respectivamente, países que se negaron a crear el propuesto Estado árabe, condenando al pueblo árabe de Palestina a vivir en campos de refugiados, usándolos como moneda política de chantaje.
Destino muy distinto tuvo gran parte de los 850 000 judíos expulsados que llegaron a Israel, país que, pese a las adversidades y limitaciones, supo absorberlos otorgándoles, junto a la libertad, el más preciado de los dones: la ciudadanía de un país en donde impera el derecho, mismo que, al cabo de 73 años de independencia, continúa siendo un bastión de democracia, progreso y bienestar social, una isla de desarrollo humano en medio de un mar de dictaduras, teocracias y reinos medievales que mantienen sojuzgados a sus habitantes.
(*) Licenciado en Educación e Historia por la Universidad Hebrea de Jerusalén.