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Cuando un gobierno decide cómo gastar el dinero de los impuestos, normalmente tiene un punto de referencia central: quién puede entregar bienes o servicios al precio más barato.
Pero muchas veces este enfoque nos lleva a decisiones incoherentes. Por eso, cada vez presionamos más a los gobiernos para que reevalúen esta metodología, argumentando que algunos bienes, particularmente ciertos alimentos, pueden tener un precio más bajo, pero pueden imponer costos adicionales, como por la predisposición a ciertas enfermedades crónicas debido a dietas carentes de nutrientes y excesivas en aditivos, por la pérdida de especies a medida que las tierras de cultivo se apoderan de su hábitat, o por el cambio climático debido a los gases de efecto invernadero.
Durante años, hemos estado desarrollando un sistema de “contabilidad de costos” basado en el creciente conjunto de evidencia sobre el daño a la salud de las personas y del ambiente causado por diferentes tipos de agricultura. Ahora, es mucho más fácil traducir estos daños en cifras en dólares.
Digamos que una bebida gaseosa endulzada con edulcorantes sintéticos cuesta 50 centésimos de dólar, en contraste con un jugo natural de naranja de $1.00, por ejemplo. Sin embargo, una bebida artificialmente azucarada produce un efecto dañino en la salud y causa una de las epidemias más letales de este siglo: diabetes tipo 2 y obesidad. Ambas representan en gastos médicos de salud la cifra de $850 millones al año.
Igualmente, una libra de carne molida de res cuesta $4 en el supermercado. Ese precio deja de lado algo importante: el alto costo ambiental de la carne. Si a eso le sumamos cosas como la deforestación y el uso del agua, el precio de la carne molida sería mucho más alto. Estudios e investigaciones explican cómo serían los precios reales si estos daños ambientales se tuvieran en cuenta en los precios de las proteínas que comemos todos los días, como la carne de res o de pollo.
Por tanto, los gobiernos deben tener en cuenta estos costos ocultos al momento de decidir qué comprar y qué hacer, porque esas decisiones tienen implicaciones para la salud humana, la biodiversidad y más.
Considere, por ejemplo, el almuerzo escolar que regalan en las escuelas y que cuesta al país más de $8 millones al año. Por supuesto, a esas galletas nutricionales y cremas de leche nadie les ha hecho un análisis de costos reales. Están fabricadas con materias primas importadas y suplementadas con aditivos sintéticos, los cuales causan contaminación y provocan afecciones a la salud.
Si sumamos todos esos costos ocultos, una nueva oferta de comida escolar basada en alimentos naturales podría parecer una mejor manera de gastar el dinero de nuestros impuestos. Expertos nutricionistas han evaluado y concluido que al Ministerio de Educación le conviene mucho mejor la creación de comedores escolares y la incorporación de menús saludables, que incluyan aspectos de costos y elementos adicionales, y no solamente el precio para la mera compra de una galleta y un tercio de leche.
Por eso aplaudimos la iniciativa del Meduca de iniciar en más de mil escuelas el programa de “Estudiar sin Hambre”, el cual beneficia a más de 115.000 estudiantes al eliminar estos dos productos procesados y reemplazarlos por alimentos reales como granos, cereales, verduras y frutas.
Corresponde ahora al Meduca convertir las externalidades de salud y ambientales en una herramienta que permita calcular un costo neto y defender el programa de “Estudiar sin Hambre” de sus posibles detractores. Una herramienta básica para el análisis utilizaría no sólo criterios de salud y ambientales; también incluiría aspectos que favorecen a los productores locales, proveedores que pagan impuestos al Estado, empresas que utilizan mano de obra panameña, etc.
En virtud de lo anterior, el Meduca está obligado a crear una instancia de análisis y control para manejar este tipo de cosas. Una dificultad obvia será al momento de evaluar las recomendaciones y comprar alimentos más caros, pero que son más saludables para las personas y amigables para el clima, que sus beneficios no puedan manifestarse ni demostrarse inmediatamente en forma de ahorros fiscales para el Estado.
Ya en el mundo existen varias instituciones que apoyan y realizan el análisis de costos ocultos, tanto sociales como ambientales. El año pasado, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación calculó los costos ocultos globales de los sistemas alimentarios en más de 10 trillones (mil millones) de dólares en 2020. Nuestro interés es que esos costos sean contemplados a la hora de elegir productos, no solamente para los estudiantes en los comedores escolares, sino también para los consumidores cada vez que hacen sus compras en el supermercado. Es simplemente una examinación que tarde o temprano estamos forzados a hacer y entender.