Empleados y visitantes de la Casa Blanca honraron este 31 de octubre a sus difuntos con una ofrenda del Día de Muertos que estará abierta al público en...
- 15/05/2022 00:00
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En 1918, la situación del mundo no podía ser más caótica y preocupante. A los decenas de millones de desplazados, heridos y muertos de la I Guerra Mundial, se unía la letal Influenza Española, una enfermedad que se regaba como pólvora a través de los transatlánticos, ferrocarriles y caminos, con una estela de muerte posiblemente mayor que la de la guerra.
A la destrucción, hambre, desempleo y desesperanza del continente europeo, devastado por la guerra, se añadía el temor ante una perversa amenaza adicional: la Revolución Bolchevique.
En marzo de 1917, Nicolás II, uno de los monarcas más poderosos del mundo, dimitió al trono del Imperio Ruso, forzado por masivas manifestaciones de obreros y campesinos que protestaban por la escasez de alimentos y la depresión económica.
En su reemplazo, tomaban el poder Vladimir Ilich Lenin y León Trotski, del Partido Bolchevique (noviembre de 1917), que en los siguientes meses se dedicarían a desmantelar el sistema social y económico ruso.
Entre 1917 y 1918, los líderes de la llamada “Revolución de Octubre” o “Revolución Bolchevique, ordenaron el cierre de todo medio de prensa no alineado con la revolución. La apropiación de las tierras pertenecientes al zar, a la aristocracia y a los monasterios, para distribuirlos entre los campesinos y gobiernos locales. La nacionalización de la banca, las industrias, la agricultura, los servicios públicos, ferrocarriles, plantas textiles, metalúrgicas y mineras. La imposición de un monopolio estatal a las importaciones y exportaciones. La abolición de la totalidad del sistema legal, reemplazado por tribunales de justicia cuya única ley era la “consciencia revolucionaria” y el “sentido socialista de justicia”.
Los bolcheviques declararon la muerte del Imperio Ruso y el nacimiento de la República Rusa, que en el futuro estaría modelada en base a las necesidades de la clase obrera, a la que prometieron alimentos y educación gratuitos, además de condiciones favorables de trabajo: igualdad entre los géneros, jornada laboral de ocho horas, participación en la administración de los medios de producción.
Alemania parecía ir por el mismo camino. Derrotado por los aliados en 1918, el káiser Guillermo II vio obligado a abdicar y partir al exilio. A finales de año, el diputado socialdemócrata Philipp Scheidemann, apoyado por los líderes revolucionarios Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, proclamaba “la republica libre y socialista alemana”.
“La Revolución Espartaquista” se llamó a este movimiento, en honor a Espartaco, el esclavo romano que lideró el levantamiento de los esclavos más grande de la historia de Roma.
En los meses siguientes, Alemania vivió casi una guerra civil, entre quienes favorecían y se oponían la república socialista, con continuos enfrentamientos armados callejeros. Los desórdenes terminaron en enero de 1919, cuando los grupos paramilitares de derecha terminaron imponiéndose.
A nadie escapaba la amenaza que representaban los ejemplos revolucionarios de Rusia y Alemania, consecuencia de la explotación que, durante casi 150 años de revolución industrial, habían sufrido los trabajadores en la forma de salarios ínfimos, jornadas de trabajo agotadoras, ambientes malsanos y sin condiciones para la seguridad o la salud.
Durante el siglo XIX, el movimiento obrero había ido tomando fuerza, uniéndose en la Primera Internacional de Trabajadores (1864), la Conferencia Internacional de Trabajo de Berlín (1890), los congresos universales de Zurich y Bruselas (|897), las Conferencias de Berna (1905, 1906 y 1913). No obstante, hasta 1919 nunca lograron concretar compromisos formales para la creación de las leyes que pretendían o mucho menos un sistema de derecho internacional obrero.
Algunas de las pocas conquistas del movimiento se limitaban a leyes parciales para la jornada de 12 o 10 horas, la prohibición de trabajo nocturno para las mujeres, normas de seguridad y salud para evitar los frecuentes accidentes, además del permiso de existencia para los sindicatos. Todos fueron avances alcanzados al precio de la muerte y estabilidad de trabajadores individuales.
La mayor parte del mundo capitalista todavía se resistía a leyes consideradas hoy básicas como la jornada de ocho horas diarias – de la que Panamá era uno de los pocos países adelantados (1914), al igual que Uruguay (1915), México (1917), Rusia (1917).
En enero de 1919, iniciaba la Conferencia de Paz de París, en las que se buscaría acordar los términos del fin de la guerra Mundial o Gran Guerra.
Parte importante de la agenda de la conferencia se basó en la propuesta del presidente estadounidense Woodrow Wilson, sus famosas “Catorce Propuestas” para la construcción de un nuevo orden internacional.
Wilson sustentaba que la estabilidad y la paz requerían de la cooperación de todas las naciones y proponía que se crearan dos instituciones internacionales que se dedicaran a asegurar estos objetivos: La Liga de Naciones, que resolvería los conflictos entre las naciones, y la OIT, que intentaría combatir las causas económicas de la guerra (revoluciónes) a través de la justicia social.
Tras tres meses de negociaciones en París, el 28 de abril de 1919, las comisiones de trabajo presentaron a la asamblea general de la Conferencia de Paz la parte XIII del tratado de paz, que decía así.
“Visto que la Sociedad de las Naciones tiene por objeto establecer la paz universal, y que tal paz no puede ser fundada sino sobre la base de la justicia social;
“Visto que existen condiciones de trabajo que implican para un gran número de personas la injusticia, la miseria y las privaciones, y que ello engendra un tal descontento que pone en peligro la paz y la armonía universales
Visto que es urgente mejorar esas condiciones en lo que concierne a ….la fijación de una duración máxima de la jornada y de la semana de trabajo… a la lucha contra la desocupación, la garantía de un salario que asegure condiciones de existencia convenientes, la protección de los trabajadores contra las enfermedades generales o profesionales y los accidentes resultantes del trabajo… las pensiones de vejez y de invalidez… la afirmación del principio de la libertad sindical, la organización de la enseñanza profesional y técnica…
Visto que la no adopción de un régimen de trabajo realmente humano es un obstáculo puesto a los esfuerzos de las demás naciones deseosas de mejorar la suerte de los trabajadores en sus propios países;
Las altas partes, contratantes, movidas por sentimientos de justicia y humanidad, tanto como por el deseo de asegurar una paz mundial duradera, han convenido en fundar una organización permanente encargada de trabajar en la realización de este programa.
Al corresponderle el turno de expresar la posición de Panamá sobre el tema, delegado panameño, Antonio Burgos, se expresó en los siguientes términos:
“Pasó la época en que la enunciación de algunas utopías bastaba para considerar que se había asegurado el bienestar del mundo. Ha llegado el momento de traducir en hechos las reformas que se reconocen como indispensables para que la clase obrera ocupe en la sociedad moderna el puesto que le corresponde por su constante cooperación al bienestar de la humanidad”.
“Este reconocimiento se impone forzosamente, porque la clase obrera es factor importante en el progreso general, tanto que sin ella nada significarían las conquistas del pensamiento, los adelantos de la técnica, ni las leyes económicas. Por lo mismo, sus intereses superan a todos los demás por viejos que sean o pretendan ser”.
El Tratado de Versalles, firmado en septiembre de 1919 por más de cincuenta países, entre ellos Panamá, dio origen a la OIT, una organización creada para combatir el comunismo y tranquilizar a la clase obrera a través del desarrollo de estándares legislativos internacionales que aseguraran condiciones laborales dignas y humanas.
En Panamá, el Tratado de Versalles o en su defecto Tratado de Paz con Alemania, se aprobó mediante la Ley 3 del 8 de enero de 1920, durante el mandato de Ernesto T. Lefevre, encargado entonces del Ejecutivo.
“Como ley de la república, el Tratado de Versalles fue de obligatorio cumplimiento para Panamá. Los principios de la constitución de la OIT, contemplados en el Tratado debían orientar la legislación laboral”, comentó al respecto el abogado, catedrático y autor Oscar Vargas Velarde, especialista en Derecho Laboral.
En Panamá, la primera ley laboral de importancia luego de Versalles fue la Ley 16 de marzo de 1923, que estableció la Oficina de Trabajo, bajo el mandato de Belisario Porras. Esta era la respuesta a la Carta de la OIT que motivaba a los firmantes a organizar un sistema de inspección para asegurar la aplicación de las leyes y reglamentos para la protección de los trabajadores” (El Tripartismo, la OIT y Panamá: Triunfos y Desafíos, de Oscar Vargas Velarde).
En los años siguientes, la Federación Obrera de Panamá intentaría continuar legislando a favor de mejores condiciones para los obreros, pero el movimiento perdería su principal aliado al terminar el mandato del presidente Belisario Porras en 1924.
Como diría el jurista y filósofo Ferdinand LaSalle: “Las cuestiones constitucionales no son en origen cuestiones del Derecho, sino de la política”.