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- 20/02/2022 00:00
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El imperialismo económico estadounidense del siglo XX descansó sobre los avances de la medicina tropical en tal medida que muchos alegaron figuradamente que eran el doctor William Gorgas y sus colegas los nuevos pioneros y verdaderos imperialistas.
A partir de la última década del siglo XIX, Estados Unidos era ya una potencia industrial, con capital disponible y necesidad creciente de mercados extranjeros para suplirse de materia prima y colocar sus productos. Pero fue el trabajo de saneamiento realizado en Panamá, entre 1904 y 1905, lo que cristalizó el interés hacia Suramérica y el Caribe.
Gracias a los extraordinarios avances de la ciencia y la tecnología, especialmente en el campo de la medicina tropical, por primera vez se veía con claridad que la vida en los trópicos podía desarrollarse con el mismo nivel de comodidad y bienestar que en las zonas templadas.
El cambio de mentalidad se debía al trabajo de un grupo de científicos que desde finales del siglo XIX lograba desafiar la creencia de que las enfermedades eran causadas por generación espontánea o por los vapores que emanaban de las aguas y los suelos, el miasma.
Entre las décadas de 1870 y 1880, el francés Louis Pasteur y alemán Robert Koch desarrollaron la teoría de los gérmenes, que establecía que eran unos diminutos organismos vivos, los gérmenes, los que causaban las enfermedades.
Con este nuevo conocimiento, entre 1879 y 1897 se desarrollaron las vacunas contra el cólera, el ántrax, la rabia, del tétano y la difteria y la peste.
Tal vez el descubrimiento más importante fue el del médico cubano Carlos Finlay, cuyos experimentos, entre 1870 y 1880, permitieron entender que la fiebre amarilla y la malaria eran causadas por los mosquitos.
Los hallazgos de Finlay fueran confirmados en 1900 por la Comisión Walter Reed, que logró, después de la Guerra Hispanoamericana, darle utilidad práctica a las teorías de Finlay para erradicar estas enfermedades de La Habana.
Ninguno de estos conocimientos había estado disponible entre 1880 y 1888 cuando los franceses intentaron construir el canal a través del istmo panameño. Una de las principales razones de su fracaso fue la altísima mortandad de los trabajadores causada por las enfermedades tropicales.
“Si no se resuelve el problema de la malaria y la fiebre, el gobierno de Estados unidos será culpable de la muerte de una gran cantidad de trabajadores”, advertía un corresponsal que visitaba la ciudad de Colón en diciembre de 1903.
El gobierno de Teodoro Roosevelt estaba consciente de ello. En junio de 1904, encomendó la partida del buque Panama Line Steamship Alliance, que llevaba a bordo la primera brigada de trabajadores estadounidenses: el ingeniero jefe del proyecto John Findley Wallace y los doctores William Gorgas, John Carter y Louis La Gard. Su misión era allanar el camino para la construcción del Canal.
Se le unirían enfermeras y trescientos jóvenes médicos norteamericanos en los próximos meses.
Si el trabajo de saneamiento de la Comisión Reed en La Habana había sido experimental, el de Panamá, entre 1904 y 1905, confirmó la eficiencia de los métodos del coronel Gorgas implementados a gran escala.
El modelo de Gorgas incluía la destrucción de los criaderos de mosquitos, la construcción de drenajes para evitar la acumulación de aguas, la limpieza de las ciudades y las zonas cercanas, y sobre todo, una intensiva campaña educativa que concienciaba a los habitantes de cuidar su propia salud.
Otros países latinoamericanos imitaron el sistema de Gorgas, lo que permitió mejorar las condiciones de vida de las ciudades latinoamericanas de Centro y Sur América.
A partir de esos resultados, la mentalidad de los norteamericanos y europeos sobre los trópicos empezó a cambiar. El Canal había demostrado que se podían emprender grandes proyectos en las tierras tropicales con nuevas seguridades. La presencia de los trabajadores europeos y miles de estadounidenses instalados cómodamente en la Zona del Canal eran la prueba de que el hombre blanco podía vivir en los trópicos.
“Hemos comprobado que una adecuada inversión en saneamiento repercute en dólares y centavos”, decía el doctor Gorgas a un reportero del The Anaconda Standard Sun, el 27 de junio de 1915.
“La construcción del Canal cambiará la historia de la humanidad de igual manera que el descubrimiento de América”, añadía el galeno entusiasmado, pronosticando que en el futuro los centros de civilización volverían a los trópicos de la misma manera como en la antigüedad habían estado en Egipto, Babilonia o Nínive.
“Creo que el trabajo de saneamiento realizado en Panamá será recordado como el momento que le enseñó al hombre blanco que esto era posible”, decía el médico convertido en defensor de los trópicos.
“Suramérica es el gran mundo subdesarrollado del siglo XIX. Es la bóveda del tesoro del universo que llevará el pan a la mesa de la raza humana. Argentina sola puede suplir suficiente trigo para alimentar a la humanidad. Las planicies de Bolivia y Brasil, pueden suplirla de minerales como plata, oro, cobre y aluminio, que en Los Andes son prácticamente inagotables”, decía el periodista Frank G. Carpenter en su serie de artículos titulado “La nueva Suramérica”, publicada en numerosos periódicos estadounidenses y canadienses en 1914.
“Los estadounidenses creemos ser el país más grande del mundo. No tenemos idea de la inmensidad del continente que yace al sur, ni de sus países ni lo que qué están haciendo” continuaba.
Los periódicos que antes hablaban de las enfermedades o de las constantes revoluciones de la América Hispana empezaron a destacar la belleza de las ciudades suramericanas: “A juzgar por las manera en que las ciudades están construidas y pobladas, están hechas para durar. Existen buenos hospitales, eficientes alcantarillados, magníficos hoteles, teléfonos, cables, tranvías, todas las comodidades y conveniencias modernas, teatros bien construidos en donde se presentan las grandes estrellas ante un nutrido público. Están las plazas donde tocan algunas de las mejores bandas del mundo. Hay bazares y tiendas en las que se venden los más finos bienes, hechos en Alemania o embotellados en Francia”, aseguraba Carpenter.
Proliferaban las conferencias y nuevos libros de estudio: La adaptación del hombre blanco a la América Tropical, por el doctor Ellsworth Huntington, de la Universidad de Yale; Cómo el Canal cambiará la migración, de Charles E. Woodruff, La distribución de la vida en los Andes Centrales, del doctor Isaiah Bowman. Paraguay y sus indios, de John Hay.
Pero muchas de las apreciaciones no iban dirigidas a satisfacer la sana curiosidad por tierras lejanas y exóticas. Los grandes sectores mercantilistas estadounidenses se enfocaban también en las oportunidades económicas que proporcionaba el saneamiento de los trópicos para los intereses comerciales estadounidenses.
“Es evidente que si el hombre blanco puede vivir, trabajar y criar a su familia en tierras panameñas, el mismo hombre puede hacerlo en otras partes de los trópicos”, sostenía Arthur B. Armitage en un artículo titulado “La medicina y doctrina Monroe”, publicado en el Boston Evening del 7 de mayo de 1914.
“La doctrina Monroe es la seguridad de que el capital americano dominará la minería y los cultivos de las grandes regiones tropicales de Sur América, pues las naciones suramericanas crecen lentamente y es seguro que no podrán hacer inversiones que permitan el desarrollo y satisfacción del apetito mundial por sus recursos … “
“Es el hombre blanco de las zonas templadas del Norte el que ha financiado el desarrollo de las tierras tropicales. Aun cuando no sería diplomático admitir el hecho, las razas latinoamericanas han mostrado poca habilidad para mantener grandes empresas comerciales. Ninguno de estos países tiene el capital necesario. En consecuencia, vemos la industria argentina de la carne tomada por el capital estadounidense, lo mismo que la industria frutera y del azúcar”.
Una de las primeras grandes compañías estadounidenses que utilizó los avances de la medicina tropical para aumentar su capacidad productiva fue la United Fruit Company, que con el asesoramiento de la Escuela de Medicina Tropical de la Universidad de Harvard y la Universidad de Tulane pudo mejorar la salud de los trabajadores de sus plantaciones en Centro América y el Caribe para hacerlas más productivas.
Las estadísticas mostraban que en 1912, la tasa de mortandad había sido de doce muertes por cada mil. Un año después, en 1913, había caído a siete y medio muertes por cada mil.
“Esto se ha logrado con una espléndida organización sanitaria, con casas adecuadas para los trabajadores, hospitales, drenaje y la eliminación de los mosquitos. Las plantaciones son visitadas periódicamente por inspectores para asegurarse de que no decaiga el nivel de atención”, proseguía Armitage.
“Los trópicos no son la carga del hombre blanco, sino una necesidad. En la medida en que estos se desarrollen, tanto el hombre blanco como el moreno prosperarán” continuaba el autor.
“(Los morenos) serán usados por los hombres blancos para su beneficio mutuo”, sostenía el médico Charles E. Woodruff en su libro Expansion de las razas, que tanto éxito tendría entre los críticos desde su publicación en 1912. “No serán usados como esclavos o siervos, o animales domésticos, sino como socios minoritarios con poca voz en la administración de la firma. La futura democracia tendrá que ser una en la que los hombres morenos no tendrán voto, no porque sean morenos, sino porque las mentes más fuertes no compartirán la soberanía de los débiles. El débil será salvado para el beneficio del fuerte”.
Los europeos y estadounidenses añadían sus conocimientos científicos a la fuerza de las armas y con ellos pretendían conquistar el mundo y someter a las naciones más débiles, acompañados de los viejos mitos de la superioridad de las razas. Empezaba a consolidarse la teoría y práctica de la eugenesia, que llegaría a su etapa más cruel con el nazismo.