El trópico, la tumba del hombre blanco

Actualizado
  • 13/02/2022 00:00
Creado
  • 13/02/2022 00:00
El saneamiento de las ciudades de Panamá y La Habana a principios del siglo XX contribuyó a combatir las leyendas que desde tiempos inmemoriales asociaban el trópico con muerte y malas condiciones de vida
El trópico, la tumba del hombre blanco

Desde finales del siglo XV, cuando los europeos se lanzaron a los mares en busca de nuevas rutas de comercio, encontraron en los trópicos extensas regiones colmadas de riquezas naturales como el oro, plata, maderas preciosas y nuevos frutos alimenticios.

Mientras que españoles y portugueses se instalaron en las regiones de Centro y Sur América para establecer colonias y mezclarse con los grupos nativos, hasta el siglo XX, pocos hombres y mujeres del norte de Europa -Reino Unido, Irlanda, Dinamarca, Noruega, Suecia, Islandia- se atrevieron a adentrarse en tierras tropicales americanas. Algunos llegaban a las costas como piratas, aventureros o exploradores. Regresaban tostados por el sol, a menudo cansados, hambrientos y enfermos, narrando historias de grandes riquezas pero también de graves peligros.

En Europa del Norte y Estados Unidos quedó clavada la idea de las amenazas que encerraban la selva, los rápidos de los ríos, los indios hostiles, el calor o hasta las costumbres de sus gentes. El trópico no era para ellos.

Ferrocarril y Canal

Las ideas y prejuicios se cimentaron en el siglo XIX con el descubrimiento de los yacimientos de oro en California y la experiencia de algunos de los miles de pasajeros que elegían la ruta de Panamá para llegar al oeste de Estados Unidos.

“Les advierto a quienes desean ir a California que no usen la ruta del istmo de Panamá. Durante el día el calor es insoportable. En las noches. se duerme entre iguanas, escorpiones, arrieras y gallinas”, decía uno de los viajeros que decidió dar vuelta y regresar a la costa este americana, por el miedo a morir en Panamá (North Carolinian, Fayetteville, 21 de abril de 1849).

Otra advertencia la haría el extraordinario hombre de negocios Heinrich Schliemann, más tarde famoso arqueólogo aficionado. Llegó al istmo cuando los norteamericanos habían construido un tramo del ferrocarril interoceánico. “Este ferrocarril está construido sobre los huesos de varios miles de americanos y europeos que cayeron víctimas de este clima venenoso. El hombre blanco no tiene la constitución física para realizar trabajos duros en esta tierra de pantanos y calor infernal. De cada cien trabajadores, cincuenta o sesenta mueren de fiebre, disentería, diarrea u otras males”, narraba en su diario.

A ello añadía: “Los directores del ferrocarril dirigen ahora su atención a Cartagena, Santa Marta y los varios puertos de Jamaica, de donde piensan traer trabajadores negros que pueden hacer el trabajo duro, pues han nacido en un clima similar”.

La fallida construcción del Canal francés, entre 1880 y 1889, confirmó una vez más los peligros de los trópicos para los europeos: “Ningún ingeniero francés de la compañía del Canal Interoceánico ha podido atender el trabajo por más de un año y medio… Entre marzo y abril de 1882, treinta y siete de los 100 ingenieros habían muerto”. (The Washington Post, 22 de julio de 1905).

El dogma

Hasta bien entrada la década del 1920, se trataba de un dogma que pocos se atrevían a desafiar: el hombre blanco no podía vivir en los trópicos. El trópico era su tumba. La culpa residía en el clima extremadamente, caliente, pero también los suelos eran pobres para los cultivos. En los aires flotaban cientos de enfermedades. Sus habitantes eran flojos, holgazanes, perezosos, famélicos y desnutridos (Antonio Enrique Tinoco, De un Determinismo a otro, 2017 ).

Los más religiosos encontraron una señal divina. Dios había diseñado el mundo y a los hombres, ligando cada raza a su territorio correspondiente. Traspasar esa barrera impuesta por Dios no produciría más que castigos, como la pérdida de la salud, la energía física y mental y el vigor moral que habían permitido al hombre blanco dominar el mundo (Tinoco, 2017).

Clima determina el carácter

Para el común de los norteamericanos y noreuropeos, el problema estaba recogido en un cuerpo de ideas que partían de la noción de que en estas tierras ubicadas entre el Trópico de Cáncer y el de Capricornio los rayos del sol caían de forma vertical para crear un infierno tórrido, de calor asfixiante y lluvias torrenciales.

Bajo los efectos del sol y de las lluvias, la profusa vegetación se descomponía, creando un estado morboso en la atmósfera, con emanaciones y vapores que contaminaban el agua y el aire y producían enfermedades como la fiebre, el beri beri o la malaria. De hecho, la palabra malaria implicaba “mal aire”.

Según esta teoría, el ambiente creado por esta combinación de factores ejercía un efecto inevitable sobre el carácter: egoísmo, alcoholismo, pereza o el hábito de la indolencia, del que la siesta era una de sus más claras manifestaciones.

Lo triste es que no era el vulgo imaginativo el que creaba estos mitos y supersticiones. Se trataba de un cuerpo de ideas transmitidas desde los sectores más prestigiosos de la Grecia antigua hasta Europa Occidental, que establecía una relación directa entre el clima, la forma de vida y el carácter de los pueblos y fomentaba la tendencia a complacerse con una mirada distorsionada “del otro”.

En el siglo V ac, Hipócrates hablaba de la relación directa entre el clima y las enfermedades. Para el médico griego, las enfermedades procedían del aire que respiramos, de las aguas que consumimos y de los lugares que habitamos.

Platón sostenía que la naturaleza determinaba el carácter del hombre. “En un punto son los hombres de un carácter caprichoso y arrebatado a causa de los vientos de todos géneros, y de los calores excesivos que reinan en el país que habitan; en otro, es la excesiva abundancia de aguas la que produce los mismos” (Tinoco, 2017).

Para Aristóteles, los habitantes del Asia eran inteligentes y de espíritu técnico, pero faltos de fuerza, por lo que llevaban una vida de sometimiento y servidumbre … en cambio… la raza griega… era a la vez inteligente y fuerte, por eso no solo vivía libre sino que era la que más capacitada estaba para gobernar a todos los demás si alcanzara la unidad política” (Tinoco, 2017).

Siglos más tarde en la Ilustración, con su intelecto y prestigio, filósofos como Montesquieu, Voltaire, Hume, que nunca habían venido a América, contribuyeron a propagar ideas negativas sobre el clima y naturaleza de los nativos americanos (Tinoco, 2017).

Montesquieu en su libro Espíritu de las Leyes decía que el hombre tiene más vigor en los climas fríos y menos en los calientes.

“La naturaleza no favoreció a los hombres, a los animales, ni a las plantas en América”, decía Voltaire en su obra Ensayo sobre las costumbres (Tinoco).

“América jamás podrá estar tan poblada como Europa y Asia, pues se encuentra cubierta de pantanos inmensos que hacen que su aire sea muy malsano; la tierra produce un número prodigioso de venenos y las flechas impregnadas en los jugos de esas hierbas venenosas causan heridas mortales”, decía.

“La naturaleza hizo a los americanos mucho menos industriosos que los hombres del Viejo Mundo. Todas estas causas juntas pudieron perjudicar mucho a la población”, continuaba.

Muchas de las afirmaciones de Voltaire provenían del sacerdote jesuita Joseph-Francois Lafitau, quien en su Histoire des Sauvages Américaines, afirmaba: “Sólo siendo ateo se puede decir que Dios creó a los americanos” (Tinoco, 2017).

Empezó el cambio

A partir del siglo XIX, el acceso a los trópicos se hacía imprescindible a las naciones con ambiciones imperialistas.

“Nunca antes había sido de tanto interés para el hombre del norte penetrar las zonas tropicales, desenvolverse y habitar de forma saludable esos lugares donde los rayos del sol son más calientes”, decía un periódico estadounidense del año 1907.

Había llegado la última fase del expansionismo europeo y estadounidense y las potencias buscaban solidificar el capitalismo industrial. Si la primera fase de la expansión europea en el siglo XVI había afectado América, el Caribe y algunas partes de Africa, ahora el marco de acción era el globo terráqueo. Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Portugal , Bélgica, Italia y, en menor grado España, competían por abrir mercados para sus productos de manufactura y asegurarse el suministro de materias primas. Ninguna quería quedarse atrás.

“En los trópicos hay montañas por escalar, bosques por penetrar, interesantes descubrimientos por hacer, misterios que resolver, dificultades que enfrentar”, decía un artículo publicado en un diario estadounidense en enero de 1904.

“El comercio con las regiones tropicales ha alcanzado grandes incrementos en los últimos años y se hace necesario tener allá a hombres blancos que se encarguen de los negocios de sus respectivas casas”, continuaba.

“Las zonas tropicales de América y África, como todo el mundo sabe, son las regiones inexploradas más ricas del mundo. Aparentemente, si van a ser desarrolladas deberán serlo por la gente de origen europeo, porque las razas nativas parecen incapaces, y los europeos y estadounidenses no parecen dispuestos a dejarle la tarea a los asiáticos. Aun así, a pesar de los innumerables intentos de los últimos 400 años, el problema de adaptación de la raza blanca a los ambientes tropicales todavía se yergue como uno de los más serios que haya confrontado la humanidad. ¿Deberá el hombre blanco ser por siempre un forastero, una mero explotador, o convertirse en habitante de las regiones que desarrolla?”, se preguntaba el geógrafo Ellsworth Huntington en su ensayo La Adaptación del Hombre Blanco a la América Tropical, octubre de 1914.

El saneamiento de Panamá y la construcción del Canal por Estados Unidos sería una de las más notables respuestas a este reto.

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