“No dejo de oír a la gente pidiendo auxilio, su hilo de voz perdiéndose en la oscuridad y la silueta de un hombre en el techo de su coche alumbrada por...
- 12/11/2022 00:00
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Es obvio que el terrorismo aterra. Igualmente aterra la tortura. Es que todo acto de violencia es contrario a los valores de la civilización. La lucha contra la barbarie en cualquiera de sus formas ha escrito las páginas más nobles del género humano. Es una historia de hazañas. Es la historia luminosa, apasionada del derecho en su enfrentamiento a la barbarie. Ayer la definición era simple: el bien trenzado en combate abierto contra el mal. El bien que exigía la codificación de los delitos y el mal que rechazaba las normas, porque no había otra regla que el capricho del Absoluto. El capricho era la barbarie, la norma era la bandera emblemática de la civilización. En “La lucha por el derecho”, de Ihering, libro que estremece toda sensibilidad jurídica, se explica con belleza y nitidez que la lucha por el derecho y contra la barbarie es un deber ético.
La norma, la ley, la regulación de la vida y del poder es una conquista admirable. Es una arcilla heroica amasada por los siglos. En la Revolución francesa se acuñó el principio salvador: “no hay delito ni pena sin ley”. La humanidad respiró, pero la barbarie siempre vive en la sombra del mal. Por apegarse a la zona oscura del hombre, la barbarie se alimenta del instinto y se aparta de la razón. Y como el instinto es hermano mayor del poder, cuando este entra en el mundo del abuso se desdibuja el apotegma del pensamiento liberal: no hay delito ni pena sin ley, y retorna el capricho a pisotear los derechos de la especie humana.
Las dictaduras exhuman el instinto en el ejercicio del mando. El código es reemplazado por la carabina, las ordenanzas castrenses sustituyen las constituciones y el capricho preside todas las ejecutorias. En la democracia el primer deber del gobernante es respetar la disidencia y la alternancia; en la dictadura el instinto de conservación es más fuerte que la razón. El primer deber del dictador es no dejarse tumbar; es el instinto en todo su fragor conservacionista. El primer deber del demócrata es acatar, respetar y estimular los fueros de la voluntad del pueblo.
La primera práctica despótica es apartarse del principio de la legalidad. Es la práctica indicadora del desvío totalitario. Es la puñalada diestra y efectiva a la yugular del estado de derecho. Es lo que indica sin eufemismo que se vive al margen de la ley.
La uniformidad de todos los despotismos resulta espantosa y sobre todo cuando se adoptan nuevos métodos procesales en la investigación. Es el momento en que la tortura inicia sus estragos abyectos y sepulta todo atisbo de justicia. El laurel honroso del derecho es reemplazado por la ortiga lacerante de la barbarie.
Ayer la tortura fue vista triunfante al agobiar a los prisioneros argentinos, la tortura como bisturí procesal de la barbarie; la tortura como recurso procesal de las hienas. Y se vio igual en Panamá, en Chile, en Brasil, en Uruguay, y en todo sitio de América en el que se perdió el ritmo cordial y sensato de la razón y del derecho. Por supuesto que también existió en la España franquista el método de la tortura y del asesinato para liquidar la disidencia republicana. Los protagonistas de la dictadura franquista y de la dictadura argentina se inspiraban, decían cínicamente, en el ideal nacional de una España grande y única o de una Argentina inspirada en la patriótica recuperación de las Malvinas ¿Puede ideal alguno esconder simultáneamente la barbarie? El demócrata español en su patria Felipe González nos podría brindar lecciones al respecto. El título: “Los ideales nacionales en el seno de una dictadura. Ejemplos de una cohabitación histórica”.
El principio enaltecedor del derecho penal liberal, a pesar de su vieja data, hoy se perfora y se asesina en Guantánamo, y en Irak, y en muchas otras partes del mundo, como si viviéramos en la época del absolutismo. ¿Se puede concebir en el siglo XXI que exista un solo prisionero sin expedientes y sin jueces? ¿Se puede concebir la tortura, ya no para arrancar confesiones, sino para satisfacer apetitos sexuales, como viene ocurriendo con los prisioneros iraquíes en manos de algunos sádicos, vulgares e indecentes soldados yanquis y británicos? La Comisión de Derechos Humanos de la ONU acaba de condenar esas prácticas vesánicas por contrarias a la convención sobre torturas. El Parlamento Europeo condenó el miércoles último las prisiones de Guantánamo y ha pedido su cierre y lo elemental: que los prisioneros sean juzgados conforme a las reglas del estado de derecho.
En la hora actual, el primer deber de los pueblos y de los gobiernos democráticos es repudiar toda violación de los derechos humanos. Sobre todo aquellos pueblos que sufrieron los excesos del instinto y la muerte de la razón. Los bellos principios de la Revolución francesa que iluminaron las ilusiones de las colonias de nuestra América y los superiores objetivos democráticos de las proclamas de los revolucionarios norteamericanos de 1776 no pueden ser letra muerta en un mundo sacrificado por el terrorismo y la tortura. Ese mundo tiene las soluciones del derecho, las únicas que pueden vencer a la barbarie y garantizar, a su vez, la convivencia civilizada.
Artículo publicado originalmente el 18 de febrero de 2006