Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 20/12/2021 00:00
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Los pedazos de la invasión de Estados Unidos a Panamá se pegan con documentos, imágenes, casquetes de balas y testimonios que retratan el dolor y la indignación de las víctimas. Pedro Crenes, ganador de dos premios Ricardo Miró, en novela y cuento, atesora recuerdos de aquellos días, que no quiere dejar morir en su memoria.
Un amigo periodista me puso en contacto con él, quien actualmente es residente en España desde hace más de treinta años y nos responde a algunas preguntas sobre su experiencia durante la invasión.
En la cama, como todo el mundo, más o menos. Después de ver a los Bulls de Chicago ganar a los Lakers, me fui a dormir contento, sin creer los rumores de una posible intervención. Vivía en casa de mi abuela en Calle S, en la Cuchilla de Calidonia.
Se escuchaban detonaciones lejanas, como fuegos artificiales. En la oscuridad, escuché a mi mamá decir “¡la invasión, la invasión!”. Eso fue lo que me despertó. Fui al balcón y abrí la puerta. En el cielo, unas luces rojizas surcaban el aire. No supe hasta después lo que de verdad eran. No me lo podía creer: lo habían hecho.
Temíamos por las casas de madera del barrio. Decían que miembros de los Batallones de la Dignidad intentarían sembrar el caos, así que estábamos preocupados, ya sabes, cosas que se decían para sembrar miedo de un lado y de otro. También recuerdo, con la luz apagada y solo iluminados por el televisor, que esperábamos alguna noticia. En la calle escuchábamos gritos y gente corriendo. Recuerdo nítidamente la voz de un tipo que gritó, “¡Ey, no disque por Panamá la vida¡”, y ya no oí más que ecos lejanos de personas corriendo.
Confusión y miedo por los amigos y la familia. Creo que llamamos a mis tíos para saber. Esa parte de la historia está un poco borrosa. Visto desde la distancia que dan treinta y dos años, me doy cuenta de lo ingenuos que habíamos sido con respecto a los Estados Unidos. En aquel instante ignorábamos la magnitud del drama que se había desatado. Aquella luz del televisor se convirtió luego en una imagen del escudo del Comando Sur, y una voz comenzaba a hacernos creer que todo era por nuestro bien. Fue una noche muy larga y tensa.
Así es. Yo pertenecía al grupo 9, que se reunía en el Colegio Javier, allá en Perejil. Días después solicitaron ayuda para distintas labores, cómo ordenar el tránsito o ayudar en la recolección de ayuda para los damnificados del Chorrillo y otros que estaban sufriendo esta tragedia en carne propia. Había que llevar el lema “Siempre listo” a la práctica y así lo hicimos. A mi me tocó ir hasta un hangar en Albrook.
Un militar me dijo en español que tenía que pedir los nombres de la gente que iba a entrar o salir para llevar el control. Alguna gente tenía cédula, otros no. Me levantaba temprano y me ponía un suéter blanco, mi bluyín, y mi pañoleta roja y blanca. Me calzaba, siempre lo recuerdo, unas botas militares gringas que compré en el mercado de pertrechos del Mercado Grande. Las llevaba lustrosas, porque los Scouts siempre llevaban los zapatos brillantes. Me afanaba en eso, en llegar y ser disciplinado, en pedir los nombres, en controlar que nadie que no estuviera en la lista se colara. Por la tarde, como a las 5:00 pm, me regresaba para Calle S. Allí nos habían rodeado de alambres de púas de seguridad y nos pedían la cédula para entrar. Los militares miraban con indiferencia sospechosa mis botas, parecidas a la suyas, lustrosas.
Recuerdo a la gente (ahora lo puedo entender mejor) con una resignación derrotada. Mucha incertidumbre. Recuerdo la imagen (que después he visto en fotos de libros sobre la invasión) de los compartimentos donde vivían las familias. Muchos años después, ya en Madrid, asocié aquellos cubículos con el poema “Cuartos”, de Demetrio Herrera Sevillano. Los niños, siempre festivos, alegraban la tragedia que sobrevolaba el alma de todos. Yo me sentaba en una silla, delante de una mesa con mi lista, y la gente me daba el nombre si entraba o salía. Iban y volvían preocupados. Yo me regresaba a mi casa, enseñaba mi cédula y me sentaba en la esquina y conversaba con la gente. Días después, comencé a sentirme incómodo con la situación. Cuando lo pienso, ahora que hablo contigo, no consigo dar con la razón exacta. Yo no hacía más que ayudar, pero comenzaba a sentirme un poco traidor.
Creo que eran las botas. Me di cuenta uno de esos días, estando de pie cerca de algunos soldados, que las botas eran muy parecidas, esas verdes con la puntera negra, lustrosas, en las que tenía uno que verse reflejado de lo limpias que tenían que estar. Parecía uno de los suyos vestido con la pañoleta de los Scouts. Pedirle a la gente nombre y apellido para entrar o salir de su casa era un atropello (eso lo pienso ahora, en ese momento era un sentimiento confuso, sin nombre, una desazón), algo que no estaba bien, por muy justa que pensaran ellos que era su causa. Pero lo que no sabía la gente de Albrook era que yo, con mis botas gringas, era un sospechoso de pañoleta Scout que tenía que enseñar su cédula para entrar a su barrio.
Así es, estábamos en las mismas. Todos estábamos bajo la misma sospecha, bajo las mismas botas lustrosas que cayeron del cielo del 20 de diciembre para pisotear nuestra paz. La noche de paz de esa Navidad, nos la robaron un poco para siempre. Yo quise empezar a ir hasta Albrook en zapatillas, pero no tenía nada más que unas viejas, sin lustre, sucias, que no hacían ningún mérito a la disciplina Scout. Sí, yo creo que esas botas me hicieron sentir que no estaba donde debía.
Creo que me mandaron a recoger ropa en el Colegio Javier, muchas personas estaban llevando ayudas, me parece, y empecé a ir allí. Conservo la memoria de esos días y esas sensaciones como algo que sólo pude definir, después, leyendo libros como el de Pedro Rivera y Fernando Martínez (El libro de la Invasión) y otros que consiguieron concretar mis sentimientos de entonces con lo que de verdad nos hicieron y no entendíamos, o por lo menos yo en ese momento.
Las regalé, no recuerdo a quién. Después me fui de Panamá, a finales del año 1990. Aquí, Neruda es fundamental para fijar los recuerdos y las ideas: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. El poema número veinte, de amor, vale también para la guerra, una guerra por no olvidar lo que ocurrió otro veinte, el 20 de diciembre de 1989.