Ciclistas, atletas, patinadores y paseantes de la capital colombiana tienen una cita infaltable desde hace 50 años: la ciclovía de los domingos y festivos,...
- 04/12/2021 00:00
- 04/12/2021 00:00
Publicado originalmente en 2010.
Enmarcada la Nueva Granada en sus graves y crónicos conflictos internos, los pueblos del istmo, conscientes de su alejamiento de las causas del conflicto y más conscientes aún de que eran una sección aparte que respondía a sus propios intereses, estimaron conveniente, el 21 de marzo de 1861, comenzar en Santiago de Veraguas un programa de consultas sobre cuál debería ser el destino de la patria ante las convulsiones que se suscitaban en otros sitios de la Nueva Granada. Si acaso no existiera, a pesar de lo dicho, alguna prueba que nos identificara o definiera como nación, la consulta de Santiago indica una preocupación enorme sobre nuestro destino, solo explicable si aceptamos que las raíces de la nacionalidad vivían en cada habitante del istmo.
Existe otro antecedente promovido por los propios veragüenses, fechado el 25 de septiembre de 1854, que consiste en la solicitud que la Legislatura de Veraguas formulaba en pro del reconocimiento del Estado Federal. Esa solicitud la divulga Méndez Pereira en su biografía de Justo Arosemena y la recoge en su libro el colombiano Diego Uribe Vargas, libro escrito con singular talento, pero con rencor al calificar la independencia de 1903 como un zarpazo yanqui. Los panameños que se reunieron en Santiago en 1861 deseaban “discutir franca e intensamente sobre la situación del Estado”. ¿De cuál Estado? Del Estado de Panamá, la patria común.
En el acta de Santiago de marzo de 1861 se hace una crítica al espíritu guerrerista de la Nueva Granada; censura de los conflictos internos y la intolerancia existente, denuncia las malas prácticas de la administración central en desmedro de los intereses locales; sostiene que el sistema vigente de la confederación no da seguridad y respetabilidad al istmo, y que solo sirve para aprovecharse de los recursos propios. Sus considerados los culmina afirmando: “Que un Estado, aunque pequeño, puede figurar honrosamente como individuo en la familia de las naciones, siempre que respete estrictamente el derecho de todos los pueblos y ciudadanos, que administre pronta e imparcial justicia y que abra sus brazos fraternales a todos los hombres honrados e industriosos de la Tierra”.
Y con estas consideraciones, los ciudadanos congregados en la capital de Veraguas, entonces Departamento de Fábrega, resolvieron expresar sus deseos de separarse de la confederación granadina y organizar un Estado aparte.
Para dejar en claro la existencia de una unidad nacional, se acordó que comisiones especiales hicieran llegar el acta a los departamentos de Chiriquí, Colón, Herrera, Panamá y Soto para que discutieran lo acordado y “que sea la voluntad de la mayoría lo que determine la decisión final de la suerte del istmo”.
¿Acaso, pregunto, no se colma o resuelve con este documento cualquier duda acerca de la condición que tenía el panameño como habitante de una nación? ¿Acaso fue Estados Unidos el que convocó esta asamblea de Veraguas para discutir sobre el destino de nuestro pueblo?
La respuesta de los patriotas chiricanos y las deliberaciones que constan en el acta del 31 de marzo de 1861 constituyen otro alegato profundo en defensa y exaltación de la nacionalidad panameña. Entre otras consideraciones dice: “El istmo de Panamá que pudo constituir desde entonces (1821) bajo cualquier forma de gobierno, un Estado independiente, o unirse a la nación que le ofreciera mejores ventajas, prefirió anexarse a Colombia, cuyas glorias militares y cuyos grandes hombres le prometían honor, libertad y lucha”.
El documento respuesta, documento de afirmación nacional, largo y profundo, de estupenda crítica a la política centralista de Nueva Granada o de Colombia, expone con diafanidad la indeclinable aspiración autonomista del panameño. En resumen, la parte motiva del acta es de alta densidad intelectual en la que desbordan las razones morales e históricas que sirven de alegato en beneficio de la nación panameña. Todo está consultado en ese documento magistral y por su alcance histórico podría significar otro mentís a propios y extraños que sustentan que Panamá ha sido y es país ayuno de toda sensibilidad patria, carente de pulso ciudadano y de vocación libertaria. En lo medular del razonamiento se recurre al análisis comparado. Dijeron los chiricanos en ese documento: “Además, el derecho que asiste al istmo para dar ese paso, es el mismo que tuvo para separarse de la monarquía española, desconociendo el gobierno constitucional que regía en 1821, es el mismo que tuvieron Colombia, Buenos Aires, Chile, México, el Perú y las provincias unidas de Centroamérica para romper sus ambiguos vínculos con aquella propia monarquía; y es el mismo que tuvo Brasil para emanciparse de Portugal, y el que en época anterior, invocaron el inmortal Washington y sus distinguidos ciudadanos, para desatar los lazos que unían a la metrópoli británica muchos de los pueblos que hoy forman Estados Unidos de América”.
¿Existe algún argumento jurídico, histórico o moral para impugnar esta tesis?
Al preguntarse los chiricanos si “¿en este istmo existe realmente el sentimiento independentista?”, los congregados expresaron: “los infrascritos no vacilan en declarar que en su sentir él existe”.
Los chiricanos van más lejos en sus ilusiones separatistas. Advirtiendo que existe el tratado Bidlack-Mallarino que garantiza la perfecta neutralidad del istmo, recomiendan que un Estado independiente debería estar bajo la protección de Estados Unidos, Inglaterra y Francia, porque en esa forma, seguramente, el istmo no sería víctima de la rapacidad de uno solo de ellos.
La impracticabilidad o peligrosidad de esa medida solo debe ser vista como preocupación para preservar la integridad del istmo durante aquella azarosa etapa. No debe olvidarse que, en 1857, los colombianos Mariano Ospina y Florentino González propusieron incorporar la Nueva Granada a Estados Unidos, y la República Dominicana y el Salvador debatieron iguales aspiraciones. Lo que no registra la historia es que los panameños hubieran propuesto en alguna ocasión ser parte de la nación del norte. Aquí nunca surgió, durante el decimonono, la bandera anexionista, lo que constituye una prueba adicional de nuestro carácter como nación.
Los ciudadanos de Chiriquí acordaron en aquella célebre asamblea apoyar el deseo “que el istmo de Panamá se separe de la Confederación Granadina y se organice como un Estado independiente”.
En el itinerario independentista, no podemos ignorar que el 23 de septiembre de 1854 el Senado aprobó una moción de Agustín Jované, senador de Chiriquí, para que se nombrase una comisión que estudiase el proyecto sobre creación del Estado de Panamá, soberano desde luego. Esta iniciativa la divulgó Arboleda en su historia. Ni tampoco debe olvidarse el mensaje que, en 1860, José Obaldía envió al Senado, según lo cuenta Martínez Delgado en el que decía que “Panamá dispondrá de su porvenir en uso de su propia e incuestionable soberanía”.
En una historia general que se escriba sobre los sucesos del siglo XIX, se tendrán que exponer las consecuencias políticas de otros pronunciamientos y las decisiones tomadas por las asambleas, a cuya voluntad quedaron sometidas estas preocupaciones patrióticas de veragüenses y chiricanos.
El 6 de septiembre de 1861 el gobernador del Estado de Panamá, Santiago de la Guardia, y el comisionado del Gobierno de Estados Unidos en Nueva Granada, Manuel Murillo Toro, suscribieron el llamado Convenio de Colón. Se trata de un convenio de gran contenido federal. Panamá se incorpora a los Estados Unidos de Nueva Granada como un Estado Federal, se acuerda la neutralidad del istmo, de sus habitantes y gobierno en las guerras civiles o de rebelión que surjan en el resto de la Nueva Granada. Igualmente se conviene que la administración de justicia será independiente en todos los actos que no se refieran a los negocios propios del Gobierno nacional y se establece que: “El Gobierno de los Estados Unidos de Nueva Granada no podrá ocupar militarmente ningún punto del territorio del Estado sin consentimiento expreso del gobernador de este, siempre que el mismo Estado mantenga la fuerza necesaria para la seguridad del tránsito de uno al otro mar”.
Era un convenio positivo para Panamá, porque la colocaba en la antesala de la independencia total. Justo Arosemena expresó que un diario, el Español de Ambos Mundos, recogió el pensamiento del señor Murillo sobre el espíritu del convenio, quien dijera “que su deseo era dar independencia completa a ese Estado y enlazarlo con los Estados Unidos de Nueva Granada, bajo los mismos principios que unen a Canadá con Inglaterra. Deseaba ganar sus corazones y su afecto como la más segura garantía de nuestro bienestar mutuo”.
El Convenio de Colón, como todos los instrumentos jurídicos que reconocieron en el siglo XIX la autonomía federal de Panamá, fue el fruto de acuerdos, concesiones, transacciones, muchas muy difíciles, pero logradas en virtud de la perseverancia del panameño. Este convenio fue el último documento federalista concebido exclusivamente para Panamá. Las disposiciones constitucionales posteriores al Convenio de Colón fijaban sobre todo las contempladas en la Constitución de Río Negro de 1863 que estableciera para toda la República el sistema federal sin eufemismo alguno. Todo se derrumbó con la Constitución centralista de 1886, la que borró todo vestigio federal del sistema de gobierno imperante en el istmo, hasta llegar al 3 de noviembre de 1903, fecha de la emancipación de Colombia y del nacimiento de la segunda República, entendiendo que la primera fue la lograda por el general Tomás Herrera en 1840.
Postergado en su cumplimiento el Convenio de Colón, Panamá se caracterizó por su inestabilidad política. Basta saber, como decía Luis Martínez Delgado, que desde 1863 a 1866 tuvo Panamá 26 gobernantes del Estado, y de estos únicamente cuatro terminaron el término legal de su mandato. Las prácticas políticas se relajaron tanto, que siendo Rafael Núñez presidente de Colombia, fue elegido presidente de Panamá y hubo ocasiones en que Panamá tuvo dos mandatarios a la vez. En 1884, indica Víctor Florencio Goytía, Francisco Arvero y Benjamín Ruiz gobernaron simultáneamente a Panamá.
Es de singular importancia recordar que la invocación de la soberanía del Estado de Panamá era evidente en todos los textos constitucionales que surgieron en el istmo.
Si para el año de 1899 hubiera estado vigente el Convenio de Colón, la Guerra de los Mil Días se hubiera detenido en la frontera darienita. Es que el Convenio de Colón, explicado magistral y polémicamente por Justo Arosemena, es el antecedente más próximo a la institucionalidad republicana del 3 de noviembre de 1903. En virtud de ese convenio, la personalidad de Santiago de la Guardia adquirió, como queda dicho, el carácter de mártir de la nación panameña. Si el reconocimiento nunca se hizo como testimonio escrito, se debe a la crónica ignorancia a la hora de perpetuar los nombres de quienes dieron su vida por el decoro y la soberanía de su patria.
Ya para las postrimerías del siglo XIX existía el convencimiento casi generalizado de que la independencia la querían los istmeños y que si no se lograba se debía a la oposición de Estados Unidos. Así lo confesó el propio presidente Teodoro Roosevelt ante el Congreso de su país en diciembre de 1903: “La autoridad de Colombia sobre Panamá no podía sostenerse sin la intervención armada y el auxilio de Estados Unidos”. Anteriormente, en 1866 el cónsul de Estados Unidos en Panamá, Mr. Thomas Adamson, en comunicación a su gobierno dijo: “Las tres cuartas partes de los habitantes del istmo desean la separación y la independencia del antiguo Estado de Panamá. Se rebelarían si pudiesen procurar armas y supiesen que Estados Unidos no interviniera”.
El propio hijo del presidente de Colombia, de nombre Lorenzo Marroquín, expresó: “Preciso es, pues, confesar que si nosotros tenemos el pleno dominio sobre aquel territorio, y en especial que si se han desvanecido los temores de perderlos, es debido a Estados Unidos”.
La existencia de la nación panameña como creación de sus hijos la dejó demostrada en los relatos no inéditos la mayoría de ellos y que quedan expuestos. Son relatos fundados en documentos, los que generalmente han sido señalados sin examinar su contenido e interpretar el alcance de los mismos, tarea fundamental. El desarrollo institucional, desde aquel 28 de noviembre de 1821 hasta el día de la expedición de la Constitución de 1904, ha corrido de la mano con jornadas individuales y colectivas cuyo patriotismo se encuentra en el quehacer cívico de los panameños. El Incidente de la Tajada de Sandía que recoge el suceso de una solidaridad nativa ante una agresión de foráneos, igualmente confirma que el panameño ha sabido cerrar filas en torno a sus fueros, a su dignidad, a sus intereses cuando es víctima de ultrajes. No debe olvidarse que aquel incidente produjo el desembarco de tropas estadounidenses en el istmo, y el posterior pago de indemnizaciones por parte de Panamá por una suma que llegaba a los 412,000 dólares. Estados Unidos pidió adicionalmente como compensación las islas de la bahía de Panamá, los derechos de la Nueva Granada sobre el Ferrocarril, todo lo cual fue negado por la Nueva Granada, pero el suceso sirvió para ver cómo funcionaba la fábula del tiburón y la sardina.
En las postrimerías del siglo XIX, el patriota panameño Dr. Francisco Ardila publicó en El Autonomista, el 30 de mayo de 1898, un artículo intitulado “Anexión de Panamá”, en el que recoge todos los agravios sufridos por Panamá durante sus relaciones con la Nueva Granada y Colombia. La disección que hace de la práctica centralista al escoger gobernadores y senadores extraños a la nacionalidad panameña, y la revelación que hizo de las intenciones expresas y latentes de vender el istmo a Estados Unidos, robustecieron las ideas separatistas de los istmeños, entre los cuales se encontraba el Dr. Ardila. La repercusión de la denuncia de Ardila fue enorme, por tal motivo se le llevó una manifestación de apoyo a su residencia. En ella habló el poeta León A. Soto. Se pronunció contra la dictadura colombiana, fue detenido y apaleado, y como consecuencia de tal atropello, murió pocos meses después. No se debe olvidar que, en 1898, fecha del artículo de Ardila, ya existía en Panamá un franco ambiente independentista. El Dr. Nicolás Esguerra, negociador de la tercera prórroga del Canal francés dijo: “Siempre ha existido en el istmo, al menos en algunos, velada, la idea de independencia que se aviva en todo malestar que pueden atribuir Gobierno”.
En su razonamiento independista, el poeta Soto decía: “Porque, la verdad, ¿qué tenemos en común con los habitantes de esas sabanas inmensas y de esas montañas casi inaccesibles vecinas de los páramos? Somos menos dramáticos, es verdad, pero estamos en contacto con la civilización, sabemos poca retórica, no tenemos armonía alguna en el lenguaje y, sin embargo, hablamos mejor el castellano. Hasta nuestra posición topográfica se burla de la idea del istmo colombiano”.
Rechaza la idea de poder ser seducidos por el oro yanqui y del modo más franco y sencillo proclama su patriotismo y su apoyo a la independencia nacional.
Luego de haber invocado algunos de los muchos sucesos que fueron perfeccionando la independencia nacional a lo largo de la historia, ¿puede alguien decir una palabra de agravio en perjuicio de la patria y de su indeclinable vocación de libertad? ¿Puede alguien sostener que hemos carecido de pulso y conciencia de nación? El que osa asumir una línea de agravios a la identidad nacional y a la consolidación del concepto de nación durante el siglo XIX, es porque ignora culposa o dolosamente la historia, con lo que se confirma que la ignorancia suele ser de ordinario irrespetuosa y atrevida.
La nación panameña nació hace muchos siglos, se estructuró sólidamente, pero con muchas dificultades durante la colonia y se hizo tangible en el decimonono. La larga lucha del siglo XX, unida a lo que viene dicho y recoge la historia, nos obliga a sentirnos albaceas de un mandato superior de dignidad y patria. Ese mandato superior confirma nuestra identidad nacional, es lo que, como decía Miguel Antonio Caro, nos hace pedazos de las entrañas de la patria. Es lo que nos une a los panameños. Nos une una herencia espiritual. Procuremos ser dignos, beneficiarios de esa identidad con moral y luces, es decir con probidad y talento, para que también nos identifique el orgullo de ser panameños.