“No dejo de oír a la gente pidiendo auxilio, su hilo de voz perdiéndose en la oscuridad y la silueta de un hombre en el techo de su coche alumbrada por...
- 18/07/2020 00:00
- 18/07/2020 00:00
En el calendario de la nacionalidad correspondiente al mes en curso, Jorge Conte Porras recuerda que el 12 de febrero se cumple el primer centenario del nacimiento del Dr. Felipe Juan Escobar, notable jurista panameño. La fecha o el hecho pasó inadvertido. Ni el Colegio o los gremios de abogados, ni las facultades de Derecho que ahora abundan en el territorio nacional, dedicaron un minuto de meditación en homenaje al prestigioso litigante y profesor, fallecido hace algunos años en la comunidad de Boquete. No creo que el silencio obedeciera al desconocimiento de la figura del extraordinario penalista, sino a esa abulia espiritual que nos embarga y que nos hace egoístas o indiferentes para reconocer méritos o para tener presentes a los que honraron con su genio la profesión de abogado.
El nombre de Felipe Juan Escobar, formado académicamente en Inglaterra, me resulta legendario, muy metido en los tuétanos del recuerdo. Era, desde mi adolescencia, la figura estelar en las audiencias penales del Tribunal Superior que aún funciona en el Palacio Héctor Conte Bermúdez de Penonomé. En cada ocasión en que el doctor Escobar vestía la toga de defensor, la sociedad se congregaba en el gran salón de audiencias para escuchar su palabra racional, erudita y convincente. Lo mismo ocurría cuando el doctor Demetrio A. Porras, de la escuela francesa, asumía una defensa penal. Escobar era didáctico, razonador, específico; su verbo jugaba el papel del fuelle candente para fundir una tesis imbatible. Porras era el ingenio, la pasión latina, la ternura, el teatro, y hasta el llanto; era el sociólogo y el jurista que colocaba el delito como fruto de la sociedad injusta y lograba con tal criterio, ablandar el corazón del jurado y hasta hacerlo sentirse culpable del hecho en debate. Escobar, en cambio, era el mago del detalle probatorio, el cazador de las contradicciones del sumario y en la balanza de su apreciación lógica, nada escapaba al cedazo de su juicio crítico.
La primera vez que escuché a Felipe Juan Escobar fue en Penonomé con motivo de la famosa audiencia seguida en 1942 a un profesor acusado de homicida. Se enfrentó al fiscal superior J. M. Vázquez Díaz, abogado de palabra lacerante, implacable e incisiva. El fiscal Vázquez Díaz sabía que tenía ante sí el juicio que le abriría todas las puertas en su carrera ascendente. Tenía que aprovechar la ocasión para los grandes saltos. Pero Escobar destruyó con argumentos sólidos, muy fundados, todos los infundios pueblerinos acumulados con saña en el expediente en perjuicio del acusado.
El pueblo de Penonomé se arremolinó en torno a la palabra, como lo hacían las comunidades místicas de la antigüedad, y seguía el gesto, la mirada y el verbo airoso de Escobar, como poseído por un encantamiento superior. Yo era un adolescente de 16 años y comencé a soñar ese día con llegar a ser un tribuno como Escobar. En el instante en que Escobar dijo: “Señores del jurado, yo he cumplido con mi deber de defensor, imploro a Dios que ustedes cumplan con el suyo de jueces del pueblo”, un murmullo de aprobación se apoderó del salón. Hubo aplausos. En ese momento Vásquez Díaz se convenció de que había perdido el caso. El fallo absolutorio cubrió de gloria a Escobar; fue su gran audiencia, su audiencia consagratoria.
Lo oí en muchas otras oportunidades, cada vez que iba al Tribunal de Penonomé. Fue protagonista en otros juicios memorables. Fue acusador en 1951 en la audiencia seguida al Dr. Arnulfo Arias en la Asamblea Nacional; fue defensor del ingeniero José Ramón Guizado, acusado de haber participado en el crimen del presidente Remón. Yo participé en ese acto como diputado magistrado y compartí la tesis de la defensa de Guizado. Al desarrollar su intervención magistral, correspondiente a su segundo alegato, un cólico renal impidió la confrontación dialéctica que había iniciado espectacularmente el acusador de Guizado, el doctor José Narciso Lasso De la Vega, de la escuela española, otra figura extraordinaria del foro. El país quedó con un sabor de frustración porque toda la nación escuchaba a Escobar. El destino le jugó una mala partida. Respetuoso, regresó al estrado, pero ya su voz tenía la tibieza impuesta por el súbito mal. A dos metros de distancia en el hemiciclo de la Asamblea Nacional vi su rostro adolorido y su mirada ansiosa, como buscando alivio para retornar con fuerza a la tribuna.
Escobar y muchos otros compatriotas que nacieron en el siglo XX, coadyuvaron en la tarea de crear y perfeccionar un estado de derecho basado en una justicia sana y expedita. También lucharon por una universidad autónoma y democrática que respetara la estabilidad docente y la libertad de cátedra. En el año de 1943, la controversia suscitada entre el profesor Felipe Juan Escobar y el ministro de Educación, el doctor Víctor Florencio Goytia, fue el detonante principal para lograr las grandes conquistas universitarias.
Felipe Juan Escobar escribió numerosos ensayos sustanciosos como: 'El legado de los próceres', 'El Congreso Anfictiónico de 1826' y otro sobre 'Arnulfo Arias y el credo panameñista', seguramente desconocidos por las actuales generaciones. Este hombre sencillo y sabio, nacido en cuna humilde el 12 de febrero de 1901, hubiera cumplido 100 años hace pocos días. Jorge Conte Porras, a pesar de que una inmensa lágrima cubre hoy todavía su existencia por la pérdida reciente de su esposa, ha tenido conciencia cívica para recordar el centenario de Felipe Juan Escobar.
Al unirme a ese recuerdo, he querido glosar algunos pasajes de su vida que lo presentan como la más alta cifra de la oratoria forense del país y como un abogado ilustre e idóneo, entendido por idoneidad, según el decir de Rafael Bielsa, la aptitud moral y técnica para desempeñar en el foro nacional.
Idónea y poseedora del don divino de la palabra elocuente, así fue la presencia vital en el istmo de Felipe Juan Escobar.
Originalmente publicado el 17 de febrero de 2001.