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- 28/01/2025 00:00
- 27/01/2025 19:22
Muchos podrán decir que los anuncios formulados por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en su discurso en la toma de posesión, no sorprendieron, pues él mismo ya se había encargado de hacer adelantos al respecto y de expresar que apenas se sentara ante el escritorio de la oficina oval, comenzaría a firmar decretos que sembrarían inquietud.
Pero no se debe tomar a la ligera lo que dijo en sus 30 minutos de alocución en el Capitolio. Se presentó como incendiario y bombero al mismo tiempo, en un juego de ideas extrañas y contrapuestas de paz y guerra, todo en uno, mezclando mentiras y medias verdades, tergiversaciones históricas en contextos desfigurados, con el propósito claro de chantajear, amenazar y meter miedo, en un guion altamente parecido a los discursos demagógicos supremacistas y arengas patrioteras de Adolfo Hitler en enero y febrero de 1933, de exaltación de una supuesta Alemania sin libertad y poder disminuido, a la cual había que reponer en la cúpula del mundo a la que estaba destinada como mandato de Dios.
Así, hablando de paz y fuerza, Hitler comenzó a empedrar el camino que condujo a la II Guerra Mundial, y su sombra flotó este 20 de enero en los espacios de un Congreso en el cual, protocolariamente al menos, no tenían razón de estar representantes del máximo poder económico de Estados Unidos que, como Elon Musk, remedaron el saludo al Führer al reverenciar a Trump a su paso por la luneta.
Cada parlamento de su oratoria, cada idea o anuncio, debe haber sido meticulosamente escrito por sus asesores para causar una reacción favorable del auditorio y de la gente que lo votó, a su objetivo de presentar a Estados Unidos como víctima del mundo y no al revés como sucede en realidad, tal cual hizo el líder nazi en sus discursos patrioteros en los meses cruciales anteriores y posteriores a su designación como canciller el 30 de enero de 1933, para movilizar la conciencia del pueblo alemán hacia propósitos bélicos de extrema envergadura que entonces no imaginaba nadie.
Trump presentó su lista de acciones con las cuales inició, según sus palabras, la nueva época de oro que, en sentido general, radica en desplumar al mundo con una guerra comercial arancelaria para, con el empobrecimiento que ocasione incluso a sus aliados, enriquecer a sus empresarios y, al mismo tiempo, crearles las condiciones propicias para que “el sueño americano” de dominación total llegue hasta el planeta rojo pues, con su nueva presidencia, “ha llegado el momento de que volvamos a actuar con el valor, el vigor y la vitalidad de la mayor civilización de la historia. Así, al liberar a nuestra nación, la conduciremos a nuevas cotas de victoria y éxito”.
Y en ese contexto de chantaje y amenazas, de exaltación patriotera, de supremacismo férvido y arengas a conquistar el reinado del universo por mandato divino, bajo su creencia de que “el espíritu de la frontera está inscrito en nuestros corazones; la llamada de la próxima gran aventura resuena en nuestras almas”, el Canal de Panamá destaca como punto clave en el nuevo mapa de los dominios a conquistar como hicieron “nuestros antepasados estadounidenses [que] convirtieron un pequeño grupo de colonias al borde de un vasto continente en la poderosa república de los ciudadanos más extraordinarios”.
Con el supuesto absurdo de que China es ya casi el dueño de la vía interoceánica, estimuló en políticos y empresarios multimillonarios el pensamiento antipanameño de recuperarla para “reconstruir la grandeza de Estados Unidos y su libertad”, como si alguien hubiera podido conculcarla.
Tergiversó sin inmutarse todo el proceso histórico anterior y posterior de la construcción del Canal a raíz de la separación de Panamá de Colombia, la cual forzó Washington no en pro de una independencia necesaria, sino porque era el punto de partida para apoderarse de la histórica obra canalera, continuar los trabajos iniciados de forma infructuosa por los franceses, y convertirla en un enclave estratégico para irrumpir, con esa fuerza más, como potencia mundial, tal cual hizo anteriormente con la guerra de 1846-1848 contra México para robarle el 55 por ciento de su territorio (más de dos millones de kilómetros cuadrados inundados de petróleo, grandes causales de agua, rica agricultura y ganadería, y grandes yacimientos de minerales estratégicos).
Trump elogió la labor imperialista de los presidentes McKinley y Roosevelt, el primero con sus guerras arancelarias como pretende hacer él, y el otro por el financiamiento de las obras del Canal que no construyeron con el ánimo sano y honesto de respetar la soberanía panameña, sino de hacerse los dueños del istmo y de lo que no les pertenecía aunque fueran sus inversionistas. El Canal terminó de construirse con el inicio de la Primera Guerra Mundial, y desde entonces estuvo al servicio del Pentágono.
Fue procaz e irrespetuoso y mintió burdamente al asegurar que “fue una decisión tonta de Estados Unidos darle a Panamá” lo que en realidad era de los panameños, y si la obra costó tantas vidas como admitió, ninguna, o muy pocas, fueron estadounidenses, pues la zanja la cavaron por pagas indecorosas emigrantes y desempleados de toda el área del Caribe y de Centroamérica, quienes caían como moscas por los efectos de la fiebre amarilla, hasta que el científico cubano Carlos J. Finlay descubrió a su transmisor, el Aedes aegypti, y pararon los fallecimientos. “Se nos ha tratado muy mal con este tonto regalo que nunca debió hacerse, y se ha roto la promesa que Panamá nos hizo. El propósito de nuestro trato y el espíritu de nuestro tratado han sido totalmente violados. A los barcos estadounidenses se les está cobrando gravemente de más y no se les está tratando justamente de ninguna manera, forma o manera, y eso incluye a la Marina de Estados Unidos. Y sobre todo, China está operando el Canal de Panamá. Y nosotros no se lo dimos a China. Se lo dimos a Panamá y vamos a recuperarlo”, aseguró de forma abyecta y despectiva.
Ese discurso hay que tomarlo en su real connotación y la advertencia de Trump de que se apropiará del Canal también, porque quiere demostrar así su poder. Las apetencias que impulsaron su construcción en 1903 son en esta época más fuertes todavía en un mundo cambiante y con muchos procesos políticos y económicos en conjunción que pueden llevar al mundo de nuevo a las trincheras, si es que con la actual tecnología militar se puede hablar en términos clásicos de la era del nazifascismo.
Trump busca someter al Tratado Torrijos-Carter a una revisión y mediatizarlo, aprovechando la imposición de un protectorado militar paralelo que intentará revivir ahora. Ya hubo intentos de revocarlo y pocos dudan de que el accidente del helicóptero en el que murió el general Omar Torrijos en 1981 es parte de la trama que ha prevalecido en las altas esferas de Washington y su incidencia en todo lo que siguió hasta la invasión militar de 1989, y posterior a esta.
Las conspiraciones que continuaron en sordina para dejar en el esqueleto al Tratado que le devuelve una soberanía mediatizada a Panamá y un protectorado revivido en una época que está cambiando las reglas del juego en el planeta, les sirven de fondo a Trump.
Pero, hay una gran diferencia entre el ayer cercano y esta pesadilla neofascista de hoy, y es que el pueblo de Panamá por vez primera en tantos años, entró al nuevo siglo como dueño de su recurso principal, de su vida y de una soberanía que colma los sentimientos nacionales, cuya más simbólica expresión está en la bandera que flota eternamente en el cerro Ancón desde el 1 de octubre de 1979 cuando entraron en vigencia los tratados Torrijos Carter.
Como señala el analista istmeño Guillermo Castro, “de conflictos se compone toda historia verdadera, que no va a ningún lugar predeterminado, pero sin duda procede de algún sitio. En el país, así sea a tientas, emerge hoy un patriotismo nuevo, que busca vincular la soberanía nacional con la popular. En cuanto madure y se haga sentir, sabremos si el espíritu del protectorado aún subsiste, o le hemos vencido o finalmente lo hemos exorcizado”.