Este viernes 20 de diciembre se conmemoran los 35 años de la invasión de Estados Unidos a Panamá. Hasta la fecha se ignora el número exacto de víctimas,...
- 07/12/2009 01:00
- 07/12/2009 01:00
EEl lunes metí la pata en uno de los huecos de Bogotá y terminé con fisura en el tobillo, muletas y bota ortopédica para 4 semanas. Dura vaina en este espléndido verano de incipientes fiestas navideñas. En medio de la inmovilidad, el achante y la rabia (no culpo al alcalde Samuel Moreno, que está arreglando andenes) recordé el desconcierto que días antes me produjo la imagen televisada del presidente Álvaro Uribe, cojeando abnegadamente con su bastón en medio del frío hacia el santuario de la Virgen de Fátima, durante la reciente Cumbre Iberoamericana en Portugal. Me pareció en ese momento un acto de fe innecesario y excesivo. Y ahora, desde mi condición actual, un tanto irresponsable.
Fue el único de los 22 presidentes, todos de países católicos y apostólicos, al que se le ocurrió viajar 120 kilómetros a rezar a Fátima horas antes de la Cumbre. En ese estado. Y recién salido de una fiebre AH1N1, además.
Cuenta la crónica de este diario sobre el insólito peregrinaje que miembros de su comitiva sufrieron cuando permaneció varios minutos incómodamente arrodillado frente al altar (rogando “por la querida patria”, supimos luego), pero que esperaban que “el acto de fe se convirtiera en medicina divina”. Pero ni la fe, ni la milagrosa de Fátima dan para tanto. Y Uribe acusó luego el desgaste físico durante la Cumbre, donde no pudo estar en plena forma para todos sus encuentros con los mandatarios amigos de Iberoamérica.
Aunque al Presidente le cueste trabajo admitirlo, no es un superhombre, inmune a enfermedades, accidentes finqueros o rigores climáticos. Pero, más allá de su insistencia en demostrar lo contrario, el episodio de Fátima obliga a preguntarse por el sentido de esas exhibiciones de devoción. Sin ánimo de ofender a las mayorías católicas, profesiones tan ostensibles de fervor por parte del Presidente de Colombia me parecen fuera de lugar. Tienen algo de anacrónico y regresivo, aunque no se pueden subestimar los efectos políticos de un populismo religioso con fino olfato electoral. No es edificante que el jefe de un Estado social de derecho, al que tanto le ha costado separar a la Iglesia de la cosa pública, ponga en riesgo su salud, o la eficacia de su gestión externa, por irle a rezar a una virgen católica. Colombia puede ser camandulero, pero no tanto.
Semejante devoción por un culto tampoco se compagina bien con el respeto por la diversidad cultural y la pluralidad de creencias que consagra la Constitución. Colombia es una sociedad cada vez más pluralista y menos confesional, cuyo primer mandatario no tiene por qué identificarse así con los símbolos más fetichistas de una religión, por mayoritaria que sea. En Colombia también abundan protestantes, cristianos no católicos, judíos, musulmanes, agnósticos, ateos o, simplemente, no creyentes, que pueden sentirse incluso ofendidos por esta beatería presidencial.
En una sociedad tolerante todo lo que huela a fundamentalismo religioso debe disparar alarmas. La injerencia del dogma o de la fe en los asuntos de Estado es lo que separa a una democracia de una teocracia. Por eso, mientras en Europa desaconsejan los símbolos religiosos en locales públicos (hasta en España van a prohibir los crucifijos en las aulas), en los regímenes islámicos se persigue a los infieles y se lapida a las adúlteras. Lo cual no significa que no haya mandatarios occidentales que exploten los sentimientos religiosos de sus electores. Casi siempre con malos resultados. La manipulación que hizo Bush de la beligerante derecha cristiana trajo, por ejemplo, una gran regresión política en ese país.
Uribe tiene todo el derecho de practicar su fe, aunque ojalá lo hiciera de manera más discreta y privada. Nadie duda de sus convicciones religiosas, ni de su amor por Colombia o sus anhelos de paz y prosperidad para todos. Pero nada indica que la Virgen de Fátima lo haya sacado de la encrucijada del alma, ni alejado de las tentaciones malévolas de la segunda reelección, que sería su gran pecado mortal. Y para el país que tanto quiere, una encrucijada peor que la de su alma. El camino del infierno está sembrado de buenas intenciones y en su obsesión por creerse el único hombre que puede conducir a la patria amada por el sendero correcto puede terminar por arrastrarla a un abismo. Tocará rezar –a la de Fátima, si es del caso– para que así no sea.