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- 26/07/2022 00:00
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En una demostración de su capacidad operativa, pandilleros de la Mara Salvatrucha 13 (MS13) asesinaron la semana pasada a un hijo del expresidente de Honduras Porfirio Lobo y sus tres acompañantes al salir de una discoteca en Tegucigalpa.
El hecho se produjo en momentos en que El Salvador libra una guerra total contra esas organizaciones criminales, que han dejado un saldo de 120.000 muertos en dos décadas. Comparativamente, 12 años de sangrienta guerra civil ocasionaron 70.000 muertos en ese país centroamericano.
El detonante de la guerra declarada contra las maras, por parte del presidente salvadoreño Nayib Nukele, se produjo cuando escuadrones de asesinos que actuaron coordinados mataron a finales de marzo pasado, en solo 48 horas, uno a uno, 90 civiles inocentes en todo el país.
Antes de la llegada de Bukele al poder en 2019, las maras actuaban en El Salvador como un Estado dentro del Estado y estaban expandiéndose más allá de los barrios populares y pobres.
Un programa creado hacia finales de la década de 1950 por Estados Unidos permitió que inmigrantes mexicanos trabajaran legalmente, principalmente en California. Eso produjo una oleada migratoria que propició la formación de una subcultura híbrida sobre todo en Los Ángeles y el sur de California.
En ese ambiente surgieron las primeras pandillas de mexicanos californianos. De acuerdo con estudios de expertos, en esa época los mexicanos se enfrentaban en las calles a pandillas locales y de negros y asiáticos. Pero en las cárceles se unían y consolidaban las estructuras jerárquicas.
Ese fenómeno se multiplicó en las décadas de 1960 y 1970. La primera oleada de inmigrantes salvadoreños se produjo a inicios de la década de 1980. Llegaron huyendo de la crisis económica, la represión y el reclutamiento militar obligatorio. En su país se había iniciado una guerra civil entre el gobierno y la guerrilla del FMLN, respaldada por Cuba y Nicaragua.
Los jóvenes salvadoreños no fueron bien recibidos por las comunidades mexicanas de Los Ángeles, porque los veían como competidores en la representación de los hispanos.
Los salvadoreños también llegaron a disputarles el mercado laboral, con mano de obra más barata, y competían por el acceso a viviendas, escuelas y su propio espacio territorial.
La marginación a la que los condenaron los mexicanos, produjo la unidad entre los salvadoreños y crearon sus propias pandillas. La primera de ellas se denominó Barrio 18 (B18). Luego surgió la MS13.
Violentos desde un principio, los primeros pandilleros salvadoreños adoptaron como moda estética las cabezas rapadas, usar ropa de tallas grandes y tatuajes en señal de pertenencia y compromiso.
Para inicios de la década de 1990 se produjeron sangrientos enfrentamientos por control territorial entre la B18 y la MS13. Por esos años se negociaron los acuerdos de paz entre el gobierno y el FMLN en El Salvador y se iniciaron las deportaciones de mareros desde California.
Los estudiosos de esos fenómenos aseguraron que en sus orígenes las pandillas salvadoreñas no tenían vínculos con grupos criminales. Eran maras que se enfrentaban por estatus, poder, respeto e identidad.
Los pandilleros que retornaron a El Salvador, trasladaron sus estructuras de organización y fueron eliminando o absorbiendo las pequeñas bandas delincuenciales que operaban en ese país.
Las maras de B18 y MS13 tomaron el control territorial y todas las actividades relacionadas con asaltos, venta de drogas al menudeo y secuestros. El Salvador no es actualmente una ruta del tráfico internacional de drogas, como sí lo es Guatemala y Honduras.
Para el año 2000, los primeros mareros deportados –que había regresado al país entre 1993 y 1995– empezaron a tener mayor relación y coordinación. Los expertos han reconocido que el punto de inflexión se produjo cuando incursionaron en el mundo de la extorsión.
Las maras empezaron a cobrar una especie de impuesto por protección a negocios, talleres, panaderías y pequeñas empresas. Ante el flujo del dinero, dieron el salto y comenzaron a extorsionar a grandes empresarios.
Al poner en riesgo a la élite económica del país, las administraciones derechistas que gobernaron El Salvador en la década de 2000, comenzaron a prestarle atención al problema de las pandillas.
Las políticas de “mano dura” y “súper mano dura”, fueron un fracaso. Llenaron las cárceles donde los pandilleros de distintas regiones del país se conocieron y fueron creando una estructura de poder nacional.
Los motines en los penales se sucedían como pan de cada día. Para contener las matanzas en las cárceles entre los miembros de B18 y MS13, el Estado construyó centros penales para cada mara. Las cárceles se convirtieron en los cuarteles centrales de la inteligencia pandillera.
El primer gobierno de la exguerrilla del FMLN, a comienzos de la década de 2010, encabezado por Mauricio Funes, encontró una crisis carcelaria y a las pandillas expandiéndose en El Salvador.
Según analistas, el gobierno de Funes aceptó que era imposible derrotarlos militarmente, pese a no ser un ejército ni contar con armamento pesado, y negoció en secreto una tregua con los jefes de las maras.
Con los ingresos de las extorsiones, las maras ampliaron sus negocios. Construyeron una estructura de organización similar a los carteles de drogas de Colombia y México. Al convertirse en una fuerza social y económica, también buscaban poder político. Los políticos coqueteaban con las maras.
En el segundo gobierno de la exguerrilla del FMLN, encabezado por Salvador Sánchez, se rompió la tregua alcanzada con las maras. Ante la escalada de asesinatos de policías y soldados salvadoreños, el gobierno respondió duplicando el número de pandilleros muertos. Se impuso el poder represor del Estado.
En ese escenario irrumpió la figura de Bukele, como un verdadero fenómeno político en El Salvador.