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- 21/11/2024 00:00
- 18/11/2024 15:07
Yo deseaba ser batutera desde antes de pisar kínder. Creo que ese deseo surgió cuando era niña, cuando aún se realizaban los desfiles patrios en la avenida Central. Mis padres me llevaban con un enorme sombrero y me sentaban en una sillita rosada, y mientras me comía un raspado, observaba a las batuteras pasar.
Entre banda y banda, están los que esperan a quienes tocan las liras, o los que se impresionan con los cachetes inflados de los que soplan el clarín. Están los que recuerdan sus tiempos de escuela al escuchar los tambores, o aquel que se toma la tarea de cuidar al público de las acrobacias de los bombos. Pero, por encima de todo, quienes se roban el show son las batuteras.
Yo las veía como un ideal a alcanzar: eran delgadas, elegantes y con apariencia perfecta, y yo, que era una niña gorda y con cabello rizado en los noventa, las analizaba como una antítesis de mi persona, una niña despistada que a duras penas lograba no embarrarse la ropa y la cara del tinte rojo del raspado. Además, la coordinación de las batuteras es fundamental, pero yo crecí pronto y a los once años medía 1,67m. Me sentía tan torpe como una jirafa bebé. Golpeaba con mis extremidades a quien estuviese en mi camino y carecía de la gracia que esas mujeres encarnaban.
Pero, de todas formas, y teniendo todo en contra, lo intenté. En mi primaria no había banda ni se participaba en desfiles. Había perdido esa posibilidad antes de empezar. Luego, en sexto grado, me mudé a Perú, y por cuatro años estuve en un colegio que desfilaba, pero que, a diferencia del sabor caribeño con el que crecí, las escuelas peruanas marchan a ritmo militar. En esta parte de la historia, más trágico aún para mi cuerpo tropical, cada repicar del bombo no era un movimiento de cadera, sino un paso en ángulo recto con punta de pie estirada.
A los quince renuncié a la idea de ser batutera, pero el destino me regresó a Panamá y terminé en una escuela con banda y que desfilaba en días patrios. Esa primera semana de clases fui de las primeras que se anotó como nueva batutera y ese mismo día recibí mi preciada batuta. Yo me imaginaba lanzando a lo alto ese bastón, con lindas botas y uniforme impecable, pero en cuestión de minutos me aterrizaron: nada de eso sucedería en la sagrada y aburrida estructura de la escuela católica a la que asistía. Las batutas no llevaban pompones y se desfilaba con el pulcro uniforme escolar, usando solamente un kepi, que es un sombrero militar pequeño.
Estuve en esa banda por tres años hasta mi graduación, y sin falta asistí a cada práctica hasta estar en la primera fila, justo detrás de las capitanas. Me aprendí cada paso de baile, pero en las coreografías no había movimientos sensuales ni las piruetas que yo admiraba. En mi colegio conservador se admiraba la sobriedad y el decoro, y lo más novedoso que logramos fue bailar la versión salsa de La quiero a morir de DLG.
En el fondo sentí que no me parecía a esas batuteras que recordaba de niña. En lugar de glamur y libertad, encontré disciplina y rigidez, por lo que siempre me quedó la nostalgia de la otra batutera: la bailarina y artista que se movía al ritmo de la música sin importar el qué dirán. Esto me llevó a preguntarme si realmente había sido una batutera de verdad, si no, ¿por qué las esperamos ansiosas en cada desfile? ¿Por qué tantas niñas decimos en algún momento ‘quiero ser una batutera’?
Una tímida conclusión es que tal vez el sueño de ser batutera refleja un deseo más profundo de ocupar un lugar en la sociedad y de ser vistas. Un lugar que usualmente se nos niega porque nos han enseñado que en los espacios públicos debemos actuar con moderación. Pero, en los desfiles esto cambia, las batuteras se toman las calles, se remenean y el público las aplaude por eso. Tal vez, el ser batutera representa una posibilidad: la de un país que, aunque sea por unas horas al año, apoya que las mujeres podemos existir sin prejuicios.
Tal vez ser batutera es recordar que también tenemos derecho a ser protagonistas.