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Paz sin justicia: la perversa refundación del Estado en América Latina
- 10/12/2022 00:00
- 10/12/2022 00:00
Los Estados latinoamericanos no tienen el monopolio de la violencia. Los Estados en la región no tienen el control de sus fronteras. Los Estados de la región ni siquiera tienen la capacidad de recolectar los impuestos que legalmente se le deben al gobierno para su funcionamiento. En América Latina los gobiernos recolectan menos del 56% de los impuestos que se tienen presupuestados, y en el Caribe menos del 42%. Menos de un tercio de nuestras poblaciones confía en las instituciones políticas, es decir que, en promedio, 6 de cada 10 latinoamericanos desconfían del gobierno. Desde la torre de marfil de las definiciones académicas, la región está repleta de Estados fallidos. El resultado es evidente, América Latina es la región más violenta del mundo, más que el medio oriente, más que el norte de África. Vivimos más cerca de un estado natural que de una sociedad cohesionada. Y no es pesimismo, es la realidad. En Brasil, 63% de las personas desconfía de sus propios vecinos. 54% de los peruanos y bolivianos no confían en los miembros de sus comunidades. En Panamá, México, Venezuela, República Dominicana, El Salvador, las cifras superan el 40% de desconfianza hacia nuestros conciudadanos.
El rechazo de la población al establecimiento formal del poder instituido resultó en la elección de líderes que prometen la paz social, pero a costa de la justicia. Es decir, el asco que provoca la corrupción, los abusos de los estamentos de seguridad y las constantes fallas en los servicios más básicos generó una dinámica en donde, por múltiples razones, nuestras poblaciones (aunque con la mínima diferencia) decidieron elegir a personas como Gustavo Petro (un exguerrillero) en Colombia, o Pedro Castillo (un maestro rondero apadrinado por el Partido Comunista y el legado político de Sendero Luminoso) en Perú, a Luis Ignacio “Lula” da Silva (un exgobernante condenado por corrupción y el artífice del Foro de Sao Paolo) en Brasil. Estos líderes llegaron a la cúpula del poder en sus respectivos países prometiendo paz social, a pesar de ser ellos mismos violadores infames de la justicia en sus propios países.
A pesar de los evidentes fracasos que hemos vivido en la era democrática de la región, el Estado democrático se mantiene como la única alternativa (en la actualidad) que produce un balance entre las facciones de poder en una sociedad y, por lo tanto, garantiza los mayores niveles de paz y justicia posible. La democracia y su arquitectura son un rompeolas para los ánimos manipulables del pueblo, así como una camisa de fuerza para los poderosos (económicos o políticos) que buscan el control total de las riquezas del país. La democracia es absolutamente insuficiente en garantizar todos los derechos naturales del hombre, sin embargo, es el sistema político que mayores libertades permite en una sociedad moderna.
Las repercusiones de un Estado fallido sobre sus poblaciones son la experiencia diaria de injusticia y abusos que viven los latinoamericanos. No hay que recurrir a los libros de hist oria para evidenciar el presente de algunos países y avistar el futuro cercano del resto.
El 7 de julio de 2021, una veintena de mercenarios de varios países de la región (en su mayoría militares retirados colombianos) asaltaron la residencia de Jovenel Moïse, entonces presidente de Haití. La persona más poderosa del país, o por lo menos en papel, fue asesinada en su domicilio. Un año y medio después, aún no se sabe quién estuvo detrás de la operación transnacional que causó la muerte de un jefe de Estado. Lo que sí se sabe es que Moïse había montado una guerra contra los carteles de la droga en el país. Y, según The New York Times, el presidente había recabado información que tras ser destilada produjo una lista de los involucrados en el tráfico de droga que cruzaba por Haití. La lista incluía los nombres de los oficiales del gobierno que participaban en el narcotráfico, incluso aquellos que habían impulsado a Moïse a la Presidencia. Tras asesinar al presidente, los mercenarios permanecieron buscando la lista, y según la misma esposa de Moïse, una vez la encontraron, huyeron de la escena del magnicidio.
Un año y medio después del asesinato, las pandillas controlan 60% del territorio de Puerto Príncipe, la capital del país. Y el actual mandatario, Ariel Henry, junto a sus 18 ministros, formalmente solicitó a la comunidad internacional el envío de tropas armadas para combatir las pandillas que hoy controlan gran parte del combustible (y por lo tanto suministro eléctrico) y agua del país.
El caso de Haití es, por supuesto, el más impactante, pero solo porque se ha perdido la sensibilidad y el respeto a la dignidad humana. En Venezuela todos saben que son los militares y los carteles los que junto a un parásito político/económico dominan el país. En México y Colombia grandes partes del país están en manos de los carteles, y la política ha sido infiltrada hasta los más altos niveles. Esta pérdida de sensibilidad, producto del miedo, del egoísmo y el instinto animal de supervivencia, ha provocado el auge de nuevos líderes en la región. Líderes iliberales y con claras tendencias autoritarias.
En 2019, Nayib Bukele fue elegido presidente de El Salvador. Ganó con 53% de los votos. En su primer año de gobierno irrumpió en el congreso, junto con decenas de “escoltas” en fatigas militares y con armas largas, y exigió a los diputados que aprobaran su plan de seguridad. Amenazó a los diputados con un levantamiento popular en su contra; por supuesto la amenaza vino acompañada de la intimidación de los soldados presentes en el templo democrático.
Hoy, El Salvador tiene más de 8 meses en un estado de emergencia. Más de 60 mil salvadoreños han sido detenidos sin el debido proceso, por presuntos vínculos con las pandillas. Los detenidos se encuentran en cárceles asignadas y bajo tratos inhumanos, de lo cual el mandatario se jacta para atemorizar a sus oponentes, que de momento son las pandillas. En una ocasión, incluso, forzó a los detenidos a ir a destruir con mazos las lápidas de personas que en vida pertenecieron a pandillas. La semana pasada, más de 10 mil efectivos del ejército, con rifles y tanquetas, rodearon la población de Soyapango. Es decir, que para cada tres habitantes de la ciudad había un soldado con un rifle y varios cartuchos de municiones.
Tras tres años de gobierno, Bukele ahora goza del 80% de la aprobación de los salvadoreños. Hartos de la violencia y el desgobierno, la mayoría ha aceptado la “paz” sin justicia para los acusados.
La otra cara de la moneda es el caso de Gustavo Petro en Colombia. Petro, un exguerrillero para comenzar, fue elegido con 50,47% de los votos el pasado 19 de junio. Desde entonces, el presidente ha: impulsado legislaciones que buscan discriminalizar el cultivo de coca en el país que más produce cocaína y legalizar el uso recreacional de la marihuana; renovado relaciones con la dictadura venezolana y reabierto negociaciones con el ELN; e impulsado una agenda que él llama “perdón social”, para otorgar amnistías a los excombatientes que asediaron el país por los últimos 50 años.
A inicios del mes de diciembre el presidente colombiano prometió la excarcelación de los detenidos en primera fila durante los disturbios sociales de 2021. Disturbios que, a pesar de la causa política, ocasionaron pérdidas económicas por encima de los $3 mil millones. Se vandalizaron más de 150 oficinas de gobierno, se destruyeron parcial o totalmente más de 600 estaciones de policía, 500 establecimientos comerciales, etc. Gustavo Petro ofrece la paz y el perdón social excarcelando a los responsables de hechos que sin duda están por fuera de la ley. Y no solo excarcelarlos, sino también nombrarlos “gestores de paz”, posición que les otorga cerca de $100 para “aportar” a sus comunidades.
Si en El Salvador se ofrece paz a la ciudadanía, pero sin justicia para los detenidos, en Colombia Petro ofrece paz a los criminales, sin justicia para la ciudadanía.
El deterioro institucional en la región es evidente en cualquier estudio o cualquier estadística sobre el funcionamiento de nuestras instituciones. El narcotráfico ha permeado todos los niveles de la sociedad y todos lo sabemos, de una manera u otra. La desconfianza y el uso de la violencia han tomado control de nuestra manera de relacionarnos, en todos los ámbitos, y sí, hemos devolucionado como sociedades e incluso como humanos. Pero la desesperanza tampoco nos está trayendo los resultados que deseamos, ni para nosotros ni para los que vendrán después.
La condena de la actual vicepresidenta de Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, por corrupción nos presenta con una esperanza. Al igual que la reacción de las fuerzas armadas de Perú y los congresistas ante la intentona del ahora expresidente Pedro Castillo de disolver el legislativo. No solo las Fuerzas Armadas se mantuvieron al margen y en defensa de la Constitución, sino también la oposición política de un gobierno con menos del 20% de aprobación, no intentó tomar control del mismo ni forzar elecciones adelantadas.
Perú ha tenido 5 presidentes en 5 años, pero si hay algo que rescatar de la crisis política en el país es que la institucionalidad democrática permitió que la justicia existiera con la mayor paz social posible. Argentina, de la misma manera, ha enfrentado crisis económicas desastrosas en los últimos años, pero la institucionalidad ha permitido que aquellos que buscaban perpetuarse en el poder y corromper a las autoridades no quedasen impunes.
No hay paz sin justicia. Y no hay justicia sin el respeto por los derechos naturales del hombre. Y la arquitectura democrática liberal sigue siendo la mejor fórmula para garantizar el balance óptimo posible entre niveles de paz y justicia para todos. No permitamos que por la desesperanza y el egoísmo la refundación del Estado caiga en manos de iliberales y autócratas.