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- 22/02/2021 00:00
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En una economía de mercado es de esperar que las empresas compitan ofreciendo bienes y servicios a mejor precio y mejor calidad, esperando con ello, ganarse la confianza de los consumidores. La libre competencia puede verse afectada en ocasiones, por la existencia de coordinación entre dos o más empresas que acuerdan unir esfuerzos (siendo competidores), con la finalidad elaborar estrategias para maximizar sus beneficios conjuntos sin tener que competir, es decir, eludiendo la incertidumbre que genera tomar decisiones individuales en condiciones de competencia.
De esta manera, los carteles pueden acordar de forma explícita o tácita fijar sus precios en los mismos niveles, restringir o eliminar la producción de bienes y servicios, repartirse el mercado, clientes o proveedores, y coordinar posturas o la abstención en licitaciones públicas (colusión en licitaciones públicas). Estas prácticas anticompetitivas se encuentran tipificadas en el artículo 13 de la Ley 45 de 31 de octubre de 2007, y ocupan un lugar en la cima de la pirámide de las prácticas restrictivas de la competencia más perjudiciales, al punto de que se habla en la doctrina, de carteles de núcleo duro, en alusión a que estamos ante acuerdos que no están justificados en términos de eficiencia, tendientes a provocar los mayores agravios a la libre competencia y concurrencia.
Los acuerdos que tienen por objeto y efecto eliminar, restringir o distorsionar la dinámica de competencia efectiva, pueden traducirse en aumentos de precios, disminución de la calidad y falta de innovación de los bienes y servicios, mayores gastos de los recursos del Estado, entre otras, que terminan perjudicando a los consumidores y provocando un menoscabo del bienestar general.
Las prácticas anticompetitivas, definidas en la Ley 45 como absolutas, llevadas a cabo por los carteles de núcleo duro se consideran ilegales por sí mismas (aplicación de la regla per se), no tienen justificación alguna y, por ende, se pueden demandar ante los juzgados especializados en materia de libre competencia, sin necesidad de probar que la conducta se haya perfeccionado o que haya generado algún tipo de efecto. De acuerdo con la regla per se, la ilegalidad va ligada a la misma conducta por ser intrínsecamente nociva.
Es conocido que los participantes en los carteles hacen uso de herramientas tecnológicas y aplicaciones móviles, con la finalidad de ocultar acuerdos, conversaciones, intercambios de información o cualquier indicio de la existencia de conductas anticompetitivas, que en otros tiempos reposarían en una agenda o carpeta físico o convencional. Así, la actividad probatoria en la persecución de carteles exige que las autoridades encargadas de la defensa de la competencia inviertan en capacitación y tecnología, a fin de estar preparados y a la altura de los retos tecnológicos que enfrenta.
De contar con pruebas suficientes para sustentar y probar la existencia de una posible práctica monopolística absoluta ilícita, es posible demandar a los cartelistas ante los juzgados especializados en materia de libre competencia, para que una vez declarada la ilicitud de la conducta, la Autoridad de Protección al Consumidor y Defensa de la Competencia (Acodeco) proceda a sancionar a las empresas involucradas en la cartelización, con multas de hasta un millón de balboas.