La universidad: un espacio de conocimiento y afectos
- 23/02/2025 00:00
- 22/02/2025 17:15
En la historia familiar, la Universidad de Panamá no es sólo el sitio donde cada miembro estudió una carrera. Es, en realidad, el espacio donde conocimos el arte y desarrollamos un sentido de pertenencia social. Existe una entrevista hecha a José de Jesús Martínez grabada poco después de la invasión de 1989, en la que Chuchú —como le llamaban todos— reflexiona sobre los hechos que llevaron al país a este suceso y comparte su lectura de los acontecimientos. Chuchú está en el parque de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Panamá (UP), y mientras habla gesticula con ahínco, frunce el ceño, mira a la distancia, arruga la cara. Se diría que está rabioso y triste. Poco después falleció. Era el 27 de enero de 1991.
Estoy frente a la antigua galería de arte del entonces Departamento de Expresiones Artísticas (DEXA) de “la U”. Otra vez en Humanidades, en la planta baja del “edificio viejo”, donde quedaba y aún queda la Escuela de Filosofía. ¿Cuántos años tendría? Casi puedo asegurar que eran los primeros años de la década de 1980, porque recuerdo a personas vestidas con pantalones de bastas anchisimas, carteras con flecos, blusas de colores estrafalarios y, si me pongo imaginativa, hasta hombres con esas camisas tan de moda: ceñidas al cuerpo y abotonadas solo hasta la altura de la boca del estómago.
Era de noche. Una tarima ocupaba el espacio del fondo del estacionamiento. Había ruido de voces y música, alegría. Mi padre intercambiaba sus libros con los amigos escritores. Soy pequeña y observo todo, sin comprender mucho. A la tarima suben varios artistas con guitarras, cantos, títeres. No sé qué se celebraba pero sí recuerdo lo que sentía: dicha. La felicidad que produce el arte popular.
Hace algunos años, la Escuela de Administración Pública quedaba en lo que hoy es la Facultad de Economía. Lo sé porque mi madre decidió terminar su carrera estando sus hijos en la escuela y, durante varios años, la familia entera la esperó cada día, para irnos juntos a casa después de clase. La espera era larga: empezaba con las últimas horas de luz y terminaba con todos rendidos de cansancio en el asiento trasero del auto. En medio de una cosa y la otra, hacía las tareas en las bancas largas del pasillo o miraba a los gatos; ya entonces formaban parte del paisaje del campus.
A veces, para romper la rutina, mi padre nos llevaba al Cine Universitario. Solo había que subir las escaleras del Parque de Humanidades y ya estábamos en la sala oscura, mirando películas con actores de acentos extraños. Así pensaba entonces: “qué extraño hablan estas personas”. Todas las películas, además, eran “raras”: no había vaqueros heroicos, ni jóvenes ricos enamorándose de la chica más pobre del barrio, ni siquiera Cantinflas: todas eran crudas, sin finales felices y a veces hasta terriblemente infelices, muchas cubanas, españolas, mexicanas, brasileñas...
Una tarde cualquiera estábamos mi hermana y yo mirando una película y empezó una escena con desnudos nada sugestivos. Agitación, sudores, vientres, senos. Asumo que mi hermana tenía los ojos igual de abiertos que yo, pero en su santo papel de hermana mayor tomó mi mano, me miró y me dijo: “Ana, yo creo que esta película no es para nosotras”. Cuando salimos de la sala y se lo contamos a papá —que esperaba tranquilamente sentado en otra de esas bancas largas de la U—, tan solo empezó a reírse: no había tenido la precaución de preguntar si la cinta era apta para menores, porque era tanta la confianza con la señora de la boletería que habíamos entrado sin “pedir permiso”.
La Universidad de Panamá siempre fue, para nosotros, un espacio familiar. Cenábamos derretidos en la antigua cafetería ubicada a un costado de Economía, asistíamos a lecturas y conciertos, comprábamos galletas en los puestos de la parada de Transístmica y veíamos el desfile de personas que pasaban: allí está Consuelo Tomás, con una pañoleta en la cabeza; allá Francisco Herrera, rumbo a una clase en la Escuela de Antropología. Por la vereda viene el propio Chuchú, varios años profesor de Filosofía; otro día es Carlos Francisco Changmarín. También recuerdo a Turpana, el gran Arysteides Turpana, que me viene a la cabeza sobre todo por sus carcajadas sibilantes.
Muchos años después, ya en la Escuela de Periodismo, la universidad fue estudio y canto. En la mañana estaba en la calle aprendiendo las mañas de la reportería, porque al día siguiente había que escribir una noticia en la clase de Milcíades Ortíz. En la tarde me iba al DEXA, para aprender a tocar guitarra con el profesor Adalberto Bazán. En el medio tenía tiempo para ir a la biblioteca, mirar los animales disecados y fetos preservados en la Escuela de Biología, o disfrutar la tarde en el Teatro al Aire Libre, en el parque de la Colina.
Una vez, ya ejerciendo el oficio, regresé a Biología y conocí a la profesora Mireya Correa. Recuerdo la infinita paciencia que tuvo para explicarme qué era un herbario y algunos conceptos básicos de la botánica. En medio de aquella conversación me preguntó, repetidas veces, sobre árboles que se encontraban en el propio campus. “¿Los has visto?”, me dijo, y yo una y otra vez le decía que no. Cuando se dio cuenta de que caminaba el campus universitario sin prestarle atención alguna a las plantas y árboles que había, me dijo con una gran sonrisa: “¡Oye, pero qué poca curiosidad tienes tú!”. A partir de ahí, empecé a leer los letreros que identifican la flora de la universidad.
Últimamente ingresé a la Facultad de Humanidades y conocí allí al profesor Carlos Ho. No me canso de decirlo: del profesor Ho recibí mi primera gran clase de educación sexual, porque con él aprendí sobre la potencia del amor del alma y de la diferencia entre ésto y la atracción por el cuerpo. Hubo otra clase especialmente maravillosa: aquella en la que leímos un texto del filósofo medieval Pedro Abelardo, en el que se explica la diferencia entre el vicio y el pecado. De aquella sesión salí aliviada (las catequesis son un calabozo moral): descubrí que la principal tarea ética es conocer los propios vicios y controlarlos —por ello el libro se titula Ética o libro llamado Conócete a tí mismo—, pero que los vicios no te hacen (necesariamente) pecador.
De mi paso por filosofía también recuerdo las clases de Estética con Ella Urriola, en la que estudiamos, entre otras cosas, el movimiento muralista en América Latina; y la intensidad de las clases de Lógica, con el profesor Francisco Díaz Montilla. Estos dos últimos docentes, por cierto, son ganadores del Premio Miró. De estos mismos años rescato la visita de Enrique Dussel al Paraninfo Universitario —y el privilegio de escucharlo—; y el concierto de Silvio Rodríguez en los estacionamientos de la Facultad de Administración Pública.
¿A qué viene este largo anecdotario? Al hecho cierto de que la Universidad de Panamá está lejos de ser un “hoyo negro”, y que son tantas las cosas que allí ocurren y se hacen que desconocerlo solo puede ser fruto de tres cosas: de la ignorancia, la mala fe o la estupidez. La U, como le decimos todos los que por allí pasamos, es un espacio lleno de personas valiosas, que a lo largo de su existencia ha tenido un papel en la historia del país y en el desarrollo del arte y de las humanidades (entre otras áreas); además de constituir la única oportunidad que tienen miles de panameños de acceder a una educación superior.
Por supuesto, muchas cosas son perfectibles: como estudiante aspiro a que el personal docente sea capacitado en cuestiones de género y derechos humanos, por ejemplo, además de que se permitan profesores visitantes y cátedras internacionales en los semestres regulares. El conocimiento es demasiado vasto como para limitar el ejercicio de la docencia a los nacionales.
También es necesario meterle más cariño a los edificios —muchos joyas de la arquitectura panameña—, mejorar el sistema “puntocrático”, la atención administrativa y hacer más transparente la gestión presupuestaria y la toma de decisiones, pero estas apreciaciones de ninguna forma están cerca de sugerir el cierre de la principal universidad pública del país.
Por último, diré que durante las varias décadas de ejercicio periodístico, la Universidad de Panamá fue una de las principales fuentes de información. Para quien busca, allí encuentra sociólogos, antropólogos, economistas, historiadores, criminólogos, biólogos y matemáticos, trabajadores sociales, enfermeros, agrónomos, arquitectos, cineastas, bailarines, músicos y un largo etcétera de especialistas que, con sus conocimientos, ayudarían a enriquecer el debate y los contenidos informativos de los medios de comunicación.
Existe una entrevista hecha a José de Jesús Martínez grabada poco después de la invasión de 1989, en la que Chuchú —como le llamaban todos— reflexiona sobre los hechos que llevaron al país a este suceso y comparte su lectura de los acontecimientos. Chuchú está en el parque de la Facultad de Humanidades de la Universidad de Panamá (UP), y mientras habla gesticula con ahínco, frunce el ceño, mira a la distancia, arruga la cara. Se diría que está rabioso y triste. Poco después falleció. Era el 27 de enero de 1991.
Estoy frente a la antigua galería de arte del entonces Departamento de Expresiones Artísticas (DEXA) de “la U”. Otra vez en Humanidades, en la planta baja del “edificio viejo”, donde quedaba y aún queda la Escuela de Filosofía. ¿Cuántos años tendría? Casi puedo asegurar que eran los primeros años de la década de 1980, porque recuerdo a personas vestidas con pantalones de bastas anchisimas, carteras con flecos, blusas de colores estrafalarios y, si me pongo imaginativa, hasta hombres con esas camisas tan de moda: ceñidas al cuerpo y abotonadas solo hasta la altura de la boca del estómago.
Era de noche. Una tarima ocupaba el espacio del fondo del estacionamiento. Había ruido de voces y música, alegría. Mi padre intercambiaba sus libros con los amigos escritores. Soy pequeña y observo todo, sin comprender mucho. A la tarima suben varios artistas con guitarras, cantos, títeres. No sé qué se celebraba pero sí recuerdo lo que sentía: dicha. La felicidad que produce el arte popular.
Hace algunos años, la Escuela de Administración Pública quedaba en lo que hoy es la Facultad de Economía. Lo sé porque mi madre decidió terminar su carrera estando sus hijos en la escuela y, durante varios años, la familia entera la esperó cada día, para irnos juntos a casa después de clase. La espera era larga: empezaba con las últimas horas de luz y terminaba con todos rendidos de cansancio en el asiento trasero del auto. En medio de una cosa y la otra, hacía las tareas en las bancas largas del pasillo o miraba a los gatos; ya entonces formaban parte del paisaje del campus.
A veces, para romper la rutina, mi padre nos llevaba al Cine Universitario. Solo había que subir las escaleras del Parque de Humanidades y ya estábamos en la sala oscura, mirando películas con actores de acentos extraños. Así pensaba entonces: “qué extraño hablan estas personas”. Todas las películas, además, eran “raras”: no había vaqueros heroicos, ni jóvenes ricos enamorándose de la chica más pobre del barrio, ni siquiera Cantinflas: todas eran crudas, sin finales felices y a veces hasta terriblemente infelices, muchas cubanas, españolas, mexicanas, brasileñas...
Una tarde cualquiera estábamos mi hermana y yo mirando una película y empezó una escena con desnudos nada sugestivos. Agitación, sudores, vientres, senos. Asumo que mi hermana tenía los ojos igual de abiertos que yo, pero en su santo papel de hermana mayor tomó mi mano, me miró y me dijo: “Ana, yo creo que esta película no es para nosotras”. Cuando salimos de la sala y se lo contamos a papá —que esperaba tranquilamente sentado en otra de esas bancas largas de la U—, tan solo empezó a reírse: no había tenido la precaución de preguntar si la cinta era apta para menores, porque era tanta la confianza con la señora de la boletería que habíamos entrado sin “pedir permiso”.
La Universidad de Panamá siempre fue, para nosotros, un espacio familiar. Cenábamos derretidos en la antigua cafetería ubicada a un costado de Economía, asistíamos a lecturas y conciertos, comprábamos galletas en los puestos de la parada de Transístmica y veíamos el desfile de personas que pasaban: allí está Consuelo Tomás, con una pañoleta en la cabeza; allá Francisco Herrera, rumbo a una clase en la Escuela de Antropología. Por la vereda viene el propio Chuchú, varios años profesor de Filosofía; otro día es Carlos Francisco Changmarín. También recuerdo a Turpana, el gran Arysteides Turpana, que me viene a la cabeza sobre todo por sus carcajadas sibilantes.
Muchos años después, ya en la Escuela de Periodismo, la universidad fue estudio y canto. En la mañana estaba en la calle aprendiendo las mañas de la reportería, porque al día siguiente había que escribir una noticia en la clase de Milcíades Ortíz. En la tarde me iba al DEXA, para aprender a tocar guitarra con el profesor Adalberto Bazán. En el medio tenía tiempo para ir a la biblioteca, mirar los animales disecados y fetos preservados en la Escuela de Biología, o disfrutar la tarde en el Teatro al Aire Libre, en el parque de la Colina.
Una vez, ya ejerciendo el oficio, regresé a Biología y conocí a la profesora Mireya Correa. Recuerdo la infinita paciencia que tuvo para explicarme qué era un herbario y algunos conceptos básicos de la botánica. En medio de aquella conversación me preguntó, repetidas veces, sobre árboles que se encontraban en el propio campus. “¿Los has visto?”, me dijo, y yo una y otra vez le decía que no. Cuando se dio cuenta de que caminaba el campus universitario sin prestarle atención alguna a las plantas y árboles que había, me dijo con una gran sonrisa: “¡Oye, pero qué poca curiosidad tienes tú!”. A partir de ahí, empecé a leer los letreros que identifican la flora de la universidad.
Últimamente ingresé a la Facultad de Humanidades y conocí allí al profesor Carlos Ho. No me canso de decirlo: del profesor Ho recibí mi primera gran clase de educación sexual, porque con él aprendí sobre la potencia del amor del alma y de la diferencia entre ésto y la atracción por el cuerpo. Hubo otra clase especialmente maravillosa: aquella en la que leímos un texto del filósofo medieval Pedro Abelardo, en el que se explica la diferencia entre el vicio y el pecado. De aquella sesión salí aliviada (las catequesis son un calabozo moral): descubrí que la principal tarea ética es conocer los propios vicios y controlarlos —por ello el libro se titula Ética o libro llamado Conócete a tí mismo—, pero que los vicios no te hacen (necesariamente) pecador.
De mi paso por filosofía también recuerdo las clases de Estética con Ella Urriola, en la que estudiamos, entre otras cosas, el movimiento muralista en América Latina; y la intensidad de las clases de Lógica, con el profesor Francisco Díaz Montilla. Estos dos últimos docentes, por cierto, son ganadores del Premio Miró. De estos mismos años rescato la visita de Enrique Dussel al Paraninfo Universitario —y el privilegio de escucharlo—; y el concierto de Silvio Rodríguez en los estacionamientos de la Facultad de Administración Pública.
¿A qué viene este largo anecdotario? Al hecho cierto de que la Universidad de Panamá está lejos de ser un “hoyo negro”, y que son tantas las cosas que allí ocurren y se hacen que desconocerlo solo puede ser fruto de tres cosas: de la ignorancia, la mala fe o la estupidez. La U, como le decimos todos los que por allí pasamos, es un espacio lleno de personas valiosas, que a lo largo de su existencia ha tenido un papel en la historia del país y en el desarrollo del arte y de las humanidades (entre otras áreas); además de constituir la única oportunidad que tienen miles de panameños de acceder a una educación superior.
Por supuesto, muchas cosas son perfectibles: como estudiante aspiro a que el personal docente sea capacitado en cuestiones de género y derechos humanos, por ejemplo, además de que se permitan profesores visitantes y cátedras internacionales en los semestres regulares. El conocimiento es demasiado vasto como para limitar el ejercicio de la docencia a los nacionales.
También es necesario meterle más cariño a los edificios —muchos joyas de la arquitectura panameña—, mejorar el sistema “puntocrático”, la atención administrativa y hacer más transparente la gestión presupuestaria y la toma de decisiones, pero estas apreciaciones de ninguna forma están cerca de sugerir el cierre de la principal universidad pública del país.
Por último, diré que durante las varias décadas de ejercicio periodístico, la Universidad de Panamá fue una de las principales fuentes de información. Para quien busca, allí encuentra sociólogos, antropólogos, economistas, historiadores, criminólogos, biólogos y matemáticos, trabajadores sociales, enfermeros, agrónomos, arquitectos, cineastas, bailarines, músicos y un largo etcétera de especialistas que, con sus conocimientos, ayudarían a enriquecer el debate y los contenidos informativos de los medios de comunicación.