La normalidad fingida dela democracia panameña
- 12/05/2024 01:00
- 11/05/2024 18:26
Un candidato que gana la presidencia con el 34.4% contra un 65.6% muestra dos cosas: Un sistema electoral que favorece a las minorías del sistema de partidos; y a un sistema político que sanciona una precaria legalidad, de la cual no se deriva una fuerte legitimidad. El conocido filósofo y politólogo italiano N. Bobbio (1909-2004) formula tres reglas básicas, en el afán de dotar de un encuadre regulatorio participativo, al sistema democrático:
“...garantizar la existencia de una pluralidad de grupos políticos organizados que compiten entre sí, al objeto de agregar las peticiones y transformarlas en deliberaciones colectivas”. (pluralismo)
“...según la cual los votantes deben elegir entre varias alternativas” (alternativas reales)
“...según la cual se le debe garantizar a la minoría por lo menos el derecho de poder convertirse, a su vez, en mayoría en las periódicas verificaciones de consenso”. (protección a las minorías)
Sin embargo, el régimen presidencialista panameño apenas garantiza el pluralismo, siendo éste de muy baja intensidad, con ofertas políticas y electorales que no representan alternativas programáticas reales. Se trata de un orden político blindado a través de una maraña de tecnicismos que favorecen a una partidocracia burocrática, funcional a la reproducción de un “sistema de partidos” y a un “régimen de poder”.
Las elecciones de este 5 de mayo pasado, en las cuales una candidatura gana la presidencia con el 34.4% contra un 65.6%, muestran tres cosas: Un sistema electoral que favorece a las minorías del sistema de partidos; y a un sistema político que sanciona una precaria legalidad, de la cual no se deriva una fuerte legitimidad. A su vez, al no existir una segunda vuelta, el sistema electoral sanciona políticamente un régimen presidencialista altamente centralizado en decisiones y concentrado en recursos, para operar de manera deliberada bajo la premisa de una peligrosa ausencia de consenso nacional.
Sobre el régimen de poder Judith Butler, filósofa estadounidense escribe: “Las distinciones entre ruido, música y discurso nunca son absolutas. Y de un modo parecido, la distinción entre las demandas políticas comunicables y esas otras que se consideran puro ruido, perturbaciones en el propio mecanismo de comunicación, depende siempre de un régimen de poder”.
Desde esta perspectiva, se entiende como “régimen de poder” un conjunto de dispositivos institucionales y culturales —que rebasan el ámbito de lo político estatal—, y que organizan relaciones asimétricas, fundadas en una distribución desigual de recursos, económicos, políticos, culturales institucionales, ideológicos. El “régimen de poder” es entonces, el espacio en el cual se constituye la relación comunicativa política entre los sujetos del orden político. Es en este espacio comunicativo, en que se instala la “normalidad fingida” del orden político, tendiente a enmascarar procesos técnico-procedimentales de reducción en la representación ciudadana, sin capacidad de auditoría y revocatoria.
No obstante, la desigual apropiación de este poder material y simbólico de unos, frente a la desposesión de otros en los recursos de comunicación, es lo que somete a la ciudadanía a solo oír y asumir como válidas, las retóricas justificativas del poder. Esto es lo que entendemos como “política del ruido”. En esta política del ruido es donde descansa, parte de la explicación para entender la fuerte distorsión de intereses en la pasada coyuntura electoral.
El orden político panameño El orden político post invasión, como “régimen de poder”, está constituido básicamente por tres componentes interrelacionados: el régimen político presidencialista; un sistema de partidos dominante y hegemónico como intermediación política; y una fuerte cultura clientelar, como la forma de entendimiento y práctica de la política. Estos tres elementos en sus interrelaciones configuran parte de la “política del ruido”.
La “política del ruido” es el despojo de la posibilidad del razonar en términos críticos comunicativos por parte los diferentes sectores de la sociedad. Es la imposición de todos los componentes del régimen de poder, orientados a la reproducción sin fin del ‘status quo’. Es comunicación en una sola dirección; en que la población es objeto de sistemáticas imposiciones de una determinada concepción del poder y la sociedad.
Las tenazas del ‘status quo’ político El régimen presidencialista concentrador y excluyente, la partidocracia y sus burocracias cuasi perpetuas, además de la corrupción hecha clientelismo y simulación institucionalizada, constituyen las tenazas que explican, un segmento en la distorsión de los intereses sociales; al igual que las practicas orientadas a una reproducción “sin fin” del status quo.
Es el círculo “presidencialismo-partidocracia-clientelismo” el que produce y reproduce en sinergia, el despojo de las posibilidades del reflexionar razonado y deliberativo de la sociedad, obstaculizándole al soberano, su obligada comunicación con el orden político. El “régimen de poder” y la “política del ruido” se constituyen en un duro obstáculo para la construcción de una democracia deliberativa e inclusiva. Dejándole solo las calles a la ciudadanía, como el espacio de asedio y defensa frente a sus legítimos reclamos. Recordemos las crisis oct/nov. 23.
La máquina política La desigualdad social, las expectativas de cambio y la crisis político institucional, refuerzan una tensión, no siempre evidente entre dos elementos en conflicto, inherentes a la participación en un orden político democrático. El componente técnico—procedimental que normaliza el proceso de reducción participativa a través de la representación; y el componente ético—político de la participación ampliada e incluyente, que entiende que no toda institucionalidad sirve a los valores sustantivos de la democracia.
Sin embargo, lo que tenemos es el accionar de un andamiaje institucional, concebido como una máquina política orientada para ganar elecciones mediante la movilización de clientelas en función de transacciones de bienes materiales o simbólicos. La máquina política reduce el ciudadano a la condición de cliente, despojándolo de su condición de soberano, e instalando en la subjetividad colectiva la condición de ser un mero consumidor que satisface necesidades por medio de la intermediación partidaria (Vommaro; Combes).
La normalidad fingida de la democracia Con todo, descifrando la “normalidad fingida” que construye de manera permanente el orden político de minorías que nos gobierna, es posible descifrar la naturaleza de un operar, sobrecargado de rituales, simulaciones, y con preeminencia de concepciones coercitivas de Estado. Es un orden político dominante revestido de “normalidad fingida”, el que ostenta todas las características de lo que Guillermo O’Donnell (1992) denomina “democracias delegativas”.
Según O’Donnell, “las democracias delegativas se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial tendrá el derecho a gobernar como él (ella) considere apropiado. Las políticas de su gobierno no necesitan guardar ninguna semejanza con las promesas de su campaña. De acuerdo con esta visión, otras instituciones —los tribunales de justicia y el poder legislativo— constituyen estorbos. La rendición de cuentas a dichas instituciones aparece como un mero obstáculo a la plena autoridad que le ha sido delegada al presidente”.
Todo lo anterior se nos presenta como parte de un régimen político, cuya “normalidad” oculta los fundamentos del poder económico, y de las características del bloque de poder en funciones. Poder cuya naturaleza concentradora explica en parte, la sinrazón en una sociedad que pese a tener un crecimiento económico del 6% promedio, exhibe hoy según el Banco Mundial, la condición de ser el cuarto país más desigual del mundo.
Corolario En fin, la “normalidad fingida” de los regímenes políticos neoliberales, oculta la reducción de lo público en la deliberada negación de nuevos espacios de ampliación y participación ciudadana; esconde la justificación ideológica de la desigualdad social, como condición que estimula al emprendimiento de nuevos actores de mercado; y disimula un permanente asedio a los derechos humanos: económico- sociales, laborales, ambientales, y de diversidad.
El autor es sociólogo. Académico titular de la Universidad de Panamá.
Pensamiento Social (PESOC) está conformado por un grupo de profesionales de las Ciencias Sociales que, a través de sus aportes, buscan impulsar y satisfacer necesidades en el conocimiento de estas disciplinas. Su propósito es presentar a la población temas de análisis sobre los principales problemas que la aquejan, y contribuir con las estrategias de programas de solución.
El conocido filósofo y politólogo italiano N. Bobbio (1909-2004) formula tres reglas básicas, en el afán de dotar de un encuadre regulatorio participativo, al sistema democrático:
“...garantizar la existencia de una pluralidad de grupos políticos organizados que compiten entre sí, al objeto de agregar las peticiones y transformarlas en deliberaciones colectivas”. (pluralismo)
“...según la cual los votantes deben elegir entre varias alternativas” (alternativas reales)
“...según la cual se le debe garantizar a la minoría por lo menos el derecho de poder convertirse, a su vez, en mayoría en las periódicas verificaciones de consenso”. (protección a las minorías)
Sin embargo, el régimen presidencialista panameño apenas garantiza el pluralismo, siendo éste de muy baja intensidad, con ofertas políticas y electorales que no representan alternativas programáticas reales. Se trata de un orden político blindado a través de una maraña de tecnicismos que favorecen a una partidocracia burocrática, funcional a la reproducción de un “sistema de partidos” y a un “régimen de poder”.
Las elecciones de este 5 de mayo pasado, en las cuales una candidatura gana la presidencia con el 34.4% contra un 65.6%, muestran tres cosas: Un sistema electoral que favorece a las minorías del sistema de partidos; y a un sistema político que sanciona una precaria legalidad, de la cual no se deriva una fuerte legitimidad. A su vez, al no existir una segunda vuelta, el sistema electoral sanciona políticamente un régimen presidencialista altamente centralizado en decisiones y concentrado en recursos, para operar de manera deliberada bajo la premisa de una peligrosa ausencia de consenso nacional.
Judith Butler, filósofa estadounidense escribe: “Las distinciones entre ruido, música y discurso nunca son absolutas. Y de un modo parecido, la distinción entre las demandas políticas comunicables y esas otras que se consideran puro ruido, perturbaciones en el propio mecanismo de comunicación, depende siempre de un régimen de poder”.
Desde esta perspectiva, se entiende como “régimen de poder” un conjunto de dispositivos institucionales y culturales —que rebasan el ámbito de lo político estatal—, y que organizan relaciones asimétricas, fundadas en una distribución desigual de recursos, económicos, políticos, culturales institucionales, ideológicos. El “régimen de poder” es entonces, el espacio en el cual se constituye la relación comunicativa política entre los sujetos del orden político. Es en este espacio comunicativo, en que se instala la “normalidad fingida” del orden político, tendiente a enmascarar procesos técnico-procedimentales de reducción en la representación ciudadana, sin capacidad de auditoría y revocatoria.
No obstante, la desigual apropiación de este poder material y simbólico de unos, frente a la desposesión de otros en los recursos de comunicación, es lo que somete a la ciudadanía a solo oír y asumir como válidas, las retóricas justificativas del poder. Esto es lo que entendemos como “política del ruido”. En esta política del ruido es donde descansa, parte de la explicación para entender la fuerte distorsión de intereses en la pasada coyuntura electoral.
El orden político post invasión, como “régimen de poder”, está constituido básicamente por tres componentes interrelacionados: el régimen político presidencialista; un sistema de partidos dominante y hegemónico como intermediación política; y una fuerte cultura clientelar, como la forma de entendimiento y práctica de la política. Estos tres elementos en sus interrelaciones configuran parte de la “política del ruido”.
La “política del ruido” es el despojo de la posibilidad del razonar en términos críticos comunicativos por parte los diferentes sectores de la sociedad. Es la imposición de todos los componentes del régimen de poder, orientados a la reproducción sin fin del ‘status quo’. Es comunicación en una sola dirección; en que la población es objeto de sistemáticas imposiciones de una determinada concepción del poder y la sociedad.
El régimen presidencialista concentrador y excluyente, la partidocracia y sus burocracias cuasi perpetuas, además de la corrupción hecha clientelismo y simulación institucionalizada, constituyen las tenazas que explican, un segmento en la distorsión de los intereses sociales; al igual que las practicas orientadas a una reproducción “sin fin” del status quo.
Es el círculo “presidencialismo-partidocracia-clientelismo” el que produce y reproduce en sinergia, el despojo de las posibilidades del reflexionar razonado y deliberativo de la sociedad, obstaculizándole al soberano, su obligada comunicación con el orden político. El “régimen de poder” y la “política del ruido” se constituyen en un duro obstáculo para la construcción de una democracia deliberativa e inclusiva. Dejándole solo las calles a la ciudadanía, como el espacio de asedio y defensa frente a sus legítimos reclamos. Recordemos las crisis oct/nov. 23.
La desigualdad social, las expectativas de cambio y la crisis político institucional, refuerzan una tensión, no siempre evidente entre dos elementos en conflicto, inherentes a la participación en un orden político democrático. El componente técnico—procedimental que normaliza el proceso de reducción participativa a través de la representación; y el componente ético—político de la participación ampliada e incluyente, que entiende que no toda institucionalidad sirve a los valores sustantivos de la democracia.
Sin embargo, lo que tenemos es el accionar de un andamiaje institucional, concebido como una máquina política orientada para ganar elecciones mediante la movilización de clientelas en función de transacciones de bienes materiales o simbólicos. La máquina política reduce el ciudadano a la condición de cliente, despojándolo de su condición de soberano, e instalando en la subjetividad colectiva la condición de ser un mero consumidor que satisface necesidades por medio de la intermediación partidaria (Vommaro; Combes).
Con todo, descifrando la “normalidad fingida” que construye de manera permanente el orden político de minorías que nos gobierna, es posible descifrar la naturaleza de un operar, sobrecargado de rituales, simulaciones, y con preeminencia de concepciones coercitivas de Estado. Es un orden político dominante revestido de “normalidad fingida”, el que ostenta todas las características de lo que Guillermo O’Donnell (1992) denomina “democracias delegativas”.
Según O’Donnell, “las democracias delegativas se basan en la premisa de quien sea que gane una elección presidencial tendrá el derecho a gobernar como él (ella) considere apropiado. Las políticas de su gobierno no necesitan guardar ninguna semejanza con las promesas de su campaña. De acuerdo con esta visión, otras instituciones —los tribunales de justicia y el poder legislativo— constituyen estorbos. La rendición de cuentas a dichas instituciones aparece como un mero obstáculo a la plena autoridad que le ha sido delegada al presidente”.
Todo lo anterior se nos presenta como parte de un régimen político, cuya “normalidad” oculta los fundamentos del poder económico, y de las características del bloque de poder en funciones. Poder cuya naturaleza concentradora explica en parte, la sinrazón en una sociedad que pese a tener un crecimiento económico del 6% promedio, exhibe hoy según el Banco Mundial, la condición de ser el cuarto país más desigual del mundo.
En fin, la “normalidad fingida” de los regímenes políticos neoliberales, oculta la reducción de lo público en la deliberada negación de nuevos espacios de ampliación y participación ciudadana; esconde la justificación ideológica de la desigualdad social, como condición que estimula al emprendimiento de nuevos actores de mercado; y disimula un permanente asedio a los derechos humanos: económico- sociales, laborales, ambientales, y de diversidad.
El autor es sociólogo. Académico titular de la Universidad de Panamá.