Vida y cultura

Amarillo y ocre

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Actualizado
  • 28/09/2024 00:00
Creado
  • 27/09/2024 18:08
La autora
Es licenciada en Comunicación Social y Publicidad, con un diplomado en Creación Literaria de la Universidad Tecnológica de Panamá. Ha participado en varios talleres de escritura y composición. Obra publicada: Cuento de Pequeté (2011).

El árbol de mango le dio sombra a Manuel Herrera a lo largo de su vida. Cuando Manuel nació, ya él estaba ahí. Fue su compañero y confidente, testigo de júbilos y pesadumbres.

La muerte de Esilda llegó de improviso una mañana en que todo estaba en blanco y negro. En la cama, don Manuel sintió junto a su cuerpo el de ella. Esilda le habló con la frase insonora que dicen las almas en su última hora. Sin siquiera tocarla, sabía que había muerto. Lo sabía porque todo dejó de tener color. Las sábanas de estampados florales, las paredes, los libros en el armario y hasta las historias dentro de ellos, eran ahora blanco y negro. Don Manuel se levantó y se asomó por la ventana. Notó que también el árbol de mango había perdido el verde de su follaje. La vereda despintada y las casas oscuras daban una nostálgica impresión. Las gentes de pueblo, todas sin color en los ojos, cabello y piel, visitaron a don Manuel esa tarde con vestidos desteñidos. Lloraron a Esilda. Ofrecieron sus condolencias. Cuando todos se marcharon, todos con excepción de Lencho, don Manuel Herrera se dispuso a enterrarla.

Próximo al árbol, con la ayuda de su amigo, comenzó a cavar. Removieron tierra por horas. Lencho se sentía desfallecer, pero don Manuel quería ir más hondo. Mientras bajaban, pudieron apreciar las muchas, gruesas y fuertes, raíces del árbol. En cada una, don Manuel halló recuerdos, recuerdos de su vida junto a Esilda. Cavaron un túnel profundo, tan profundo que en su abismo y a pesar de que estaba oscuro, el viudo nuevamente encontró color. En este punto, la tierra cobraba vida. Allí, entre amarillos y ocres, colocaron el pálido cuerpo de Esilda. La tierra la acogió con un abrazo que le devolvió la tonalidad a su piel, y a sus labios, el rojo del último beso.

En el estrecho lugar, un penetrante olor a moho y tierra mojada ocupaba el espacio.

Lencho estaba angustiado. Sus movimientos los limitaba el sitio. Tenía miedo de asfixiarse, de quedarse allí, encerrado para siempre. Sufrió palpitaciones y mareo, un ataque de ansiedad. Aun así, el buen amigo esperó un par de horas más a que don Manuel Herrera se despidiera de su amada. Finalmente, después de gritos ahogados, el marido de la difunta dibujó una sonrisa en sus labios y dijo:

-Siento el placer infinito de saberla mía: ¡mía solamente! Que la llevo metida aquí dentro, donde nadie mire ni escuche su acento, ni nadie la toque; ni el sol, ni el agua, ni el viento.

Mientras don Manuel se alejaba de Esilda e iba subiendo a la superficie, pudo notar cómo la tierra volvía a perder su color. Arriba todo seguía en blanco y negro. Lencho, en cambio, se fue por un camino de arcilla roja, rodeado de verde pasto y azucenas de colores. Vio que las casas de Pequeté y las personas habían recobrado su color natural.

Solo el mundo de don Manuel Herrera había perdido su color para siempre. Y junto al palo de mango, con Esilda bajo sus pies, quedó el poeta gris robándole sílabas al viento y acentos a la lluvia.