La masacre de Paya y Pucurú: una herida que perdura en Darién
- 22/01/2025 00:12
- 21/01/2025 19:13
El impacto fue devastador. Las familias huyeron despavoridas hacia Boca de Cupe, dejando atrás sus hogares, su historia y sus raíces El 18 de enero de 2003 quedó marcado en la historia de las comunidades indígenas de Paya y Pucurú, que hoy intentan ser reconocidas como Takargunyala, como el día en que la violencia irrumpió con brutalidad en sus vidas.
En pleno corazón de Darién, estas localidades fueron escenarios de una de las tragedias más cruentas que Panamá ha vivido, evidenciando la fragilidad de su soberanía en una región históricamente vulnerada por grupos armados colombianos u organizaciones criminales hasta la fecha.
Durante años, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y grupos paramilitares cruzaban la frontera, utilizando las comunidades indígenas como puntos de abastecimiento. La relación comenzó con intercambios comerciales, pero con el tiempo se transformó en una peligrosa codependencia. Sin presencia permanente de las fuerzas de seguridad panameñas, Paya y Pucurú quedaron expuestas a la intimidación y el abuso. En el fatídico enero de 2003, los paramilitares decapitaron a líderes comunitarios porque supuestamente colaboraban con la guerrilla.
El impacto fue devastador. Las familias huyeron despavoridas hacia Boca de Cupe, dejando atrás sus hogares, su historia y sus raíces. La comunidad de Paya quedó desierta y los sobrevivientes enfrentaron la difícil tarea de reconstruir sus vidas desde cero en un entorno marcado por el trauma y la indiferencia. Con el tiempo, lograron levantar nuevamente el pueblo, que hoy cuenta con centros comunitarios, una escuela primaria y pequeños comercios. Sin embargo, las marcas de aquel día permanecen visibles no solo en la memoria de sus habitantes, sino también en un sencillo monumento erigido en honor a las víctimas.
A pesar de los intentos por retomar la normalidad, el recuerdo de la masacre sigue siendo una herida abierta. Cada año, las comunidades conmemoran esta tragedia como un acto de memoria y resistencia. Paya y Pucurú, con sus 60 casas de madera y techos de penca o cinc, representan un ejemplo de resiliencia frente a la adversidad, pero también un recordatorio de la necesidad de protección y presencia estatal en las zonas más remotas del país.
La masacre dejó preguntas sin respuestas: ¿cómo permitieron que estas comunidades quedaran tan expuestas? ¿Por qué el Gobierno no actuó con rapidez para evitar este desenlace? Lo que sí quedó claro fue la urgencia de reforzar la seguridad en la región. En respuesta, los propios residentes solicitaron el regreso de las unidades de frontera, al entender que su supervivencia dependía de un delicado equilibrio entre autonomía y protección estatal.
En medio de esta compleja historia de dolor y resistencia, Paya y Pucurú son también un testimonio de la riqueza cultural del pueblo Tule o Dule, como ellos se autodenominan, conocido por su apertura, su tradición artesanal y su conexión con la tierra. Mientras que los hombres se dedican a la caza, la siembra y la minería artesanal, las mujeres preservan su identidad a través de las molas, piezas de arte que narran las historias de su pueblo. Este legado cultural, aunque marcado por el horror de la violencia, sigue siendo un símbolo de orgullo y fortaleza.
La masacre de Paya y Pucurú no es solo una página oscura en la historia de Darién; es una advertencia sobre los riesgos que enfrentan las comunidades olvidadas y un llamado a la acción para garantizar que tragedias como esta no se repitan.
El 18 de enero de 2003 quedó marcado en la historia de las comunidades indígenas de Paya y Pucurú, que hoy intentan ser reconocidas como Takargunyala, como el día en que la violencia irrumpió con brutalidad en sus vidas.
En pleno corazón de Darién, estas localidades fueron escenarios de una de las tragedias más cruentas que Panamá ha vivido, evidenciando la fragilidad de su soberanía en una región históricamente vulnerada por grupos armados colombianos u organizaciones criminales hasta la fecha.
Durante años, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y grupos paramilitares cruzaban la frontera, utilizando las comunidades indígenas como puntos de abastecimiento. La relación comenzó con intercambios comerciales, pero con el tiempo se transformó en una peligrosa codependencia. Sin presencia permanente de las fuerzas de seguridad panameñas, Paya y Pucurú quedaron expuestas a la intimidación y el abuso. En el fatídico enero de 2003, los paramilitares decapitaron a líderes comunitarios porque supuestamente colaboraban con la guerrilla.
El impacto fue devastador. Las familias huyeron despavoridas hacia Boca de Cupe, dejando atrás sus hogares, su historia y sus raíces. La comunidad de Paya quedó desierta y los sobrevivientes enfrentaron la difícil tarea de reconstruir sus vidas desde cero en un entorno marcado por el trauma y la indiferencia. Con el tiempo, lograron levantar nuevamente el pueblo, que hoy cuenta con centros comunitarios, una escuela primaria y pequeños comercios. Sin embargo, las marcas de aquel día permanecen visibles no solo en la memoria de sus habitantes, sino también en un sencillo monumento erigido en honor a las víctimas.
A pesar de los intentos por retomar la normalidad, el recuerdo de la masacre sigue siendo una herida abierta. Cada año, las comunidades conmemoran esta tragedia como un acto de memoria y resistencia. Paya y Pucurú, con sus 60 casas de madera y techos de penca o cinc, representan un ejemplo de resiliencia frente a la adversidad, pero también un recordatorio de la necesidad de protección y presencia estatal en las zonas más remotas del país.
La masacre dejó preguntas sin respuestas: ¿cómo permitieron que estas comunidades quedaran tan expuestas? ¿Por qué el Gobierno no actuó con rapidez para evitar este desenlace? Lo que sí quedó claro fue la urgencia de reforzar la seguridad en la región. En respuesta, los propios residentes solicitaron el regreso de las unidades de frontera, al entender que su supervivencia dependía de un delicado equilibrio entre autonomía y protección estatal.
En medio de esta compleja historia de dolor y resistencia, Paya y Pucurú son también un testimonio de la riqueza cultural del pueblo Tule o Dule, como ellos se autodenominan, conocido por su apertura, su tradición artesanal y su conexión con la tierra. Mientras que los hombres se dedican a la caza, la siembra y la minería artesanal, las mujeres preservan su identidad a través de las molas, piezas de arte que narran las historias de su pueblo. Este legado cultural, aunque marcado por el horror de la violencia, sigue siendo un símbolo de orgullo y fortaleza.
La masacre de Paya y Pucurú no es solo una página oscura en la historia de Darién; es una advertencia sobre los riesgos que enfrentan las comunidades olvidadas y un llamado a la acción para garantizar que tragedias como esta no se repitan.