En torno a la reserva de Concini
- 19/04/2025 01:00
El tratado del Canal otorga a Estados Unidos facultades militares que amenazan la soberanía panameña y violan normas internacionales Al Tratado concerniente a la neutralidad permanente y al funcionamiento del Canal de Panamá había que reconocerle – a pesar de los vicios que hacen bastante alusión al régimen de neutralización allí establecido – que, si bien otorgaba a los Estados Unidos de América amplio derecho para defender unilateralmente el Canal de Panamá, no les permitía ni desembarcar ni mantener fuerzas militares en nuestro territorio, a menos que nuestro gobierno lo consintiese. Es cierto, sin embargo, la existencia de criterios disidentes en altos funcionarios estadounidenses.
Más aún en el supuesto de que aceptáramos, aunque fuera en vía de discusión, la interpretación hecha por esos altos funcionarios, la verdad es que tal desembarco y mantenimiento solamente habría podido tener lugar, de ser el Canal de Panamá objeto de actos de agresión exterior o, lo que es igual, de terceros Estados. No obstante, la reserva del Senador Dennis DeConcini introducida al Tratado de Neutralidad – la cual, lamentablemente, ha sido deficientemente traducida al español en el texto difundido por la Cancillería el 27 de marzo de 1978 – modifica sustancialmente la letra y el espíritu de dicho tratado, y da al traste con el sentido histórico de las negociaciones impuesto por el nacionalismo panameño.
Ello es así, porque, de ser aceptada por Panamá, habrá de facultar a los Estados Unidos de América para tomar las medidas que ellos consideren necesarias, de acuerdo con sus procedimientos constitucionales, incluyendo el uso de fuerzas militares en Panamá, para reabrir el Canal o restaurar sus operaciones, según fuere el caso, en la hipótesis de que el canal sea cerrado o sus operaciones interferidas. Lo anterior significa, en buen romance, que los Estados Unidos de América podrán a perpetuidad e independientemente de que el cierre o de que las interferencias se produzcan por motivos internos o externos:
Primero: Manejar el canal. Segundo: Realizar todo tipo de intervenciones en Panamá. Tercero: Ocupar militarmente todo el territorio de Panamá.Cuarto: Ejercer facultades que emanan de la soberanía sobre las áreas ocupadas.
La circunstancia infeliz de que en los albores del último cuarto del Siglo XX los Estados Unidos de América demanden poder hasta para intervenir militarmente en nuestro territorio y mantener, consiguientemente aunque aparentemente con carácter temporal, fuerzas armadas y a lo largo y ancho del mismo, es humillante e inaceptable para cualquier Estado que se respete, por cuanto viola la Carta de las Naciones Unidas (ONU), la Declaración de Principios de Derecho Internacional (1970), la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados (1974), así como la Carta de la Organización de los Estados Americanos (OEA), en cuya sede se firmó solemnemente el tratado, la cual no solamente ha recogido el principio de no intervención de ningún Estado o grupo de Estados en los asuntos internos o externos en cualquier otro Estado, sino que en su artículo 20 dispone: “El territorio de un Estado es inviolable; no puede ser objeto de ocupación militar ni de otras medidas de fuerza tomadas por otro Estado, directa o indirectamente, cualquiera que fuere el motivo, aún de manera temporal.”
Asimismo, puede dar lugar a abusos incalificables ya que las expresiones “or its operations are interfered with” y “or restore the operations of the canal, as the case may be” son sumamente amplias y extremadamente vagas. No cabe duda de que la reserva DeConcini hace el Tratado concerniente a la neutralidad permanente y al funcionamiento del Canal de Panamá peor que regresivo, pues confiere a los Estados Unidos de América potestades que ni siquiera les reconoce el ominoso Tratado Hay – Bunau Varilla ni les reconocía tampoco el Tratado Mallarino – Bidlack, suscrito con la Nueva Granada en 1846.
Recordamos que, en el acto de firma de los tratados del canal, el General Torrijos expresó que de no ser el tratado en referencia “administrado juiciosamente por las futuras generaciones”, el mismo podría “convertirse en un instrumento de permanente intervención”. Después de la reserva DeConcini cabe agregar que por mas que ese tratado sea administrado o, mejor dicho, aplicado juiciosamente por las futuras generaciones, el mismo habrá de ser, para desventura de los istmeños instrumentos indefectible de intervención y ocupación, aumentándose con ello las causas de conflictos existentes, cuya eliminación fue objeto principal de las negociaciones.
Estamos viviendo, sin duda alguna, uno de los momentos más difíciles de nuestra historia. Conscientes estamos de la dura situación económica y fiscal por la que atraviesa el país, al igual que de la magnitud de la deuda pública. Lo anterior, sin embargo, no debe llevarnos a adoptar la actitud de disimular el alcance de los derechos que se arrogan los Estados Unidos de América, de disminuir sus efectos jurídicos o de ocultar sus consecuencias.
La decisión que tiene que tomar el gobierno nacional es por ello la más importante que ha tenido que tomar gobierno alguno desde que la Junta de Gobierno Provisional ratificó el Tratado Hay-Bunau Varilla, el 2 de diciembre de 1903. En aquella oportunidad la Junta se vio compelida a actuar en la forma que lo hizo por razones de seguridad nacional. En esta ocasión, por paradójico que parezca, razones asimismo de seguridad nacional imponen el rechazo del Tratado Torrijos-Carter, con las enmiendas, condiciones, reservas y entendimientos introducidos por el senado estadounidense.
En efecto, mientras que la ratificación del Tratado Hay-Bunau Varilla constituía en 1903 la única alternativa de conservar nuestra independencia e integridad territorial, esa misma independencia e integridad territorial, con todas sus imperfecciones y quizás por ellas mismas, exigen que los Tratados Torrijos – Carter, con las reformas senatoriales, sean hoy rechazados. De aceptarlos habremos renunciado – posiblemente por un plato de lentejas – al derecho inalienable de ser libres.
Al Tratado concerniente a la neutralidad permanente y al funcionamiento del Canal de Panamá había que reconocerle – a pesar de los vicios que hacen bastante alusión al régimen de neutralización allí establecido – que, si bien otorgaba a los Estados Unidos de América amplio derecho para defender unilateralmente el Canal de Panamá, no les permitía ni desembarcar ni mantener fuerzas militares en nuestro territorio, a menos que nuestro gobierno lo consintiese. Es cierto, sin embargo, la existencia de criterios disidentes en altos funcionarios estadounidenses.
Más aún en el supuesto de que aceptáramos, aunque fuera en vía de discusión, la interpretación hecha por esos altos funcionarios, la verdad es que tal desembarco y mantenimiento solamente habría podido tener lugar, de ser el Canal de Panamá objeto de actos de agresión exterior o, lo que es igual, de terceros Estados. No obstante, la reserva del Senador Dennis DeConcini introducida al Tratado de Neutralidad – la cual, lamentablemente, ha sido deficientemente traducida al español en el texto difundido por la Cancillería el 27 de marzo de 1978 – modifica sustancialmente la letra y el espíritu de dicho tratado, y da al traste con el sentido histórico de las negociaciones impuesto por el nacionalismo panameño.
Ello es así, porque, de ser aceptada por Panamá, habrá de facultar a los Estados Unidos de América para tomar las medidas que ellos consideren necesarias, de acuerdo con sus procedimientos constitucionales, incluyendo el uso de fuerzas militares en Panamá, para reabrir el Canal o restaurar sus operaciones, según fuere el caso, en la hipótesis de que el canal sea cerrado o sus operaciones interferidas. Lo anterior significa, en buen romance, que los Estados Unidos de América podrán a perpetuidad e independientemente de que el cierre o de que las interferencias se produzcan por motivos internos o externos:
Primero: Manejar el canal. Segundo: Realizar todo tipo de intervenciones en Panamá. Tercero: Ocupar militarmente todo el territorio de Panamá.Cuarto: Ejercer facultades que emanan de la soberanía sobre las áreas ocupadas.
La circunstancia infeliz de que en los albores del último cuarto del Siglo XX los Estados Unidos de América demanden poder hasta para intervenir militarmente en nuestro territorio y mantener, consiguientemente aunque aparentemente con carácter temporal, fuerzas armadas y a lo largo y ancho del mismo, es humillante e inaceptable para cualquier Estado que se respete, por cuanto viola la Carta de las Naciones Unidas (ONU), la Declaración de Principios de Derecho Internacional (1970), la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados (1974), así como la Carta de la Organización de los Estados Americanos (OEA), en cuya sede se firmó solemnemente el tratado, la cual no solamente ha recogido el principio de no intervención de ningún Estado o grupo de Estados en los asuntos internos o externos en cualquier otro Estado, sino que en su artículo 20 dispone: “El territorio de un Estado es inviolable; no puede ser objeto de ocupación militar ni de otras medidas de fuerza tomadas por otro Estado, directa o indirectamente, cualquiera que fuere el motivo, aún de manera temporal.”
Asimismo, puede dar lugar a abusos incalificables ya que las expresiones “or its operations are interfered with” y “or restore the operations of the canal, as the case may be” son sumamente amplias y extremadamente vagas. No cabe duda de que la reserva DeConcini hace el Tratado concerniente a la neutralidad permanente y al funcionamiento del Canal de Panamá peor que regresivo, pues confiere a los Estados Unidos de América potestades que ni siquiera les reconoce el ominoso Tratado Hay – Bunau Varilla ni les reconocía tampoco el Tratado Mallarino – Bidlack, suscrito con la Nueva Granada en 1846.
Recordamos que, en el acto de firma de los tratados del canal, el General Torrijos expresó que de no ser el tratado en referencia “administrado juiciosamente por las futuras generaciones”, el mismo podría “convertirse en un instrumento de permanente intervención”. Después de la reserva DeConcini cabe agregar que por mas que ese tratado sea administrado o, mejor dicho, aplicado juiciosamente por las futuras generaciones, el mismo habrá de ser, para desventura de los istmeños instrumentos indefectible de intervención y ocupación, aumentándose con ello las causas de conflictos existentes, cuya eliminación fue objeto principal de las negociaciones.
Estamos viviendo, sin duda alguna, uno de los momentos más difíciles de nuestra historia. Conscientes estamos de la dura situación económica y fiscal por la que atraviesa el país, al igual que de la magnitud de la deuda pública. Lo anterior, sin embargo, no debe llevarnos a adoptar la actitud de disimular el alcance de los derechos que se arrogan los Estados Unidos de América, de disminuir sus efectos jurídicos o de ocultar sus consecuencias.
La decisión que tiene que tomar el gobierno nacional es por ello la más importante que ha tenido que tomar gobierno alguno desde que la Junta de Gobierno Provisional ratificó el Tratado Hay-Bunau Varilla, el 2 de diciembre de 1903. En aquella oportunidad la Junta se vio compelida a actuar en la forma que lo hizo por razones de seguridad nacional. En esta ocasión, por paradójico que parezca, razones asimismo de seguridad nacional imponen el rechazo del Tratado Torrijos-Carter, con las enmiendas, condiciones, reservas y entendimientos introducidos por el senado estadounidense.
En efecto, mientras que la ratificación del Tratado Hay-Bunau Varilla constituía en 1903 la única alternativa de conservar nuestra independencia e integridad territorial, esa misma independencia e integridad territorial, con todas sus imperfecciones y quizás por ellas mismas, exigen que los Tratados Torrijos – Carter, con las reformas senatoriales, sean hoy rechazados. De aceptarlos habremos renunciado – posiblemente por un plato de lentejas – al derecho inalienable de ser libres.